Milagro en Casa Salvador, o cómo gracias a Anthony Bourdain sobrevivió el mítico restaurante madrileño
Cinco años después de la muerte del chef, el periodista y cocreador de Gomaespuma Guillermo Fesser cuenta por qué el estadounidense logró que no cerrara la taberna
Ocurrió en Madrid durante el verano de 2010. A principios de aquel inolvidable mes de julio en el que España ganó el Mundial y el país entero sintió la irresistible necesidad de echarse a la calle. Residía yo ya por aquel entonces en un pueblo de EE UU, el de mi mujer, a cien millas de Manhattan, pero habíamos vuelto para disfrutar de las vacaciones en lo que seguíamos considerando nuestra casa. Mi hijo Nico, el mediano, se trajo de paquete regalo a cuatro amigos adolescentes que no paraban de alucinar en nuestras rutas diarias de tapeo y que, además, como en los colegios de Nueva York empezaba ya el soccer a destronar en popularidad al fútbol americano, abrazaron la indescriptible emoción televisiva del gol de Iniesta como si lo hubieran marcado ellos mismos.
Tuvimos la suerte de que el histórico despliegue de banderas y el contagioso entusiasmo colectivo nos pillara justo de lleno y no perdíamos ocasión de celebrarlo. Todo iba bien. La vida, como suele decir mi primo Joselu, el de Connecticut, era pura calidad. Una mañana más, terminamos de desayunar y nos disponíamos a dar un paseo por el centro, la mano ya en el pomo de la puerta… cuando de pronto sonó el teléfono. Cachis. “Un minutín y nos vamos”.
Era Lucy, una productora de Sudáfrica afincada en Barcelona, que llamaba para solicitarme un pequeño favor. “Soy todo oídos”.
“Estoy con un chef de Nueva York que quiere filmar sitios interesantes de Madrid”, me dijo. “Es para un programa del Canal Viajar y necesito que me eches un cable.”
“Sin problema”, repuse yo. “Le doy un pensado y te paso contactos.”
Hecho. Eso es todo, amigos. Menos mal. Levanté el pulgar para indicarles a mis hijos que nos marchábamos a la calle según el plan previsto y me dispuse a colgar cuando, Lucy, con un hilo de voz, remató un comentario a puerta que me pilló con los pies clavados en tierra: “Te va a encantar conocerle”, me dijo. “¿Qué?”. Gol por toda la escuadra.
“No, no, Lucy, espera. Yo te consigo alguien que le acompañe, pero yo no puedo ir”, la corregí a toda prisa. Pero Lucy no estaba dispuesta a rendirse. “No me entiendes, Guillermo. Es que quiere filmar en el mercado y tienes que ser tú. Ya le he dicho al chef que ibas a ser tú.”
“Pero si yo estoy de vacaciones…”, protesté, al parecer sin demasiada convicción.
Lucy tenía sus motivos. Yo formaba parte del puñado de soñadores que a principios de 2003 nos propusimos evitar el cierre y la posible demolición del madrileño Mercado de San Miguel. Siete años y múltiples estragos después, habíamos conseguido que Patrimonio reconociese al edificio como monumento histórico y habíamos creado un modelo económico de supervivencia para los comerciantes que, enseguida, seguirían otros mercados en peligro de extinción. Se conoce que el chef neoyorquino estaba al tanto del fenómeno e intrigado, quería entrevistarme.
“¿Anthony qué?”, le espeté a Lucy cuando dejó caer el nombre del chef para impresionarme.
“B-o-u-r-d-a-i-n”, me deletreó ella el apellido sin ningún éxito puesto que, reconozco ahora con vergüenza, por aquel entonces no me sonaba de nada el nombre de quien llegaría a ser una de las estrellas televisivas más grandes de EE UU; conocido universalmente gracias a su programa de trotamundos para la CNN.
“Gracias. No te vas a arrepentir”, me aseguró la productora.
“Familia”, me volví hacia los rostros que ya se mascullaban que nuestros planes se habían ido derechos al carajo. “Tengo que ver a un chef americano. Dos horitas. Os dais un garbeo por el centro y quedamos a la una en el mercado. ¿Hace?”. “Deal.”
Anthony y yo conectamos nada más conocernos. Su inagotable entusiasmo por aprender encajó de maravilla con mi irresistible pasión por contar historias. Desde el primer minuto de rodaje, mientras recorríamos los puestos detrás de un cámara que andaba marcha atrás como los cangrejos, el chef se volcó en agasajos hacia “el espectacular marisco de Galicia, el pornográficamente delicioso jamón de Extremadura y los excelentes vinos de Rioja”. Después, sentados en un par de taburetes altos, comprobamos que ambos compartíamos la excitación de poder degustar un guiso en el mismo lugar en que te venden los ingredientes para confeccionarlo. Huevos fritos con foie. Pulpo a la brasa. Gloria bendita que, según Bourdain explicó mirando fijamente a los ojos de sus espectadores, se debía a “la innovadora camada de exquisitos chefs que estaban convirtiendo a España en foco de la atención mundial”. Ya te digo.
