El renovado gusto por lo viejo toma la hostelería
Los callos, los torreznos, las tortillas y las ensaladillas se han vuelto omnipresentes; celebramos comer en la barra, en mesas de formica y sentarnos en sofás de escay; brindamos con tragos clásicos y no dejamos pasar ni un ‘pâté en croûte’
Nos gusta lo retro. Lo viejo. Lo antiguo. En gastronomía (y no sólo) vivimos un momento nostálgico: hace una década que los callos, los torreznos, las tortillas y las ensaladillas se han vuelto omnipresentes e, incluso, indispensables; que celebramos comer en la barra, en mesas de formica y sentarnos en sofás de escay; que brindamos con tragos clásicos, que no dejamos pasar ni un pâté en croûte y que aplaudimos cuando en la sala se recupera el gueridón. Tras la etapa donde la creatividad brillante reinó, hoy nos alimenta una mirada hacia el pasado que no se queda solamente en las recetas sino que empapa toda la estética de bares, restaurantes y coctelerías.
“Nos estamos fijando en el pasado por distintas razones”, explica Joan Roca, cocinero y copropietario de El Celler de Can Roca. “Por una parte, se trata de una cuestión nostálgica y a la vez práctica: queremos comer todo aquello que nos gusta pero cada vez cocinamos menos, así que vamos a los restaurantes a por ello. Por otra, cada vez más gente joven mira a la tradición como fuente de inspiración para crear nuevas propuestas gastronómicas, manteniendo los sabores y recreándolos con técnicas novedosas”. Roca rememora que esta ha sido y sigue siendo una de las líneas de trabajo de su restaurante mediante la que han puesto los sabores al servicio de las ideas. “Los cocineros nos resistimos a perder los sabores, que son esencias de la memoria y que retienen la personalidad y tradiciones propias de un lugar, ya que las cocinas se están globalizando y buscamos la autenticidad y la identidad, ante la homogeneización de las propuestas. Lo lógico es cocinar y comer lo que se produce cerca de casa. Recuperar lo bueno que tenemos nos hará diferentes”. Preguntado por el recetario clásico francés, más de moda que nunca, el cocinero razona que ha sido y hoy es parte de la formación académica de cualquier cocinero, aunque hubo una etapa en la que las escuelas de cocina dejaron en un segundo plano aquellos saberes. “Creo, también, que esta vuelta al pasado trae al presente y pone en primer término las emociones y el confort: una humanización que convive con la tecnificación”.
¿Las redes sociales han potenciado esta vuelta al pasado? Así lo cree el cocinero Jordi Vilà (Alkimia, alkostat, Vivanda): “contrariamente a lo que podría pensarse, han dañado la vanguardia y hoy podemos ver todo lo que sucede en los restaurantes desde el móvil sin necesidad de comer en ellos. La vanguardia ha perdido su misterio”. Por otra parte, opina Vilà, “ha vuelto el deseo de la autenticidad y la tradición es, sobre todo, autenticidad, además de un valor seguro, como el oro y la plata: un refugio en épocas de crisis”. El cocinero, conocido por actualizar y refinar el recetario catalán, afirma que la novedad hoy es mirar hacia atrás. “Se quiere tener cultura gastronómica y recuperar la tradición, repensarla y servirla para el comensal del presente también se convierte en un descubrimiento”.
Carlos Casillas, cocinero del restaurante Barro, es una de las voces jóvenes que han abrazado el pasado para moldear su futuro. “Hemos entendido mal la modernidad. Durante años, en provincias pequeñas, se nos ha enseñado que el progreso se basaba en la huída, en renegar de la cultura propia porque nos alejaba de la metrópoli culturizada, aquella que representaba más oportunidades vitales”. El respeto por la época de sus abuelos, por el valor de la paciencia y la voluntad de escuchar su legado cultural, marca el progreso de Barro. “Y de todo el sector”, apunta el cocinero, que cree que la alta profesionalización de la cocina ha significado comprender, por fin, que la gastronomía es cultura. “El tiempo era un aliado y no el enemigo en que ha transmutado: la pausa del guiso, del borboteo lento, es un confort que solo encontramos ya en nuestras cocinas y que nos atañe a ese recuerdo de casa. ¡Nos hemos olvidado de comer caliente!”.
