Por qué no puedo ver series ni películas de restaurantes: fui cocinera
Siempre ha sido un secreto, pero no veo series o películas que vayan de restaurantes. Me bloqueo y me ahogo de angustia solo de pensarlo
Hace unos días vio la luz el tráiler de la segunda temporada de The Bear, la serie de televisión estadounidense que causó sensación el año pasado en el mundo de la gastronomía, y que fue un éxito de crítica y público por retratar como ninguna otra el ambiente en las cocinas de la restauración de élite. La tendrán de vuelta en sus pantallas a mediados de junio.
Yo no he visto ni un capítulo. Tampoco he pasado de los diez minutos iniciales de Boiling Point (2021), la joya cinematográfica británica rodada en un único plano secuencia que muestra el ambiente de un restaurante en una de las noches más concurridas del año. Amigos y compañeros de oficio me avisan por WhatsApp a cada nueva serie o película gastro que se estrena, a cada nuevo documental en Netflix, me dicen: “Tienes que verlo, Maria. ¡Es buenísimo! ¡Va de lo tuyo!”. Y yo, al ver la carátula pasar en el carrusel de recomendaciones de la plataforma de turno, me mareo. Ellos no lo saben, siempre ha sido un secreto, pero no he visto nunca una sola serie, ni una sola película, que vaya de restaurantes. Me bloqueo y me ahogo de angustia solo de pensarlo. Me asusta, de hecho, el mero hecho de pensar en hurgar ahí a ver que sale. No sé qué me pasa.
Leo reseñas, impresiones y comentarios de periodistas y profesionales de ámbitos diversos que sigo en redes, porque su campo de trabajo orbita en torno a o toca tangencialmente el mundo de la restauración y lo que digan me interesa, y a sus “el retrato perfecto del oficio”, “¡Qué realismo!”, yo ahogo un grito que salta como un perro de presa desde lo más hondo de mi garganta de “¡Y tú qué c*** sabes! ¿Acaso estabas allí?”, que está fuera de lugar, preñado de una agresividad que me asusta, que no sé de dónde viene; y callo, aturdida; atorada. Hay algo ahí debajo en carne viva, y tengo miedo de mirar. Hace apenas dos meses abandoné el mundo de la cocina profesional. Hasta ese momento, y desde los 14 años, no trabajé como cocinera: fui cocinera. Aguántenme, por favor, ese fui con una pinza de tender en una esquina de la mente. Algunas mañanas, desde hace algún tiempo, me he sorprendido mirándome al espejo, a los ojos, con las manos apoyadas en el mármol de la pila, sintiendo, susurrándome a mí misma que he vuelto a casa, que he vuelto sana y salva. Esta sensación me perturba. ¿De qué he vuelto y adónde me había ido?
Como diría la escritora Natza Farré, tengo algunas certezas y muchas dudas, contradicciones del tamaño de elefantes pateándome el pecho, y lagunas mentales que abarcan años enteros. He sido feliz estas más de dos décadas. Mucho. Nunca, ni siquiera uno solo de los días que pasé, en mis inicios, dejándome las manos en carne viva y las lumbares torcidas fregando cacharros durante meses, me arrepentí de haber elegido este oficio, sino más bien todo lo contrario. Nunca me quejé de su dureza. A los que dicen que la hostelería es un oficio muy sacrificado, siempre les he contestado que algunos de los que estamos en ella hemos podido escoger, que lo jodido en la vida es no poder elegir. Y yo no solo lo elegí, sino que me he sentido siempre orgullosa en extremo de ejercerlo. Y encuentro esto extraño. ¿Qué es un trabajo, sino solo un trabajo? ¿Por qué alguien debería sentirse orgulloso de hacer un trabajo en concreto más que de hacer cualquier otro?