Terminado el rodaje, le comuniqué a Anthony que había quedado allí con mi familia para tomar unas cervezas y le ofrecí apuntarse. Reconocí a Will Fox, uno de los amigos de Nico entre el gentío y, según me acercaba con Bourdain hacia la barra, noté cómo su mandíbula caía hasta tocar el cemento del suelo. Al tiempo, muchos de los turistas que visitaban ese verano el mercado concentraron también en el chef sus miradas. Entonces se hizo la luz y comprendí que, esa mañana de julio, además de haber tenido el privilegio de conocer a un tipo encantador, me hallaba en presencia de una celebridad mundial. Él no le dio importancia. Nosotros no dijimos nada. Bueno, excepto Will, que se sacó un selfi con él que aún debe de llevar de salvapantallas en el móvil.
Dos cañas más tarde, Anthony me consultó si le podía recomendar alguna taberna con sabor para filmar al día siguiente. “Casa Salvador”, le repuse sin pensármelo dos veces. “Te va a entusiasmar. Aparte del menú, Salvador fue en los años cincuenta el lugar de encuentro entre nuestros matadores de toros y las divas de Hollywood que filmaban películas en España”. Los ojos de Bourdain se iluminaron.
“¿Conoces al chef?”, me preguntó impaciente.
“¿Qué si conozco a Pepe Blázquez?”, formulé una pregunta retórica mientras marcaba en mi móvil el número de ese gentil caballero a cuyo recuerdo, algunos años más tarde, rendiría pleitesía en una novela que titulé Mi Amigo Invisible.
“Pepe puede”, le confirmé a Bourdain minutos más tarde.
“Excelente. ¿Puedes tú?”, me cursó el neoyorquino de vuelta una invitación inesperada.
“¿Yo? Claro. Ya lo creo que puedo”. Gracias, Lucy.
Anthony cayó rendido ante los encantos de Casa Salvador a primera vista. Le encandiló el barrio de Chueca, la fachada de Barbieri 12, el perfil del jefe de sala fumándose altivo un Montecristo a sus puertas, las cabezas de toro atornilladas en sus muros interiores y la presencia de Pepe Blázquez con una olla de arroz con leche recién hecho entre sus manos. Enseguida se sintió atrapado por los romances escondidos tras los retratos en blanco y negro de Ava Gardner y Rita Hayworth y por la memoria enciclopédica de Pepe que, lo mismo nos narraba de corrido una faena del Cordobés, “muy lucido por bajo, ceñido al traje de luces y sin ayuda del estoque”, que nos definía con fino detalle las miradas embobadas de los comensales cuando entraba por derecho Lucía Bosé para encontrarse en secreto con Dominguín. Conversación que fluía ante la cámara salpicada de una pirotecnia de sabores y texturas que no paraban de salir de la cocina: el tradicional rabo de toro, los buñuelos de bacalao, la sardina escabechada... Al chef estadounidense se le saltaban las lágrimas de la emoción. “Mmm. Delicioso. Inmejorable”, exclamaba al borde del éxtasis cada vez que degustaba un nuevo guiso.
Filmábamos en compañía de un generoso vino tinto pero, cada vez que el realizador reclamaba tiempo muerto pronunciando un cut!, Anthony posaba sobre el mantel su copa y se agachaba a recuperar el vaso largo de gin-tonic que lo aguardaba junto a la pata de la mesa. Entonces encendía un cigarrito, pegaba un trago a la ginebra y continuábamos de forma animada la conversación mientras el equipo cambiaba de posición las luces o le retocaba el maquillaje. En una de esas pausas llegó el momento más dramático de la velada. Fue cuando Pepe, con voz ahogada, nos anunció que sentía el excesivo peso de la edad y carecía de fuerzas para seguir tirando del carro.
“Casa Salvador va a tener que cerrar pronto sus puertas”, soltó forzando una mueca.
“Whaaaat?”, Anthony no podía dar crédito. “No, no, no. ¿Cómo es posible?”, insistió con un visible deje de desesperación. “En la ciudad de Nueva York este local tendría una cola de tres kilómetros con gente esperando para pillar mesa”, argumentó mirándome primero a mí, que me encogí de hombros, y luego a Pepe, que le respondió con un prolongado suspiro.
“Tenemos que salvarlo, como al mercado”, volvió a repetirme, esta vez delante de la cámara y sin parecer dispuesto a aceptar ninguna excusa. Aunque se las dimos.
“Existe una línea muy fina entre lo antiguo y lo anticuado”, me atreví a erigirme en portavoz del sonriente tabernero de Baeza; que se pasaba la mano de un lado a otro por el macizo de pelo blanco que coronaba su cabeza, intentando descifrar los aspavientos en inglés del cocinero extranjero.
“Casa Salvador ahora se percibe como algo pasado de moda y a los jóvenes no les mola comer aquí”, traté de explicarle a Bourdain. “Si Pepe pudiese aguantar 5 o 10 años más en la cocina, entonces la taberna pasaría de ser vista como un sitio de viejos a convertirse en un local vintage que atraería poderosamente a las nuevas generaciones”.
