Las patatas sabor jamón no existen

Una vaca puede pasar toda su vida comiendo pienso sin acumular ningún tipo de conocimiento acerca de él, igual que mi vecino se ha pasado la vida gozando de la misma marca de calamares a la romana congelados

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Propongamos a mi cuñado escoger entre un paquete de donettes nevados y una caldereta de langosta. Muy probablemente elegirá los donettes. ¿Significa esto que los bollos son mejores que el guiso? Seguramente, no. En realidad, su elección nos da poca o ninguna información acerca de la calidad de las opciones disponibles, y nos habla más bien de cómo es el criterio de quien valora. Lo mismo pasaría con un niño al que le diésemos a elegir entre una bolsa de patatas onduladas sabor jamón y un plato de judías verdes hervidas en su punto, aliñadas con un chorrito del mejor aceite de oliva virgen extra y un toque crujiente de sal en cristales.

Si trasladamos estos ejemplos un poco llevados al extremo al plano general, en época estival, donde clientes de todo tipo, clase y condición viajan de un lado para otro y eligen y valoran restaurantes y platos de todo tipo por el mundo, nos encontraremos con una masa ingente de opiniones y juicios distintos, una multitud de paladares aderezados y sesgados cada uno de ellos de acuerdo a sus propias experiencias, preferencias, filias, fobias, bolsillos y adicciones, dispuestos, casi siempre y sin tapujos, a afirmar con contundencia “esto es bueno y esto no lo es”, “esto merece cinco estrellas, esto otro, una”, alegremente; todos ellos convencidísimos de tener las gafas limpias y la imparcialidad de su lado.

Es curiosísimo, porque con esto de las opiniones nos encontramos ante un problema filosófico más antiguo que el hambre y que aún no ha sido resuelto de forma categórica y definitiva: desde Aristóteles y Platón, barriendo toda la Historia de la Filosofía, el viejo debate entre verdad y opinión sigue vivo. No hemos resuelto la distancia entre realidad y percepción, no sabemos si lo que percibimos en el paladar son, en efecto, patatas sabor jamón o las sombras proyectadas por algo incognoscible contra una pared, deformadas por nuestras emociones y recuerdos, por nuestra formación y cultura, o por el entorno mismo en el que las sentimos. Nadie puede saber si algo está rico porque nos gusta o si nos gusta porque está rico.

Conocemos la multitud de formas que tiene el cerebro para engañarnos, sabemos que prefiere la eficacia y la rapidez a la verdad, y que tiende a descartar información y a simplificar en base a nuestras creencias previas. Somos incapaces de afirmar no sólo que sea posible abstraernos de los sesgos que deforman nuestra manera de ver el mundo, sino que exista una realidad objetiva, real, al otro lado de nuestras percepciones.

¿Quién puede afirmar con certeza no estar dormido y soñando?, ¿quién está seguro de estar limpio de sesgos?, ¿quién sabe si el “sabor jamón” no son solo estímulos eléctricos enviados por un ordenador a nuestro encéfalo? ¡Tanto Matrix como Calderón de la Barca, como Francis Bacon opinaban que la vida es sólo un sueño! Y esa metáfora sigue viva.

En mi opinión, ¡oh, la paradoja!, una opinión no es más que una piedra en el lecho de un río, en la que me apoyo hoy para leer el mundo y avanzar hasta el mañana. Y lo curioso de las piedras, como de las opiniones, es que no se mueven, son la radiografía de un instante, la cristalización del criterio de quien observa en ese momento concreto, y una vez usadas para avanzar, inevitablemente quedan atrás y se convierten en camino hacia el pasado. Una opinión que es más que un kleenex es un obstáculo. Eso es así, o nunca aprenderíamos nada.

“La experiencia tiene que servir para algo” dirán algunos, “haber comido muchas veces un plato te tiene que dar cierto criterio a la hora de juzgar si está bien o no”, y yo me digo que una vaca puede pasar toda su vida comiendo pienso sin acumular ningún tipo de conocimiento acerca de él; como mi vecino se ha pasado la vida gozando de la misma marca de calamares a la romana congelados que le daba para cenar su madre de pequeño, y que hoy, cincuenta años más tarde, no los conoce más que el primer día, ni a ellos, ni a los calamares como especie, ni al fabuloso mundo de los rebozados, y sentencia, mi vecino, sin rubor, que los calamares rebozados caseros que sirven por ahí no valen nada. ¿Tiene razón? Pues probablemente una mezcla de sí y de no, porque tiene sus motivos para pensar cómo piensa, y porque quizá hay sabiduría en poner la felicidad, el placer y la memoria por delante de la razón fría, que la vida son cuatro días. Lo que encuentro verdaderamente apasionante de esta situación es su capacidad de provocar preguntas en mí.

Cuando, de vez en cuando, consigo escaparme del día a día y encontrarme con mi hermana para cenar fuera, la escena siempre termina igual: el camarero explica la carta de postres, Anna pregunta si el flan es casero, él responde orgulloso que sí, que “desde luego”, y ella se decanta por el helado. Para Anna, el flan llamado a reinar por encima de todos los flanes posibles es el Chino Mandarín que venía en sobrecitos azules y que nos hacía tía Margarita cuando éramos pequeñas. La alternativa más cercana a ese sabor de su memoria son la textura fina y el dulzor excesivo de los flanes de supermercado. Los demás no le gustan.

Cada día que pasa estoy más convencida de que un restaurante próspero no es más que un pacto entre comensales y restauradores que comparten las mismas filias y desviaciones. Un baile de enfermos donde cada comensal psicópata puede encontrar una orquesta que toque al son de su misma enfermedad, y bailar. La vida me enseña que la única forma razonable de tomarse una opinión es a la ligera, incluyendo —sobre todo— la propia.

¡A mí me haría inmensamente feliz que en este mundo existieran de verdad las patatas sabor jamón!


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