Un tsunami llamado García-Castellón
El juez de la Audiencia Nacional se ha convertido en una pesadilla constante para el Gobierno
Nació en Valladolid hace 71 años. Su padre fue un ingeniero agrónomo que lo educó de manera estricta. Suele contar que la primera vez que comió en un restaurante fue a los 25 años, para celebrar que había sacado las oposiciones a juez. Desde entonces hasta ahora, y salvo un periodo de 17 años en los que ejerció de magistrado de enlace en París y Roma, Manuel García-Castellón no ha hecho otra cosa en su vida profesional que ser juez de instr...
Nació en Valladolid hace 71 años. Su padre fue un ingeniero agrónomo que lo educó de manera estricta. Suele contar que la primera vez que comió en un restaurante fue a los 25 años, para celebrar que había sacado las oposiciones a juez. Desde entonces hasta ahora, y salvo un periodo de 17 años en los que ejerció de magistrado de enlace en París y Roma, Manuel García-Castellón no ha hecho otra cosa en su vida profesional que ser juez de instrucción. Dice que lo que más le gusta es investigar los delitos cuando se acaban de producir, junto a fiscales y policías. A su edad y con su trayectoria, lo más lógico es que hubiese ascendido en la carrera judicial o que, como otros muchos magistrados, hubiera cambiado la toga de juez por la de abogado de un prestigioso bufete. Pero, a ocho meses de su jubilación, sigue al frente del Juzgado de Instrucción Número 6 de la Audiencia Nacional. Tal vez porque, como afirma que dijo Napoleón, “el juez de instrucción es el hombre más poderoso de Francia”.
La cita no está mal traída: García-Castellón se ha convertido en una pesadilla constante para el Gobierno. Sus decisiones relativas a los CDR [los grupos autodenominados Comités de Defensa de la República], a Tsunami Democràtic y al expresident de la Generalitat Carles Puigdemont, a quien acaba de atribuir un presunto delito de terrorismo, pudieran parecer movimientos de ajedrez muy meditados en el tiempo y en la forma, más enfocados a evitar que Pedro Sánchez gane la partida de la amnistía —y con ella, la de su permanencia en La Moncloa— que la de conseguir que el prófugo de Waterloo acabe entre rejas.
¿Desde cuándo existen las sospechas sobre las decisiones de García-Castellón? Prácticamente, desde el principio, o lo que es lo mismo, desde que en 2017 decidió regresar de Roma, donde llevaba una vida apacible como juez de enlace entre España e Italia —además de un notable sueldo de expatriado—, para volver a hacerse cargo del que había sido su puesto en la Audiencia Nacional. ¿Cuál fue el motivo para querer regresar a un juzgado que, en palabras de Eloy Velasco, el juez que lo había llevado en los últimos años, era en aquel momento un lugar donde reinaban “las sectas” y las “maniobras oscuras”? Hay dos versiones. La primera, según una fuente de la propia Audiencia Nacional, es que una voz desde Génova —la calle de Madrid a la que se asoma el despacho del juez y también la sede central del Partido Popular (PP)— le dio el siguiente mensaje:
—Deja la Vespa en Roma [García-Castellón es un gran aficionado a las motos] y ven a meterte en el fango…
Lo de fango se quedaba corto. El Juzgado Número 6 era un auténtico polvorín, no tanto por el mal ambiente de trabajo que denunciaba el juez Velasco, sino por la entidad de las causas que allí se instruían. En las escuchas telefónicas de una de ellas —el caso Lezo, que investigaba la corrupción del PP en la Comunidad de Madrid— se grabó una conversación entre el exministro Eduardo Zaplana y el exvicepresidente madrileño Ignacio González que dejaba al descubierto una supuesta maniobra para situar en puestos clave de la maquinaria judicial a determinados fiscales y jueces afines a la derecha política. Se hablaba de situar a Manuel Moix al frente de la Fiscalía Anticorrupción —cosa que sucedió unos meses más tarde—y también de sacar de la Audiencia Nacional al juez Eloy Velasco para colocar en su lugar a “ese juez que está ahora en Roma…”. García-Castellón regresó a la Audiencia Nacional en la primavera de 2017, con los 64 años ya cumplidos.
