¿A quién se le niega un vaso de agua?
Lo que estaba haciendo era ordenar ideas y armarme de valor de cara a la conversación difícil e incómoda que sabía que vendría al final de la cena. Iba a hacer algo que a nadie le gusta hacer. Hoy tocaba pedir el libro de reclamaciones
El domingo por la noche salí a cenar con mi compañero. Más que cenar, la idea era escapar del pueblo por un rato, cambiar de aires, y tomar algo de picoteo sencillo, tranquilamente, en la terraza de algún bar de la plaza mayor de Vic, la capital de comarca. Pedimos tres tapas a modo de entrante para compartir, y luego un par de hamburguesas. Para beber, él eligió una mediana. Yo pedí un vaso de agua del grifo, y me dijeron que no.
Al instante supe que esto no era una pequeñez. No me sentía indignada, ni siquiera enfadada, pero sí, de forma clara y diáfana, ante algo importante y hondo que me tendría toda la semana cavilando. Aquí vengo, cargada con un batiburrillo de reflexiones y una única sentencia inapelable a modo tanto de conclusión como de principio.
Después del no, hice silencio por unos segundos y pedí una botella de agua. Ya con las bebidas en la mesa, trajeron las croquetas. De entrada, observé el motivo esgrimido por la camarera para justificar ese “no”: “el agua del grifo del centro de Vic no es potable”. Obviamente, eso era falso. De haber sido cierto, habrían saltado todas las alarmas de salud pública de la población, y cosas como lavar la lechuga y los tomates para las ensaladas o hacer infusiones y cafés habrían resultado, para ese mismo bar, imposibles.
Llegaron los nachos con guacamole y las bravas. En mi mente, iba explorando opciones. Podía probar a interpretar ese “no potable” como una exageración de “tiene mal sabor”, pero la excusa seguía sin sostenerse como argumento para no servir agua: el posible mal sabor es algo que me correspondía a mí, como clienta, asumir, y la negativa no había venido acompañada de ningún rastro de empatía ni de disculpa, sino de una media sonrisa y un gesto de desprecio bastante elocuentes.
No se trataba nada de eso, de hecho, y lo sabía. Aun así, seguí hilvanando pensamientos. Lo que estaba haciendo no era tanto buscar una explicación, sino ordenar ideas y armarme de valor de cara a la conversación difícil e incómoda que sabía que vendría al final de la cena. Iba a hacer algo que a nadie le gusta hacer. Hoy tocaba pedir el libro de reclamaciones.
Tenía la razón objetiva de mi parte, la ley 7/2022 de residuos obliga a todos los bares y restaurantes, desde el 8 de abril del año pasado, a ofrecer agua gratis no embotellada a todos los clientes, con el fin de reducir el consumo de envases de un solo uso.
Llegaron las hamburguesas. Anticipé las posibles objeciones del encargado del local al cumplimiento de la ley. Sé que para él sería insostenible tener que permitir que alguien ocupase una mesa en la terraza durante dos horas consumiendo solo agua del grifo gratis, a lo que yo respondería mostrándole el tique de la cena. También sé que es probable que para algunas empresas la entrada en vigor de esa ley haya supuesto tener que invertir en algún tipo de reforma, pero tener una garrafa de cinco litros en la barra destinada a llenar esos vasos o jarras de agua se me antoja una solución sencilla y barata de implementar. Quizá la instalación de un mecanismo de purificación de agua del grifo sea algo más costoso, pero por lo que yo sé, los locales que se han decantado por esta opción están felices de haberse quitado de encima el engorro de la gestión del stock de agua embotellada y de haber liberado el espacio que antes ocupaba esta en el almacén. En cualquier caso, la moratoria de la ley daba seis meses de margen, hasta enero de este año, para considerar todas estas opciones, y sólo hace falta cruzar la frontera con Francia para ver que esto es una práctica totalmente normal en otros sitios.
