El monstruo de la yihad ya habitaba entre nosotros
La actividad de las células salafistas dejó, desde finales de los años noventa, multitud de señales de que España era objetivo, que fueron vistas con escepticismo
Hace veinte años casi nadie creía en España en la amenaza yihadista. Un monstruo de mil cabezas que se desarrolló durante los años ochenta y noventa del siglo pasado, con efervescente actividad, y creció como una hidra ante la ceguera y pasividad de los servicios secretos y la policía. Una amenaza que los gobiernos, la judicatura y toda la clase política observaron de perfil, con escepticismo y absoluta indiferencia.
El salafismo estaba entre nosotros mucho antes del 11-M. Sus actores paseab...
Hace veinte años casi nadie creía en España en la amenaza yihadista. Un monstruo de mil cabezas que se desarrolló durante los años ochenta y noventa del siglo pasado, con efervescente actividad, y creció como una hidra ante la ceguera y pasividad de los servicios secretos y la policía. Una amenaza que los gobiernos, la judicatura y toda la clase política observaron de perfil, con escepticismo y absoluta indiferencia.
El salafismo estaba entre nosotros mucho antes del 11-M. Sus actores paseaban por las calles españolas y se reunían en carnicerías, locutorios y en algunas mezquitas. Algunos fueron infravalorados y alcanzaron la cúspide del horror. De la semilla que sembraron con paciencia nacieron las bases que provocaron un cambio trascendental de su estrategia: pasar del silencioso y consentido proselitismo y financiación en territorio español al sueño de protagonizar un atentado.
Antes del 11-M llegaron múltiples e inquietantes señales del peligro. Algunas por escrito y sin atajos. Indicios que advertían de los planes de convertir a España de retaguardia en vanguardia de la yihad. Las cartas fechadas en 2001 de Mohamed Achraf, un argelino preso en la cárcel de Topas (Salamanca), a uno de sus acólitos son elocuentes: “Huelo que la yihad está cerca. Tengo buenas noticias. Hemos formado un grupo de buenos hermanos que están dispuestos a morir en cualquier momento por la causa de Dios. Solo hace falta que salgan y nosotros también. Hombres tenemos, armas también y tú estarás con nosotros”. Él soñaba con inmolarse al volante de un camión bomba contra el edificio de la Audiencia Nacional, en Madrid, para destruir los expedientes de sus compañeros detenidos. Entonces, en los archivos policiales descansaban otras cartas, soflamas e intervenciones telefónicas con amenazas parecidas.
España se había convertido en el “anillo final”, como lo denominaron varios de los salafistas detenidos en Italia que preparaban allí un atentado. “No necesito a un ejército. Solo dos personas con cerebro, entrenadas y con nada que perder. Ellas extenderán el gas y dirán adiós. Dios está con nosotros”, explicó el tunecino Sami Ben Khemais, alias Saber, a sus “hermanos” en una conversación telefónica tras viajar a Alicante y regresar a Milán. Tanta actividad y tan inquietante que el 3 de marzo de 2002, dos años antes del atentado del 11-M, EL PAÍS abrió su edición con el siguiente titular: “Al Qaeda convirtió a España en la base principal de su red en Europa”.
Muchos años antes de estas misivas y amenazas, en España la yihad había dejado ya una huella de 18 cadáveres en el primer ataque de estas características en Europa. El atentado de El Descanso en 1985 fue la primera gran señal. Observar el extraordinario parecido entre el retrato robot que hizo la policía con los testimonios de los supervivientes y la fotografía de Mustafá Setmarian, Abu Musab al Asuri, un sirio español casado con una madrileña, produce escalofríos. El hombre del bigote que se tomó una cerveza en la barra del restaurante y dejó una mochila en el suelo, y el atractivo pelirrojo del retrato son como dos gotas de agua.
A finales de los noventa, este hombre en apariencia inofensivo había pasado de su puesto de vendedor en el Rastro madrileño a dirigir campos de entrenamiento en Afganistán. Llegó a la dirección de Al Qaeda y dio clases en Kabul a muyahidin en las que explicaba cómo secuestrar un avión y lanzarlo contra un objetivo. Amigo del mulá Omar, trabajó para el Gobierno talibán. Mientras él formaba combatientes para la yihad, su esposa, Elena, daba a luz en Islamabad. Tras el 11-S en 2001, recibió de Osama Bin Laden en las montañas de Tora Bora (Afganistán) el encargo de organizar la nueva yihad: la guerra química y bacteriológica. Los lobos solitarios que protagonizan ataques en todo el mundo, la denominada yihad individual, son su gran legado.
