El síndrome del Jamaicón y cómo curarlo
La añoranza a los sabores del lugar de origen pueden sanarse, como la autora de la novela ‘Ceniza en la boca’, que encuentra consuelo en Bonbini, un local de arepas en el madrileño mercado de Prosperidad
Mi madre, siempre rebelde, poco dada a los trabajos domésticos y renegada de todo aquello que la hiciera sentirse una persona rutinaria, me dijo desde muy pequeña que tuviera muy claro que tanto ella, como yo, teníamos otras cosas por hacer que estar en la cocina. Por lo tanto, no tengo raíces culinarias, ni recetas de la abuela, ni recuerdo el “clásico” platillo de navidades, ni nada. Así que no tengo bagaje para transmitir de generación en generación hasta el fin de los tiempos, porque además, ¿a quién engaño? En mi día a día, soy fiel al robot alemán que desde hace ocho años me ha permitido adaptarme a las recetas españolas y además, para decirlo clara-mente, he usado los comedores escolares para mis hijas.
Mucho me temo que quizá conmigo mueran las pocas cosas que fui aprendiendo en el camino y de forma autodidacta: un arroz con leche que no es ni mexicano ni español, sino mío, receta propia por experimentación y unos tamales que preparo muy esporádicamente con el robot alemán y la olla eléctrica de cocción lenta que llevan hoja de plátano que se exporta desde Venezuela y harina de maíz que existe en Madrid gracias a la comunidad colombiana. Atrás queda lo que alguna vez vi con mis tías que hacían los tamales a mano mientras le cantaban al maíz para que estos salieran esponjosos. Yo no, los 40 minutos sacados de una receta de internet y punto pelota: a comer. Sin rituales. Soy, lo que dirían los sociológos, una hija de la urbanización, sin pasado, ataviada de tecnología y una vergüenza para mis dos abuelas muertas.
Pero, como toda persona que no vive en su lugar de origen, sé que la comida, el sazón, la peculiaridad de los ingredientes, la forma de cocinarse y el tiempo, son una especie de memoria colectiva que vamos buscando de vez en cuando para paliar la nostalgia de lo que una vez fuimos y no queremos perder. En el caso específico de México, a esta sensación de querer regresar a casa, de estar incómodos, de extrañar, de no adaptación, lo conocemos como el síndrome del Jamaicón en alusión al jugador de fútbol José Jamaicón Villegas, que en el Mundial de Suecia de 1958, expresó al director técnico de la entonces selección mexicana que no quería cenar porque lo que él quería eran “sus chalupas, unos buenos sopes y no esas porquerías que ni de México son”. Porque la comida que nos remite a la infancia suele traer con cada bocado una oleada de recuerdos que complementan la experiencia en donde la comida no es solo comida, sino la promesa de un recuerdo vívido.
Yo pensaba que esto del síndrome del Jamaicón lo tenía dominado porque la comida mexicana en las casas que he habitado en España ha estado ausente, especialmente en los primeros años fuera de México, ya que el precio de los insumos estaba por encima de mis posibilidades económicas y aunque después, con el paso del tiempo me he adaptado a lo que encuentro en Madrid, —que es mucho y muy variado—, ya sé que las tortillas de maíz no serán nixtamalizadas, pero que por lo menos, serán de maíz. Y que no habrá salsas tatemadas, pero que las latas de salsas verdes pueden ayudar a paliar algún antojo.
Sin embargo, de vez en cuando vuelve y se calma cuando visito Bonbini, un restaurante donde hacen unas arepas venezolanas que venden dentro del mercado del barrio de Prosperidad a las que soy fiel: maíz blanco recién sacado de la parrilla que se rellena de una carne de ternera deshilachada y cocida en un sofrito casero que desde la primera vez que las probé me remitieron a esa madre poco dada a la cocina, pero que cuando se lo proponía nos hacía un símil de este platillo que yo devoraba como devoro ahora esas arepas que al menos una vez al mes busco porque no tengo raíces culinarias para transmitir, lo sé, pero sí que me empeño en crear en el presente junto a mis hijas a quienes les digo que ese sazón, único y peculiar me recuerdan a casa, a ese estar y no estar, a ese querer quedarse para mejor irse porque no hay nada más prometedor que el futuro. Y eso hacemos: Mis hijas, yo, la señora que nos atiende y cocina, sus colegas que la acompañan y que nos ofrecen algo de lo que fue su hogar, para mantener el que tenemos ahora. Somos ahora y estamos creando memoria, somos rizomas que, por un lado, echamos ramas aéreas que nos mueve de lugar y por el otro lado raíces que se construyen día a día con aquello que nos configuró: la comida como rizoma, sí.