Hacía rato que habíamos terminado de comer. La camarera charlaba animadamente con unos amigos suyos que ocupaban otra mesa unos metros más allá. Cuando nos cansamos de esperar, la avisamos. Vino al rato, recogió la mesa y tomó nota de los cafés. Tenía el recuerdo de ese atisbo de sonrisa que acompañó la negativa del agua muy presente, y me vino a la cabeza eso llamado síndrome del capataz, ese regocijo del empleado que goza no tanto de hacer bien su trabajo, sino de satisfacer al amo. Me preparé mentalmente para él, no para ella, que a lo mejor simplemente obedecía la orden de impedir que alguien pudiese ahorrarse los dos euros que costaba un agua en esa terraza.
Nos trajeron los cafés y pedimos la cuenta. Pagué, guardé el tique, y me dirigí tranquilamente al interior del local. Le pedí al chico de la barra el libro de reclamaciones. Él, atareado, llamó a la que parecía ser la encargada de cocina. Asomada en la ventanita del pase, ella me espetó un “¿cuál es el problema?”. Me acerqué y le dije que había pedido un vaso de agua y me habían dicho que no. Su respuesta fue: “Si lo que quieres es un vaso de agua, toma” e hizo el gesto de buscar una botella de agua. “No, gracias”, respondí. Respiré hondo. Saludé al par de niñas pequeñas que pasaban a la altura de mis rodillas en dirección al baño seguidas de su padre, y repetí, bajito, si, por favor, me podían mostrar el libro de reclamaciones. “Un momento”, dijo la cocinera, le hizo un gesto al chico y este se marchó del local. Salí a esperar fuera, para tomar el aire y para fumarme un cigarrillo. Levanté la vista y miré a mi alrededor.
Vic es uno de esos pueblos grandes, aunque tenga trato administrativo de ciudad pequeña, lleno de tics de capital de reino, posos de un pasado de gloria como feudo eclesiástico que hizo que fuera conocida durante mucho tiempo como la fábrica de curas. Hoy día, todo en ella es periferia vibrante de clase obrera excepto las cuatro calles que abrazan su centro histórico, moteado de comercios emblemáticos, cuyo corazón es esa imponente Plaza Mayor. Es aquí donde señoras con abrigos de pieles comprados hace cuarenta años y zapatos de suela desgastada que hoy no pueden ser repuestos con la pensión compran jamón ibérico cuando hay otros clientes a la vista, y jamón york cuando nadie las ve. Es en esta plaza donde las familias con apellidos de rancio abolengo, “los de toda la vida”, vienen a desovar ostentación e intercambiar cotilleos tomando una horchatita, un granizado, o unas tapas modernas de las que se llevan ahora, con bien de tataki de salmón, de fingers de pollo y de nachos con guacamole. Me di cuenta de que probablemente era la primera vez que un cliente pedía agua del grifo para acompañar la cena en esa terraza, y de que, si yo hubiese sido un niño pequeño encaramado a la barra o una señora mayor blandiendo el sobrecito de un medicamento soluble, no habría tenido ningún problema.
Volví a entrar y al cabo de dos diez minutos apareció el jefe. Era un hombre corpulento, un poco mayor que yo, atribulado, sudoroso, recién salido del otro restaurante que regenta en esa misma plaza. Venía dispuesto a encontrarse con alguien alterado. “Es ella”, le indicaron. “Qué ha pasado?”, me preguntó.
“Hemos cenado aquí con mi compañero. He pedido un vaso de agua, y me han dicho que no”, dije, calmada. Algo se derrumbó en ese señor. De repente, le vi cansado. El abismo —generacional, cultural, de clase— entre él y sus trabajadores se hizo evidente como una grieta oscura en el suelo. Me miró. Me dijo que sentía vergüenza. Me pidió disculpas y se giró hacia su personal.
“¿En qué mundo se le niega un vaso de agua a alguien? ¡En qué mundo!”. Los cinco camareros jóvenes y la cocinera dejaron de reírse y de echarme miraditas. Callaron de golpe.
“En la vida no se le niega un vaso de agua a nadie”.