El restaurante Saddle, donde se sirven una media de 60 soufflés al día y donde su pâté en croûte es una de las estrellas de la carta, nació con la idea de ser neoclásico, explica su director, Israel Ramírez. Ocupando el espacio del icónico restaurante Jockey (1945-2012), “Saddle bebe del hartazgo hacia la innovación. Tras la gran revolución de elBulli, muchos de sus cocineros vuelven a sus lugares de origen y crean propuestas de fine-dinning vertebradas por un menú degustación. El cliente no podía escapar de aquello: tenía que comer lo que dictara el cocinero y, en muchas ocasiones, la modernidad lujosa le ponía en el plato cosas indescifrables. Aquello se fue filtrando hasta bistrós y restaurantes más sencillos donde todas las cartas parecían iguales y donde se intentaban replicar elaboraciones de la alta cocina, como espumas, sin buenos resultados. Estuvo y está genial que se impulse la barrera del conocimiento pero habíamos perdido ese restaurante en el que lo ya conocido se hace muy bien”. En opinión de Ramírez, el cliente empezó a buscar poder comer lo que quiere y en la cantidad que quiere y, los restaurantes, que éste repita muchas veces y no solamente cuando cambia el menú. “Hemos mirado hacia atrás para poder mirar hacia adelante, tanto en la cocina como en el servicio de sala. La presión por innovar nos impedía revisar el pasado. En Saddle queríamos recuperar que ocurrieran cosas en sala, dar servicio de trinchado y coctelería en gueridón, y volver a darle importancia a la figura del maître tal y como sucedía con la nouvelle cuisine”.
El crítico independiente y Premio Nacional de Gastronomía, Philippe Regol, rememora cómo “lo afrancesado, el clasicismo y lo popular se ocultó durante la ola de modernidad culinaria. Fue un ostracismo de la mantequilla y de salsas clásicas como la holandesa. Ahora no se hacen las meunières y las bearnesas de la misma manera que hace 40 años: se han refinado y la generación de cocineros asentados de hoy cocina mejor que la generación anterior”. “Estamos viviendo una época en la que ya no liquidamos la tendencia anterior sino que la integramos”. ¿Por qué? Si las tendencias y modas culturales nacen de cambios profundos en lo social y lo económico, esta vuelta hacia el pasado podría leerse como un giro conservador ante una situación de crisis. “Hace unos 12 o 14 años, cuando empezó a darse este retorno, la sociedad no tenía ganas de expandirse hacia nuevos caminos, y volver a encontrar lo conocido era tranquilizador y reconfortante”.
Lo retro no solamente ha aparecido en el plato. Muchas de las nuevas aperturas han intentado recrear aquellos bares con solera de los cincuenta sesenta, setenta y ochenta que la crisis de 2008 y la falta de relevo generacional casi borran de un plumazo. Raül Tonelli, de estudio Metrik, artífice de distintos locales barceloneses que se embeben de una estética tradicional, como Ultramarinos Marín, Bodega Molina 1950, Hijos de Javier o Bodega Solera, valora que “los restaurantes y bares retros, en un mundo cada vez más digital y acelerado, ofrecen un rincón en el que desacelerar, disfrutar de la familiaridad y reencontrarse con la cultura gastronómica tradicional”. Estos lugares nos hacen viajar en el tiempo: “llevan a los comensales a un tiempo pasado en el que todo era más sencillo y relajado, y esto aporta seguridad y consuelo”. Tonelli agrega que el atractivo de la estética vintage es innegable y que suma en la construcción de una atmósfera única y acogedora, algo que se añade a un todo en el que la experiencia se vuelve memorable. “También se incorporan elementos de la cultura pop de la época, referencias icónicas que hacen sentir al cliente inmerso en otra época cultural, a la vez que se intenta conectar con él y sacarle una sonrisa”.