Membrillos, clavos, higos y otros alimentos aromáticos que perfuman las casas desde la antigüedad. ¿Por qué no recuperarlo?
Los alimentos aromáticos, además de usarse en la cocina, han sido usados para perfumar distintos rincones de nuestro hogar, desde armarios hasta dormitorios
¿A qué huelen nuestras casas? Se dice que cada una tiene su olor particular, pero lo que es cierto es que ese olor varía según el rincón y el momento del día y del año. Al mediodía, quizás huele a sofrito, el aroma español que perfuma edificios enteros con tal potencia que se filtra hasta la calle. Por la noche, en invierno, algunos hogares tienen una nota ahumada por la combustión de la leña. Antes, manzanas y membrillos y otros alimentos comestibles perfumaban también cajones y armarios, porque en toda la historia, plantas, frutos y otras partes de los vegetales han sido empleados tanto para cocinar como para perfumar. Distintos ingredientes comunes han tenido ese doble objetivo al que, en el caso de las hojas secas de laurel, que dormitaban entre sábanas y mantas, se añadía la de insecticida antipolillas.
Tradicionalmente, en la categoría de las aromáticas se incluyen tanto las plantas como las sustancias vegetales que se usan por igual en cocina como en perfumería y medicina. Así lo describe Élisabeth de Feydau en el Dictionnaire amoureux du parfum (Plon, 2021), que recuerda que la farmacopea aromática creció tanto a base de mitología como de realidad, tanto que desde finales del siglo VII a.C tienen una triple función: como condimento, como objeto para el culto religioso y, también, erótico por su capacidad de apelar a los sentidos. “Los aceites esenciales de estos ingredientes comestibles, como la pimienta, la salvia, el romero, la albahaca o el coriandro son también útiles para el perfumista”, dice De Feydau.
“Aún recuerdo ese olor tan especial de los cajones y armarios donde mi abuela guardaba la ropa. Ella tenía un membrillero de una variedad específica que daba como frutos unos membrillos que guardaba durante meses para que la ropa oliera bien”, cuenta la cocinera Maria Solivellas, del restaurante Ca Na Toneta (Caimari, Palma de Mallorca). Asimismo, Solivellas hace referencia al hinojo, una hierba muy empleada y consumida en la culinaria mallorquina. “Es una hierba carismática por su sabor y también por su olor, tanto fresca como cuando se guisa, y es entonces cuando tiene la capacidad de perfumar toda la casa”. Y del mismo modo que los membrillos, distintas variedades de manzanas, de pequeño tamaño y carne prieta, que se conservaban intactas durante meses, perfumaban arcones, cómodas y demás muebles donde se almacenaba ropa.
Recuerdos como los de Solivellas, explica Federico Kukso en Odorama. Historia cultural del olor (Taurus, 2021), forman parte de lo que hoy se conoce como ‘nosetalgia’ o nostalgia olfativa. “Los olores contienen información colectiva de la época en la que vivimos”, explica el escritor, que dedica un extenso capítulo a la pérdida de los mismos y referencia el trabajo de la investigadora de la City University de Londres, Cecilia Bembibre, que quiere convencer al jurado de la UNESCO para que determinados olores históricos ingresen en las listas de expresiones culturales intangibles: “Los olores juegan un papel importante en nuestra vida cotidiana: nos afectan emocional, psicológica y físicamente, e influyen en la forma en la que nos relacionamos con la historia”.
De hecho, y aunque actualmente la imagen de un limón con clavos nos recuerde a las carnicerías y pollerías, donde este artilugio aromático sirve para dar un aroma limpio al escaparate, así como para ahuyentar posibles insectos, la tradición de elaborar este tipo de bolas de olor, técnicamente llamadas pomanders o pomas de olor, se remonta al siglo XVI. Tal y como explica Robert Muchembled en La civilisation des odeurs (Les Belles Lettres, 2021), los pomanders se llevaban atados a la cintura o en la muñeca y se confeccionaban con resinas y especias, y también con elementos comestibles, y los usaban personas de todas las clases sociales. ”La moda de los pomanders no se limita solo a los más pudientes y ricos. Es posible confeccionarlo uno mismo pinchando unos clavos en una naranja o un limón”, señala el autor.