He defendido a capa y espada lo que hago más de lo que me he defendido a mí misma, esto sí lo sé. Cuando algún amigo de confianza en algún momento de mi vida me ha agarrado por los hombros y me ha dicho “déjalo. No vuelvas. No vayas. No tienes por qué” al verme salir corriendo de una tienda y romper a llorar en medio de la calle al visualizar la vuelta al trabajo al día siguiente, me he sorbido los mocos, he parado en seco y le he espetado, altiva, un no rotundo. Un “tú no lo entiendes” inflamado de una violencia y una arrogancia que no puedo explicar. Lo observo desde la distancia y me siento enferma.
¡Me lo he pasado muy bien! Esa es una verdad incuestionable. He sido adicta al vértigo y a las palpitaciones previos a un servicio, a notar la musculatura prieta como la de un caballo antes de saltar,a la descarga de adrenalina que sigue al sentir el golpe en el costado y el aflojarse violento de las riendas; a galopar al son de primero la partida, después la vida. Lo veo ahora, con cierta distancia, y me da vergüenza.
En los últimos años, a medida que me he ido alejando de esa gastronomía para ir adentrándome en otra, he tenido que aprender a comer, por ejemplo. Qué tonta. Se me había olvidado que era importante. Con el tiempo me voy dando cuenta de muchas cosas, de detalles. Esa noche de sábado de hace ocho años en la que me asaltaron los vómitos en medio del pase, siendo jefa de cocina en un restaurante de moda, y que me desmayé. El médico de urgencias me preguntó qué había cenado, por si había sufrido algún tipo de intoxicación. No pude recordar la última vez que había comido, a lo largo de semanas no había hecho nada más que picotear. Pesaba 41 kilos. Sentarse a comer, sentía, es la clase de capricho al que sucumben los débiles; hay demasiado trabajo que hacer. Y lo cierto es que a mí nunca nadie me ha prohibido, ni por activa, ni por pasiva, sentarme a comer. Yo lo hice. Yo me lo prohibí.
“Eres una máquina, Maria”, me decían a menudo mis jefes y mis compañeros. Me esforcé al máximo en estar a la altura del piropo, conseguirlo me satisfacía, y es cierto que he sido una máquina en lo mío. Me traté como a una máquina. Durante años hice caso omiso a las necesidades más básicas de mi cuerpo y concebí todo lo que tuviera que ver con la humanidad como una debilidad. Dormir, comer, beber o sentarse era de cobardes. A diferencia de muchos de mis compañeros, por algún motivo siempre me mantuve alejada de drogas y alcohol, pero café y tabaco, con su efecto adormecedor del apetito, se convirtieron en mis mejores amigos.
Hoy tengo que prestar atención en casa a no cronometrarme mientras limpio un pollo o un filete, a no aguantar las ganas de ir al baño, a no cubrirme las heridas con cinta americana, o a no prescindir de los guantes al fregar, aunque ponérmelos signifique perder tres minutos. Tengo que vigilar de no olvidarme de comer, y de darme permiso para pedir hora al médico, aunque eso signifique perder un par de horas; o para sentarme, aunque no crea merecerlo. Tengo que recordarme que lo que hago ahora también es trabajo digno, y también cansa, aunque no duela.
Sé que estoy estropeada. Sé, también, que al comprar el discurso de la épica del sufrimiento que envuelve cierta gastronomía, en su día, lo hice en parte por orgullo, y también por huir hacia algún sitio adelante y arriba, lejos de donde estaba entonces. Abandoné mi identidad, la identidad de Maria con 14 años, la posible identidad de Maria-que-trabaja, y adopté otra, la de Maria cocinera. Durante mucho tiempo no trabajé por amor al oficio ni por amor a la cocina. Trabajé por el orgullo de pertenecer a esa suerte de clase superior de héroes y mártires de la cocina, que no se dedican a salvar vidas en quirófanos, ni a litigar casos graves de derechos civiles, ni a hacer de escudos humanos, ni a suministrar ayuda humanitaria en conflictos bélicos, ni a participar en conflictos armados siquiera, pese al poco pudor con el que manejan léxico, usos, modos, intensidad y tensión dramática militar.
Fui esa cocinera. Ya no lo soy. Vuelvo, poco a poco, a ser Maria.