El bar de una estación de autobuses al que acuden cientos de personas por su tortilla y rollo de bonito
La cafetería La Estación en Ribadesella, regentada por María Dolores García ‘Loli’, se ha convertido en una meca de la comida casera para llevar en el oriente de Asturias
En Ribadesella, septiembre llega a través del oído. Los tañidos de las campanas de la iglesia de Santa María Magdalena, sepultados en julio y agosto bajo el bullicio, se escuchan ahora con nitidez. Mezclados con el ambiente, surge la tentación de intercalar entre los repiques los primeros versos de Amor de verano, del Dúo Dinámico. La melancolía de los veraneantes que regresan a sus localidades se cruza con la vuelta a la calma de los lugareños que empiezan a ver la luz al final de la temporada alta.
La estación de autobuses del pueblo, a orillas del Sella, es también una medida fiable para establecer en qué punto se encuentra el verano. Sus cinco dársenas, sus taquillas permanentemente cerradas o sus paneles con horarios actualizados manualmente son accesorios que actúan de decorado para lo realmente importante del lugar: la cocina de María Dolores García, Loli (78 años, Tresmonte, Ribadesella). De aquí salen a diario decenas de personas con tortillas de patata, carne guisada, empanadas, chorizos criollos, mini cachopos (una innovación en formato aperitivo) y el que es el plato estrella del verano: el rollo de bonito.
“Menos mal que ya baja un poco el ritmo, porque no dábamos abasto”, dice, después de terminar un café con leche y un pincho de tortilla cocinado por ella. Fue precisamente la tortilla de patatas la que convirtió esta cafetería de estación en un pequeño lugar de culto. “Hace 13 años hubo un concurso para quedarse con el bar de la estación —propiedad del Ayuntamiento, arrendado a ALSA y subarrendado a la familia— y lo ganamos. Había estado cerrado muchos años y al principio no venía nadie. Estábamos preocupados. Empezamos a sacar la tortilla, se corrió la voz… y nos salvó”, recuerda. “La gente nos decía que como teníamos tan buena mano, que por qué no hacíamos algo más”. Y así arrancó la trayectoria ascendente de este peculiar local de comida para llevar, en el que los parroquianos juegan por las tardes todo el año al mus, al tute, a la pocha o al dominó sobre un suelo de terrazo oscuro y rodeados de un enfoscado de mármol negro con motas blancas.
Antes del éxito culinario, está la historia de Loli. Segunda de ocho hermanos. “No tenía más que el cielo arriba y la tierra abajo”. Empezó a trabajar a los 11 años —”a trabajar fuera de casa”, matiza—. Lo hizo cuidando a dos niñas recién nacidas. La madre se las bajaba al portal para que las llevara hasta la plaza. Después se fue “a casa de las de Belío”. “A mí siempre me gustó cocinar, pero cuando llegué allí no sabía ni freír un huevo. Por no saber, no sabía ni lo que era un cepillo de dientes. Me enseñaron todo lo que sé. Viví allí ocho años, hasta que me casé. La señora fue mi madrina de boda y me compró el ajuar completo. Luego seguí de asistenta”.
Dice Loli que siempre disfrutó de estar con gente mayor. Fue por aquel entonces que “doña Mercedes Bravo, una señorina muy muy anciana que tenía una tienda de telas”, le enseñó a hacer el rollo de bonito. “Me concentré en que se me quedara todo grabado en la cabeza. Lo memoricé y al día siguiente fui a la pescadería, compré el bonito y se lo preparé a la familia. Salió igual y me dije: esto no se olvida jamás. Luego la repetía todos los veranos para no olvidarla, claro”.
¿Y cómo es esa receta?
“Lo primero: hay que dedicarle tiempo. Quitarle todos los nervios, todo lo negro y dejarlo blanco y limpio. Puedo estar tres horas por la tarde para limpiarlo. Me pongo la radio y a veces me dan las dos de la mañana. Mira, el de hoy es una pieza de 12 kilos y me saldrán unos 17 rollos. Lo corto con cuchillo en trocinos muy fininos muy fininos muy fininos. Lo salo. Y lo que lleva es mucha cebolla pochada, que es lo que da el sabor y jugosidad al bonito, porque el bonito seco… Le pongo también dos latas de pimiento morrón, un trozo de tocino blanco, un poco de pan rallado. No te sé decir muy bien las medidas porque nunca fui de medidas. Ah, huevos. A esto le puse una docena de huevos. Y voy haciendo la bolina con las manos —los rollos son la medida de sus manos—. Esa bolina la frío, vuelta y vuelta. Los pongo a cocer, 20 minutos en la salsa. Tengo que hacerlos en dos tandas, porque no me caben en las potas. Los dejo enfriar y luego ya van a la nevera”.