La segunda versión es la del propio juez. García-Castellón ha contado en su entorno personal y profesional que la razón es mucho más simple. Llevaba 17 años trabajando fuera de España y hacía tiempo que quería regresar. Su intención era terminar su carrera ejerciendo una vocación que, según cuenta, le nació a los 17 años mientras leía las novelas de George Simenon que tenían como protagonista al comisario Maigret. En 1978, cuando ya ejercía de juez en Markina y en Durango (Bizkaia), o en 1980 en Azpeitia (Gipuzkoa), se percató de que su trabajo allí apenas podía ir más allá de levantar los cadáveres que sembraba ETA, y decidió optar a un juzgado de instrucción de la Audiencia Nacional. Llegó en 1993, en sustitución de Baltasar Garzón, y solo dos años después ordenó la detención del por entonces intocable banquero Mario Conde. En el año 2000 se marcha a Francia como juez de enlace y, tras 12 años en París y otros 5 en Roma ―nombrado primero por el Gobierno del PP y luego mantenido por el PSOE―, decidió volver a su puesto en Madrid cuando, en 2017, el juez Eloy Velasco pidió irse a la Sala de Apelación de la Audiencia Nacional.
Una vez de regreso, García-Castellón no creyó oportuno abstenerse en las causas que tenían que ver con la Operación Lezo, o con la Púnica, con aquellos encausados —Zaplana, González—que habían confabulado para que volviera de Roma. García-Castellón no lo hizo. Alegó que ni conocía a los dirigentes del PP antes de llegar a España ni tampoco estaba al tanto de las causas judiciales en que estaban inmersos. A cuenta de aquello le llegó a comentar a un amigo: “¡Solo faltaba! ¿Por qué me iba a abstener? Qué cosa más absurda. Da pena que, después de 46 años trabajando para esclarecer asesinatos, traer de Francia a 270 etarras, intentando ayudar a la gente, se intente empañar una carrera de esta forma”.
Si se traza una línea de puntos con las decisiones más polémicas de García-Castellón, no parece tan descabellado que surja la duda, incluso la sospecha, de que el juez, sobre todo en los últimos tiempos, pudiera estar intentando influir en la política nacional desde su juzgado en la Audiencia Nacional. Su negativa a procesar a Dolores de Cospedal pese a los intentos de la Fiscalía Anticorrupción. El cambio de opinión con respecto a Esperanza Aguirre, de quien llegó a decir en un auto que estaba en la cúspide de las tres organizaciones que se habían financiado ilegalmente —PP, Gobierno de la Comunidad de Madrid y Fundescam—, y a la que luego no llegó a imputar mientras sus principales peones de brega —los vicepresidentes Ignacio González y Francisco Granados— terminaron en el banquillo. El largo intento de imputación de Pablo Iglesias por un supuesto delito de revelación de secretos, acusándolo de filtrar un chat de su asesora Dina Bousselham, que quedó en nada… La duda de por qué ha tardado cuatro años en implicar a Puigdemont en el caso Tsunami Democràtic… ¿Lo habría hecho si el Gobierno de Sánchez no estuviera intentando a la desesperada una amnistía a la medida de las necesidades del expresident fugado?
García-Castellón está convencido de que todas esas decisiones se tildan de polémicas, o incluso de sospechosas, porque se ven desde una óptica política y no judicial. Dice que la inmensa mayoría de sus actuaciones han sido respaldadas por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional y, en las últimas horas, por la junta de fiscales del Supremo, que ha apreciado indicios de terrorismo para imputar a Puigdemont. No han contribuido a disipar las brumas unas recientes declaraciones suyas en Ourense, donde al principio evitó hablar de la amnistía, pero luego recurrió a la ironía para decir: “Yo únicamente como ciudadano puedo decir dos cosas. Uno, que en la Constitución tampoco está prohibida la esclavitud y, sin embargo, no es posible. Y no está prohibida expresamente. Y dos. Bien, estos señores han dicho si en cuanto puedan van a volver a repetirlo, por lo tanto, ¿será esta amnistía la primera de muchas otras después?”.
En aquel lejano año de 1993 en que García-Castellón llegó a la Audiencia Nacional, aún se estilaban los jueces estrella, aquellos que parecían intocables, jóvenes, bien trajeados, capaces de viajar por la mañana a Galicia para desarticular un clan de la droga e interrogar la madrugada siguiente a un terrorista de ETA recién detenido por la Guardia Civil. El juez que habita en las pesadillas de Sánchez y Puigdemont no tiene ese perfil. Pese a su notoriedad en los mentideros políticos y periodísticos, aún disfruta de cierto anonimato. Hace unos días, en un restaurante próximo a su despacho, lo escucharon zanjar, como quien da un manotazo a una mosca incómoda, todas las sospechas que se ciernen sobre él:
—Yo soy un profesional. Un profesional honesto. Me daría vergüenza hacer lo contrario.