“¿No tienes hijos que puedan seguir el negocio?”, se dirigió Anthony a Pepe en busca de soluciones.
“No”, le contestó Blázquez. O sea, hijos sí que tenía: cinco; pero ninguno había mostrado interés en continuar la tradición iniciada por el tío Salvador en 1941. Ninguno parecía dispuesto a cambiar su vida por la esclavitud de un restaurante.
“Pues tenemos que hacer algo, Pepe”, masculló Anthony por lo bajo a su colega español cuando el realizador, al grito de rolling!, nos previno de que seguíamos rodando a los comensales.
La copa de gin-tonic y el cenicero volvieron a descender a las baldosas y se reinició el rodaje. A partir de ahí, Anthony debió de entender su labor como un mantra (“tenemos que hacer algo, Pepe”) y, te lo puedo asegurar, hizo lo indecible por mantenerse a la altura de su promesa.
Madrid, el episodio decimoséptimo de la sexta temporada del programa No Reservations, se emitió en el Canal Viajar de medio mundo el 13 de septiembre de 2010. Al llegar a las secuencias de la casa de comidas madrileña, Anthony comenzó su alocución con denotado entusiasmo: “Casa Salvador es el tipo de taberna que adoro. Detenida en el tiempo, confusa ante los acontecimientos que tienen lugar fuera de sus muros; en su interior, Salvador sigue confiando en aquello que sabe hacer bien y que lleva haciendo bien desde el principio.”
Las imágenes captaban al chef neoyorquino departiendo con Pepe con el genuino entusiasmo del niño que descubre el mar por vez primera. “He estado en muchísimos lugares”, confesaba Anthony a sus espectadores. “Por eso, nada más ver Salvador, ya sé que es el tipo de restaurante en el que voy a comer de maravilla”.
Tres meses más tarde, de vuelta ya con mi familia y devueltos ya los cuatro adolescentes de regalo a sus progenitores en el pueblo neoyorquino, recibí una inesperada llamada de un número desconocido con prefijo de España. Era el día de Navidad y a punto estábamos de sentarnos a la mesa. “Ahora, ¿qué?”, me dije. Me tranquilizó reconocer el impecable timbre de narrador de mi amigo Pepe. El de Baeza no podía ocultar su excitación.
“¿Pasa algo?”, lo interrogué preocupado.
“¿Qué si pasa algo?”, me respondió con unos segundos de pausa que estuvieron a punto de darme un pellizco irreversible. “¡Que Casa Salvador no cierra, Guillermo!”, me espetó al fin antes de estallar en una sonora carcajada.
“¡Qué bueno!”, me contagié enseguida de su tremenda alegría, expectante por conocer cuáles eran los motivos que la ocasionaban.
“Tu amigo, el chef Antonio ese, ha obrado el milagro. No para de llamarnos gente que ha visto el reportaje. De todas partes del mundo nos están haciendo reservas. Tenemos mesas llenas para dos años. Mi hija Ángeles ha decidido hacerse cargo del restaurante. ¡Estamos salvados!”.
El resto es historia. Casa Salvador tuvo la fortuna de recibir el dulce empujón que necesitan las casas de comida para alcanzar con gracia la mayoría de edad y pasar página. Gracias a ello, hoy sus fogones faenan a toda máquina y su nombre aparece como visita obligada en las guías internacionales bajo el epígrafe de “Bullfighting Memorabilia”.
A Pepe Blázquez lo perdimos tristemente en 2014, pero su hija Ángeles se encargó de continuar su legado gastronómico: recetas sencillas para comer bien, sin necesidad de cocinar complicado. Luego, cuando en 2018 se enteró de la temprana desaparición del chef Bourdain, Ángeles decidió rendirle un homenaje al americano. En la pared del piso de arriba, sobre la mesa que ocupara Anthony con su padre la noche de aquella filmación televisiva, mandó colgar la foto del encuentro que cambiaría para siempre el curso de la historia en la taberna.
Yo me enteré hace unos meses. Bajaba por la calle San Marcos y me encontré con el jefe de sala de Salvador en la puerta del local. Nos saludamos. “¿No has visto la foto?”, me dejó caer y, como resultara obvio que no sabía de qué diantres me hablaba, me invitó a subir a verla. Me emocioné doblemente. Primero al contemplarla. Nueve años ya sin Pepe y, este mes de junio, cinco ya sin Bourdain. Luego, volvía a emocionarme por segunda vez al reconocer detrás de mí la voz de Ángeles: “Muchos americanos nos piden que la reserva sea precisamente en esta mesa. Lo han visto en la web y quieren experimentar Salvador en la misma silla en que se sentó un día su ídolo, Anthony Bourdain”.
No me extraña. No es lo normal, pero ocurre. A veces, algunas veces, todo un país llega a añorar profundamente la pérdida de uno de los suyos. Anthony Bourdain era un tipo excepcional y, cinco años después de su definitiva partida, Estados Unidos echa sinceramente de menos a este comunicador irreverente. El milagro obrado en Casa Salvador da muestra de ello; así que, el chef de Nueva York, se ha ganado a pulso y con creces ser el centro de este peregrinaje inesperado.