Las despedidas en el aeropuerto de Madrid-Barajas a los Soldados de Alá que viajaban a Afganistán, Bosnia o Chechenia para unirse a la yihad fueron en los años noventa más que un síntoma. Los que regresaban heridos se recuperaban a su regreso en hospitales de la Seguridad Social sin ser detectados. Nadie preguntaba por ellos. Actividades organizadas por Imad Eddin Barakat, Abu Dahdad, otro sirio español discípulo de Setmarian, cuya célula cayó tras el 11-S y cumplió una condena de 12 años por colaboración con Al Qaeda. Un personaje capital para entender el crecimiento de la hidra yihadista en España. Un sirio en apariencia irrelevante que vendía camisetas en el barrio madrileño de Lavapiés y al mismo tiempo se codeaba en Londres con el clérigo Abu Qutada, el icono de los autores del 11-S, el epicentro del salafismo en Europa.
Amer El Azizzi, un marroquí vinculado a los autores del 11-M, es otro ejemplo del nivel en la escala del terror que alcanzaron algunos personajes en España. Pasó de residir con su mujer española en una casa sin ascensor junto a la madrileña Plaza de Toros de las Ventas, a ser la sombra de Hamza Rabia, jefe de operaciones exteriores de Al Qaeda. Murió víctima de un dron (avión no tripulado) en 2010 en las montañas de Waziristán (Pakistán). Su mujer Raquel Burgos y sus hijos siguen ligados a la organización.
El argelino Alekema Lamari, Yasin, que se suicidó con el resto de la célula del 11-M en el piso de Leganés (Madrid), tenía un largo historial de actividades yihadistas y estancias en prisión. Era un radical obsesionado por su pureza y virginidad, con abundante literatura en informes confidenciales del CNI y la Policía. En sus estancias en prisión dejó un reguero de odio similar al de su paisano Achraf, el hombre que soñaba con morir sepultado por los archivos de la Audiencia Nacional. Más discreto, pero igual de radicalizado, estaba Jamal Zugam, uno de los autores materiales de la matanza, viejo conocido de la policía francesa y española.
Estos cinco personajes, a los que la policía y los servicios secretos minusvaloraron, son una breve muestra del monstruo que no fue detectado. Salafistas que camparon a sus anchas y crearon la red y el clima necesarios para el éxito del ataque.
La conexión con el 11-S de Nueva York
Las señales de amenaza llegaron, también, desde la cúspide del yihadismo mundial. El egipcio Mohamed Atta, el jefe del comando que ejecutó el 11-S, había viajado en julio de 2001 a Tarragona para entrevistarse con su compañero de apartamento en Hamburgo (Alemania) Ramzi Binalshibh y comunicarle los objetivos. En España contaban con una red de colaboradores que facilitaron pasaportes falsos y un lugar seguro para el encuentro. Un territorio tan blindado que el yemení Binalshibh, probablemente el único hombre en Europa que sabía la fecha y objetivo del ataque, voló a Madrid el 5 de septiembre. Durmió en una pensión de la Gran Vía y viajó el día 7 hacia Afganistán, adonde llegó poco antes de que cayeran las Torres Gemelas. Tras el ataque que conmocionó al mundo, el nombre y apellidos de Barakat, el sirio español que enviaba muyahidines a los campos de Al Qaeda, apareció en una agenda en el piso de Atta en Alemania. De los restos de su célula, desarticulada en Madrid semanas después del 11-S en 2001, nació el grupo que tres años después protagonizó el 11-M.
Y de las señales se pasó a la acción y al señalamiento de España como objetivo. En mayo de 2003, la Casa de España en Casablanca (Marruecos) sufrió un atentado yihadista con víctimas mortales en una oleada de ataques suicidas. Cinco meses después, Bin Laden, en un mensaje de 16 minutos y con su retórica incendiaria, puso a España en la diana de sus países enemigos por el apoyo del Gobierno a la guerra de Irak.
Demasiadas llamadas de atención durante demasiados años que ni la policía, ni la Guardia Civil ni el Centro Nacional de Inteligencia, con minúsculos equipos y medios, valoraron con la importancia debida.