El estrés de meter la compra en las bolsas en el supermercado

La cinta corre imparable, tus pertenencias van llegando al escáner, lo atraviesan y se van acumulando al final de la rampa. Puedes sentir la densidad del trance de los que esperan en la cola detrás de ti en las sienes y en un momento tú te preguntas si lo que se acaba de desgarrar es la bolsa biodegradable o tu alegría de vivir

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

¡No se equivoquen! El momento de máximo apogeo de un gran chef no es el de la inspiración súbita y divina para la creación de un plato nuevo, ni el instante en el que acerca la nariz a la olla para constatar que la salsa ha quedado maravillosa, ni el atisbar esa lágrima de emoción aflorar en el lacrimal de ese cliente al que ha empujado a revivir una infancia feliz de correteo por prados verdes llenos de amapolas y mariposas. No. Un gran chef brilla de verdad en el momento del pase, cuando su función viene a ser la misma que la de una bisagra de una puerta: distribuir fuerzas, dirimir tensiones y organizar tareas, ser el umbral de dos mundos opuestos donde se encuentran el ritmo y el porte de la sala, con el fuego y la ferocidad de la cocina, aguantando la fricción sin desmoronarse. Chirriando lo menos posible. ¡Y deprisa!

Fuera del Olimpo hay una experiencia terrenal basiquísima que les puede acercar a comprender un poco qué es lo que se siente al vivir la adrenalina y el estrés del pase de cocina en un restaurante en carne propia: meter la compra en las bolsas en el supermercado.

Al súper, todos vamos con la intención de llevarnos lo más y lo mejor a cambio de nuestros dineros, y cada uno tiene su estrategia. Hay quien va con la lista de la compra hecha y premeditada, hay quien va sin lista, y hay quien va de listo a por los dónuts de atrás del todo de la estantería, aquellos acabados de reponer y con la caducidad más tardía. Todo bien.

Como cualquier persona normal, yo invierto en inspeccionar todos los paquetes de galletas minuciosamente, lo que tardaría en hacerme las susodichas en casa, con la obsesión de dar con el paquete en el que parezca que puede haber menos galletas rotas. El paquete con menos abolladuras es el bueno, y encontrarlo me prende en el pecho una pequeña llamita de victoria.

Pasillo arriba, pasillo abajo, en el carro van al fondo y, por un lado, los envases robustos y pesados de detergentes y champús, aprisionando melones y sandías para que no rueden de acá para allá, y por el otro, botellines de salsas o bebidas, latas y yogures, que tienen que ir de pie y con estabilidad para no terminar agitados, que un yogur recién abierto sin su superficie prístina, lisa y sin grietas parece un yogur usado; encima, las bolsas con frutas y verduras, cosas delicadas, pero no tanto. Arriba del todo, como suspendida en un altar, esa bolsita de mezclum cuidadosamente seleccionada donde no parece haber ni una sola hojita mustia, el blíster de barquillos sin una sola miga, y ese paquete de tallarines donde no hay ninguno partido. Con un carro así una llega a la cola de caja envuelta en un halo de triunfo y levitando a dos dedos del suelo. Mientras esperas en fila, de plantón, tu reloj interno se atocina y tu percepción del tiempo se deforma y entra en modo “ser torturado”. En palabras del psicólogo Pau Obiol, del Instituto Superior de Estudios Psicológicos de Barcelona, “cuando estamos percibiendo la situación en la que nos encontramos como totalmente negativa, nuestra atención se dirige al paso del tiempo, a contar los minutos y segundos de espera. Por ello parece que el tiempo transcurre más despacio”. Este combinado de trance se mantiene hasta que llega tu turno, momento en el que despiertas de repente y te pones en marcha.

Los productos más robustos y pesados son los que entrarán primero en la cinta transportadora, con la idea de que lleguen antes que nada para ocupar sus puestos en la parte baja de las bolsas. Después, conforme ellos se van alejando, entrarán a jugar los que no sabes muy bien dónde poner; pero al final de todo, seguro-seguro, irán las cosas delicadas, los barquillos, los palitos de pan, las hojitas de ensalada, esos tallarines perfectos, todo colocado en orden inverso a como tendría que quedar en las bolsas... como si importara.

La cinta corre imparable, tus pertenencias van llegando al escáner, lo atraviesan y se van acumulando al final de la rampa. Puedes sentir la densidad del trance de los que esperan en la cola detrás de ti en las sienes, el piip-piip del lector insiste en meterte prisa y, como no se puede estar a la vez sacando cosas del carro, pagando y metiendo chismes en las bolsas, siempre, de forma inevitable, llega el momento en que todo escapa a tu control y se desata el caos. Los yogures se tumban y de repente te sientes vulnerable.

La indefensión se te acumula en la garganta, los ojos inyectados de impaciencia del resto de clientes se te clavan en la nuca, y el chaval de la gorrita aplasta la ensalada con el lavavajillas y la pasta con el melón, te mira insistente, espera que pagues, termines de embolsar la compra, compres un número de lotería y muestres la tarjeta cliente, todo a la vez en todas partes, mientras por dentro tú te preguntas si lo que se acaba de desgarrar es la bolsa biodegradable o tu alegría de vivir, y si no será por eso que casi se diría que tienes ganas de llorar.

La próxima vez que oigan a un chef quejarse del estrés o la tensión de un servicio de cenas un sábado noche en un restaurante de moda, alcen la ceja y relativicen sus palabras. Ustedes ya saben lo que se siente.

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