Invitada de honor en un desastre de cena popular

A la voz de tradición, cocina de las abuelas y fiestas de pueblo, me vestí con mis mejores galas para ayudar con el fuego y la leña, las ollas, de ir de acá para allá, de repartir vasos de cartón

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Fácilmente, me hubiese podido presentar en la cena en chándal. Por suerte, en el último momento, me decidí por unos tejanos buenos y mi camiseta favorita. Al poner un pie en la plaza en la que se iba a celebrar el evento me di cuenta de que no iba, ni de lejos, vestida para la ocasión.

Esa noche era la invitada de honor de la 36ª edición de El sopar de les àvies, la cena de las abuelas, un acontecimiento gastronómico anual, celebrado en Lliçà d’Amunt, un pueblo de la Catalunya central, en el marco de la Fiesta Mayor, en el cual las abuelas de la zona cocinan sus mejores cazuelas festivas y las sirven en una cena comunitaria, desde 1987.

Yo, a la voz de cena popular, tradición, cocina de las abuelas y fiestas de pueblo, me vestí con mis mejores galas para ayudar con el fuego y la leña, las parrillas y las ollas; de ir con sillas plegables de cuatro en cuatro de acá para allá, de repartir vasos de cartón y ensamblar pies con cuerpos de copas de cava de plástico, y de colgar ristras de banderines de colores de árbol a árbol, encaramada a una escalera plegable tísica de pintor. A eso iba yo, esa noche.

Y ahí estaba, ante mí, esa explanada de cemento liso, sin tierra ni fuego, sembrada de mesas redondas vestidas con enaguas blancas rodeadas de sillas acolchadas conjuntadas. Centros de flores naturales, cristalería de lujo, platos de gala, platitos de pan, servilletas planchadas y cinco cubiertos brillantes por barba, bisutería de alquiler digna del mejor bodorrio, gritando: “te has equivocado”. Me sentaron en la mesa presidencial, entre el alcalde y la primera dama, y con el resto de la plana mayor del consistorio, todos vestidos de punta en blanco como para ir a la gala de los Oscar. Yo, un tejón.

En uno de los callejones que daban a la plaza habían montado una cocina de cáterin ambulante y una mesa de pase, donde una empresa subcontratada recalentaba los entrantes del banquete y decoraba los postres, y de donde salían los camareros de alquiler cargados de platos y bandejas con bebidas. Las abuelas iban llegando en coches particulares con sus respectivas cazuelas que, debidamente cubiertas con papel de aluminio, eran metidas en armarios calientes, a la espera de ser servidas.

La cena fue un desastre. Los cocineros profesionales no calcularon bien las cantidades de comida y no hubo entrante para todos. Entre el primer plato y el segundo esperamos más de una hora. Las abuelas, las reinas de la fiesta, a estas alturas ya estaban que trinaban con el alcalde. Él mantenía un rictus de sonrisa nerviosa, “me quedan tres años de legislatura para remontar esto”. Todos tranquilos. Yo, a cada minuto que pasaba, me iba sintiendo más a gusto y la conversación en la mesa era animadísima. Preguntaba por la historia de esa cena, su origen, su vinculación, o no, con algún tipo de fiesta popular antigua. Nadie sabía nada. Una chica se atrevió a decirme que nació de las matanzas del cerdo, de cuando las mujeres cocinaban al aire libre en las casas de payés. Acepté la explicación, en la zona hay mondongueras legendarias, pero la puse en cuarentena: o en Lliçà tenían un microclima excepcional de septiembres sin calor ni moscas, o quizá, pese a tener la fiesta origen popular, al asumir el mando y la organización el Ayuntamiento, se decidió unirla a la Fiesta Mayor.

Llegaron los guisos de las abuelas, y aquí sí que la cosa remontó: zarzuelas, calderetas de cordero, pollo con cigalas, fricandó, ternera con setas, pato a la naranja... un verdadero festival. Todo bien guisado, como Dios manda. La empresa de cáterin tampoco consiguió hacer cuadrar cazuelas y mesas a la primera, de modo que hubo cierto ir y venir de cucharones de contrabando. El postre gustó. Era colorido, muy aparente, una mousse de manzana cubierta de gelatina verde muy llamativa, que se llevó todo el azúcar disponible de la cocina, supongo, porque no quedó para el café. Le pasé un par de sobrecitos de extranjis al alcalde, que yo siempre llevo en el bolso. Me marché a casa pasada la medianoche. La cena había empezado a las nueve.

¿Cómo podía ser que después de más de dos legislaturas, los responsables, el Ayuntamiento, no tuvieran más que una idea vaga de qué era exactamente el acto que organizaban?

Hice cuentas. 36 años antes el pueblo en cuestión, la comarca entera, de hecho, era un hervidero de iniciativas culturales. En lo que a temas gastronómicos populares se refiere, y en esa zona, había un par de personajes que no se perdían ni una. Dos llamadas de teléfono bastaron para conocer la fabulosa historia que esconde esta velada: en tiempos del primer alcalde democrático se creó por iniciativa popular una escuela de cocina en la que participaron casi todas las señoras del pueblo, la mayoría aún dedicadas a las tareas del campo. Juntas, y con la participación de Pep Salsetes, uno de los grandes de la cocina catalana, compartieron conocimiento e hicieron comunidad. Al final del curso, por la Fiesta Mayor, organizaron esa primera edición de la cena, en la que guisaron para todo el pueblo y elaboraron desde el primer hasta el último plato, incluyendo un helado casero de moras recolectadas por ellas mismas. De esa primera edición aún se conserva material audiovisual, donde se las ve cocinando cada una en su casa el plato de Fiesta Mayor típico de la mesa familiar de cada hogar, y que ellas prepararon para lucirse y para compartir.

Hubo teatro callejero, una carpa, farolillos, velas para mantener calientes las cazuelas, y un premio para la abuela más anciana que consistió en una mecedora de tamaño real, ¡y funcional!, hecha de turrón del duro. Ese primer año, a los comensales la salida del sol les pilló comiendo, bebiendo y riendo. Todo fue a base de voluntariado. Nadie cobró un duro. Nadie se quedó sin comer.

Ea, pues, señores concejales. Aquí tienen la historia de la cena de su pueblo.

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