Las plantas en las obras de arte: un personaje más que se expresa con un lenguaje distinto
La querencia por pintar o esculpir una hierba o un gran árbol depende no solo de la época, sino también del artista. Muchas veces es fruto de añadir una realidad a las personas que están allí retratas, otras, completan el discurso del creador y amplifica su mensaje
Hay muchas razones por las que un artista decide incluir una planta en su obra. Da igual la materia con la que exprese su arte. Puede ser un cuadro pintado al temple, al óleo o una acuarela. Quizás el medio elegido sea la escultura, y en vez de añadir y sumar capas —como se hace en una pintura— tenga que desbastar y quitar esas capas hasta lograr visibilizar lo que tiene encerrado en su mente. Los artistas contemporáneos también recurren a la botánica, aunque normalmente con menos pretensiones de utilizar las hojas y flores para contar una historia, y no de forma tan abundante como se hacía en...
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Hay muchas razones por las que un artista decide incluir una planta en su obra. Da igual la materia con la que exprese su arte. Puede ser un cuadro pintado al temple, al óleo o una acuarela. Quizás el medio elegido sea la escultura, y en vez de añadir y sumar capas —como se hace en una pintura— tenga que desbastar y quitar esas capas hasta lograr visibilizar lo que tiene encerrado en su mente. Los artistas contemporáneos también recurren a la botánica, aunque normalmente con menos pretensiones de utilizar las hojas y flores para contar una historia, y no de forma tan abundante como se hacía en el pasado. Claro está, siempre habrá excepciones, y hay creadores para los que la naturaleza y las plantas son el motivo dominante en sus obras de arte.
La querencia por pintar o esculpir una hierba o un gran árbol depende no solo de las épocas, sino también de la persona. En la pintura neerlandesa antigua —los también denominados primitivos flamencos— se alcanzó un grado de realismo sobrecogedor, y muchas plantas representadas en aquellas obras podrían estar a la altura de las pintadas por los ilustradores botánicos de siglos posteriores. El detallismo con el que Robert Campin (ca. 1375 – 1444) retrató sus plantas lleva a pensar en algo más que en arte o en botánica: también en el amor por realizar bien su oficio, en alcanzar las cotas más elevadas para captar la fugacidad de una floración o la brotación de una nueva hoja de violeta (Viola odorata). Cuando se observan detenidamente alguna de las azucenas (Lilium candidum) o de los lirios de los valles (Convallaria majalis) pintados por Jan van Eyck (ca. 1390 – 1441) casi se puede saber el tiempo que cada flor lleva abierta por la gran delicadeza y precisión empleada en sus pinceladas.
Otros artistas de la región recogerían el testigo en siglos posteriores, como Joachim Patinir (ca. 1480 – 1524) o Jan Brueghel el Viejo (1568 – 1625). Este último pintor barroco llevó el arte botánico a un extremo nunca visto al incluir en sus complejas composiciones con flores docenas y docenas de especies y cultivares distintos, pintando en cada una todos los rasgos anatómicos correctos y concretos. Tal era su pasión por las plantas que no era raro que abandonara su taller en Amberes para viajar a otros lugares, como Bruselas, para retratar flores distintas a las que podía encontrar en los jardines amberinos.
Cuando se observa una obra de arte en la que se han incluido plantas, se debe reflexionar el porqué de aquellas en ese lugar. En muchas ocasiones, simplemente será fruto de añadir una realidad, un escenario, a los personajes que están allí pintados, como ocurre con los paisajes de fondo. Pero hay una infinidad de obras en las que la planta está completando el discurso del artista, y amplifica el mensaje que se quiere transmitir. Nadie pensaría que la rosa que sujeta María Tudor, reina de Inglaterra, en el superbo retrato realizado por Antonio Moro en 1554 fuera consecuencia de un apetito pasajero de ella o del artista. En el retrato de corte, donde todo está medido y acotado, esa botánica también relata y cuenta. En este caso, se trata ni más ni menos que de la rosa roja de Lancaster, la flor de su casa nobiliaria; un atributo que la acredita, al igual que una corona o un cetro, como la heredera del trono, como la orgullosa continuadora de su estirpe.
Como este último caso hay muchos, ya que este uso incesante de flores en las manos de los retratados, o cercanas a ellos, es algo muy frecuente en la historia del arte, y denota el nexo ancestral del ser humano con las plantas y la simbología que se les asocia. Por supuesto, mucha de esta carga simbólica está asociada con la religión, y en este tipo de obras la botánica adquiere también una importancia capital.
La fresa (Fragaria vesca), por ejemplo, es una de las especies más utilizadas por los artistas como complemento al mensaje divino de la obra. Con una polisemia evidente, su fruto rojo apela a la sangre vertida por Cristo en la cruz, pero sus hojas trifoliadas la enlazan con la Santísima Trinidad, sus flores blancas a la virginidad de María o su pequeño tamaño a la humildad de la madre de Cristo, entre otros significados. Pero también lleva aparejada otra rica simbología unida al mundo pagano, por lo que mucha de la importancia de estas plantas ya viene de antiguo, del mundo clásico. Allí ya eran consideradas especies importantes en sus rituales y en sus jardines, como le ocurre a la ubicua chirivita (Bellis perennis), una margarita que aparece ornando y aportando su simbología en obras desde, al menos, el tiempo de los babilonios. El granado (Punica granatum) es otra de esas especies que se podrían poner como modelo de universalidad, porque recorre las obras de arte de todos los periodos y de prácticamente cualquier civilización, tanto asiática como europea. Este árbol se ha pintado y esculpido desde Japón hasta la India, y su presencia llega a ser casi tan imprescindible en obras renacentistas italianas como plantado en los jardines mediterráneos.
Las plantas nos cuentan muchas historias, desde las políticas o nobiliarias, desde las históricas hasta las económicas o de las conquistas de nuevos territorios, pasando por las costumbristas y de la sociedad del momento. Todo tiene cabida en una flor o en unas hojas, desde la simbología mitológica hasta la religiosa, y de cualquier religión. Las plantas son un personaje más de estas obras, que se expresan con un lenguaje distinto, pero no tan diferente al gesto de una mirada o de unas manos. Solo hay que aprenderlo y dejarse enamorar por ellas, aunque parezcan solo unos pocos trazos coloridos sobre una tela colgada en un museo.