Ese sería el proceso ideal, pero no siempre se da. La demanda de los rollos de bonito de Loli hace que los clientes se los lleven todavía calientes. “Vendemos casi 30 al día —el precio es de 15 euros—. Y en estos días de final de verano, mucha gente viene a por ellos para llevárselos y congelar. La semana pasada se llevaron doce para Bélgica. Estos días salen un montón para Madrid. Los guardan para todo el año y los cenan hasta en Navidad”, cuenta. “Los primeros años hacíamos una vez a la semana, luego ya dos y tres veces… y ahora ya me compran antes el bonito y no dejamos de hacerlos ni el lunes, que era el día que descansaba. Yo termino agotada, porque no es solo hacer rollos y tortillas, es pelar patatas, cebolla… pero, ¿sabes lo que pasa? Que luego me viene la gente y me dice que el rollo estaba espectacular y para mí es como una adrenalina que me sube para arriba y me da una moral…”.
De ánimo y de agilidad física y mental va bien. También de humor. No apea la sonrisa. Para explicar el éxito de los platos, utiliza la expresión “fue un boom”. Lee todos los días un par de horas. ”Ahora estoy con uno de historia que menudo tostón… Pero soy de las que no puede dejar un libro. Tengo miedo a terminarlo y tener que volver a empezarlo porque creo que no lo estoy entendiendo bien”, ríe. Con su 1,60 de estatura, su delantal cruzado y sus sandalias, atraviesa una y otra vez los umbrales de las puertas de la cocina y de la habitación en la que se encuentra la nevera. Están conectados por el espacio de la barra. Desde allí, María Cuervo, (57 años, Ribadesella), una de sus seis hijas, y su marido, Francisco Trueba (60 años, Posada de Llanes), atienden a los clientes y preparan los pedidos. María, además, cocina. Explica que la del rollo de bonito es una historia de tradición familiar; “a mi hijo Pablo le vuelve loco y mi madre se lo hacía siempre. Un día nos encargaron una comida, no sabíamos qué preparar y nos acordamos del rollo… y mira ahora qué locura. Es que vendemos todo cada día y muchas veces no podemos atender más pedidos porque no nos da la vida. El secreto es que ofrecemos lo mismo que cocinamos para nosotros y eso implica que no podamos hacer mucho más”.
La temporada del rollo de bonito en el bar de la estación va desde principios de julio —coincidiendo con la celebración de la Virgen de la Guía— hasta el final de la costera, que marca el cupo establecido. Eso sí, los primeros rollos de cada año son siempre para su nieto Pablo (33 años), que trabaja en el bar. Su nieta Lucía (23 años), que acaba de terminar Magisterio y empezará en septiembre el camino de las oposiciones, también ha trabajado aquí este verano. “Es la única que se ha interesado de verdad por la receta”, dice Loli.
Ahora que baja el ritmo de ventas, podrá recuperar un poco de tiempo para ella. “Todos los veranos adelgazo cinco o seis kilos. Es que hay días que en toda la mañana solo tomo una fruta y luego como, meriendo y ceno a media tarde, todo junto. En otoño ya me hago yo mis cocidos y recupero. Seguimos haciendo tortillas, hacemos callos, carne guisada, borona… pero es otro ritmo. Me da para ver la novela de La 1 y leer un par de horas tapada en la camina”.
¿Tienes ganas de que se acabe el verano?
“A ver… tengo ganas de descansar. Es que ya son 78 años. Pero me hace muy feliz ver a la gente disfrutando con el rollo, ¿eh?”.
Cafetería La Estación
Dirección: Estación de autobuses. Avenida Palacio Valdés s/n. Ribadesella.
Teléfono: 699 182 423