Collado también señala otros productos comestibles muy aromáticos, aunque menos comunes en nuestro país, como la bergamota y la cidra de Calabria, que solamente con su presencia consiguen perfumar una estancia. Sin embargo, ofrece una receta sencilla con ingredientes que todos tenemos a mano: clavos de olor y un limón o una naranja. “Si clavamos los clavos de olor en un limón o una naranja y lo dejamos secar al aire, obtendremos un ambientador natural maravilloso”.
Aunque lo recordemos en las carnicerías y pollerías, donde este artilugio aromático sirve para dar un aroma limpio al escaparate, así como para ahuyentar posibles insectos, lo cierto es que la tradición de elaborar este tipo de bolas de olor, técnicamente llamadas pomanders o pomas de olor, se remonta al siglo XVI. Tal y como explica Robert Muchembled en La civilisation des odeurs (Les Belles Lettres, 2021), los pomanders se llevaban atados a la cintura o en la muñeca y se confeccionaban con resinas y especias, y también con elementos comestibles como la naranja y el clavo. “La moda de los pomanders no se limita solo a los más pudientes y ricos. Es posible confeccionarlo uno mismo pinchando unos clavos en una naranja o un limón (...) o incluso en una bola de barro amasada con olores”.
Por otro lado, las flores han sido uno de esos ingredientes que primero contemplamos como objeto aromático, aunque no siempre fue así. Sin estar claro cuál de sus usos fue el primero, lo cierto es que la costumbre de comer flores aromáticas está muy extendida en todo el mundo, según han podido comprobar Constance L. Kirker y Mary Newman en Edible Flowers (Reaktion Books, 2016), el volumen más completo dedicado a las flores comestibles. Un buen ejemplo de ello son los geranios, que hoy percibimos como una planta ornamental cuyas flores son muy olorosas en su variedad española (Geranium endressii) y, sin embargo, fueron en su momento parte de múltiples recetas de gelatinas, pasteles, postres y tés en la Inglaterra victoriana, una época en la que la pasión por las flores fue tal que hasta se construyó un lenguaje a su alrededor, al que llamaron ‘floriografía’.
Por supuesto, las rosas (la mayoría del género Rosa se puede comer) han sido las protagonistas de recetas tan famosas como el vino de rosas que se elaboraba en la Antigua Persia hace 2.000 años o la esencia de rosas empleada para aderezar también el vino en las Antiguas Grecia y Roma, los mazapanes medievales o, de forma más reciente, la codorniz en salsa de rosas de la novela Como agua para chocolate (1989), de Laura Esquivel o el icónico macaron Ispahan de Ladurée.
Sucedió lo mismo con la lavanda, de la que la reina Isabel I era adicta: quería todas sus dependencias perfumadas con lavanda y, además, pedía que le sirvieran una conserva de lavanda con todos y cada uno de los platos de carne que consumía a diario. “A partir del siglo XVI se empezó a usar mucho la lavanda de la misma manera que el romero, sobre todo la variedad inglesa (Lavandula angustifolia), que tiene menos alcanfor y resina y por eso se prefiere en cocina. Usada como una hierba para la cocina salada, encaja con distintas carnes, especialmente con cordero”, explican Kirker y Newman, que señalan que se empleaba comúnmente en la Provenza francesa, donde los corderos pastaban lavanda cuando era posible, en una mezcla de hierbas que también contenía romero, mejorana, tomillo y albahaca para crear una mezcla para la carne a la brasa, y que a partir de 1970 se empezó a comercializar como hierbas provenzales.