Maneras en que los hosteleros te cobran lo que no has pedido
Si el camarero me sirve algo que no he pedido expresamente, lo interpreto como una cortesía de la casa. Si va a cobrármelo, su precio tiene que constar por escrito y tengo que poder no quererlo
Después de tanto tiempo elucubrando sobre experiencias gastronómicas, creo que ha llegado el momento de hablar de dinero en la mesa.
Aquí y ahora, esto se considera de mala educación. Este tabú no se queda en si está o no está feo preguntarle al de al lado cuánto cobra o cuánto paga de alquiler cada mes, sino que abarca cosas como sentir vergüenza de repasar la cuenta minuciosamente por si hubiera algún error, eso de abrir y cerrar la carpetita con el tique muy deprisa y casi sin mirarlo, para que no se diga; o no osar pedir una jarra de agua del grifo, ahora que legalmente tenemos todo el derecho del mundo a hacerlo, para no ser etiquetados de pobres en un mundo en el que ser pobre está mal visto; tragar con el cobro del plato de pan que no se ha pedido, y cuyo precio no constaba en ningún sitio, para no montar un numerito; o sentir pudor de preguntar cuánto vale la ración de pescado del día o la botella que el sumiller nos acaba de recomendar.
No vengo aquí a exorcizar demonios ni a emprender una sesión de terapia colectiva para que juntos superemos nuestros miedos e inseguridades sociales. Sólo faltaría que nosotros tuviéramos que ir al psicólogo para que los hosteleros no tuvieran que molestarse en cumplir con la legalidad vigente.
Vengo a explicar que preocuparse por el dinero es la única opción razonable, sobre todo y especialmente en un restaurante, porque todo en un restaurante es una cuestión de dinero. Si alguien aquí está en desacuerdo con esto, le responderé que si a uno le gusta tener compañía para cenar y no le preocupa el dinero porque tiene de sobra, lo que hace es amueblarse un palacete y organizar cenas de gala y cócteles festivos, no montar un negocio. Un restaurante es una empresa, y una empresa es, por definición, una cuestión de pasta. El restaurante que no se abre para ganar dinero no es un restaurante, es otra cosa, y de esto también podemos hablar largo y tendido, pero lo haremos otro día.
El dinero es importante. Por supuesto que es importante —¡es lo que obtenemos a cambio de nuestro tiempo limitado de vida!—, gestionarlo de forma reflexionada y cautelosa es síntoma de inteligencia, y muchos restaurantes cuentan con el apuro o la vergüenza que nos sigue dando a muchos clientes abordar abiertamente esta cuestión como coartada para morder la mano que los alimenta.
Para que nos entendamos, señor restaurador, esto que hay entre usted y yo tiene poco de personal y todo de intercambio comercial, y este está regulado por ley. Si el camarero me sirve algo que no he pedido expresamente, lo interpreto como una cortesía de la casa, sean unas olivas, una cesta de pan, o un set de servilleta, cuchillo y tenedor; que yo, si quiero olivas y están en la carta, las pediré. Si va a cobrarme el pan, su precio tiene que constar por escrito y tengo que poder no quererlo; servirlo sin petición previa es tan absurdo como hacer lo mismo con un entrecot o un suflé. Si me cobra el cubierto, entonces quiero poder llevármelo a mi casa, o elegir no usarlo y comer con las manos. Es más, no lo cobre nunca: aprenda a hacer escandallos y a imputar su coste repartido entre el resto de la oferta, que yo cuando quiero renovar la cubertería, me voy a Ikea. Eso, o ponga fotos de los cubiertos en su web, y así sabré si me interesan antes de venir. Si le pido una ración de alcachofas para picar, no me sirva y me cobre el doble porque en la mesa seamos dos; me sirve lo que he pedido y yo decidiré cómo lo reparto y si lo comparto. Si veo las siglas SM escritas en la carta, quiero entender que el pescado de hoy es de tal categoría que habría que llamarlo Su Majestad.
En el momento en que yo, como clienta, estoy en mi mesa leyendo ese “Según Mercado”, doy por sentado que usted, señor restaurador, ya ha ido y ha vuelto del mercado y, por lo tanto, sabe perfectamente a qué precio ha comprado el género y por cuánto piensa vendérmelo. Puedo entender que sea un engorro tener que imprimir de nuevo todas las cartas del restaurante cada día para adaptarlas a lo que la lonja ofrezca, me parece estupendo que en ellas mantenga un Según Mercado perenne, fosilizado, pero tengo una propuesta: no hace falta que asista a congresos de gestión y marketing, no pierda su tiempo yendo a charlas sobre cómo generar confianza con el cliente para fidelizarlo, o cómo comunicar la ética y los principios de la empresa. Olvídese de leer artículos sobre qué colores son los más indicados para que el interiorismo del bar transmita los valores de la marca. En cambio, compre un paquetito de hojas en blanco y una cajita de clips o de pinzas pequeñas. A la vuelta del mercado, escriba las sugerencias del día en una de esas hojas, indique en ella nombres, peso y precio por ración, y únalas a las cartas, de modo que el conjunto quede curioso.
Puedo hacer el esfuerzo de imaginar un escenario en el que usted decide cuánto me cobra, espontáneamente, en el momento en el que yo paso por caja, pero gestionar tanto caradurismo de a una me hace ver chiribitas, así que voy a hacer como que eso es imposible que suceda, como que no ha pasado nunca.
Una forma sencilla de hacerme sentir a gusto, cómoda, en su restaurante, sería no forzarme a tener conversaciones incómodas. No insistir, no sé si por desidia, por incompetencia o por mala fe, en prácticas que las organizaciones de consumidores han repetido hasta la saciedad que no son legales.
Esta semana pasada me he encontrado de frente con un par de prácticas de esta calaña y he decidido que, a la próxima, en la carpetita de la cuenta, en vez de dejar la tarjeta de crédito, voy a dejar un papelito que rece “pago SMTLL”: Según Me Toque La Lotería. Así me echo unas risas mientras relleno la hoja de reclamaciones.