Marina Tabassum, arquitecta: “Millones podrían beneficiarse de nuestro conocimiento. Los ignoramos porque no pagan lo suficiente”

La de esta bangladesí era una carrera hacia lo monumental que, durante la pandemia, giró hacia lo necesario: “Pensaba en los que no tenían casa. Y comencé a idear un modelo básico para refugiados”

La arquitecta bangladesí Marina Tabassum, retratada en Weil am Rhein (Alemania).Vicens Giménez

Marina Tabassum (Daca, Bangladés, 56 años) tenía 27 cuando levantó su primera obra: el Museo de la Independencia de su país. Sus últimos trabajos son refugios para quienes viven el riesgo de perderlo todo por razones climáticas, políticas o geográficas. Esta entrevista es en el campus que la empresa Vitra tiene en Weil am Rhein (Alemania), donde, junto a obras pioneras —como el primer edificio de Gehry en Europa o el primero que Zaha Hadid construyó—, ...

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Marina Tabassum (Daca, Bangladés, 56 años) tenía 27 cuando levantó su primera obra: el Museo de la Independencia de su país. Sus últimos trabajos son refugios para quienes viven el riesgo de perderlo todo por razones climáticas, políticas o geográficas. Esta entrevista es en el campus que la empresa Vitra tiene en Weil am Rhein (Alemania), donde, junto a obras pioneras —como el primer edificio de Gehry en Europa o el primero que Zaha Hadid construyó—, Tabassum acaba de inaugurar un Khudi Bari, una vivienda mínima, levantada con estructura de bambú que cuesta 500 euros y que la arquitecta y su equipo han diseñado para ayudar a lidiar con las inundaciones, los terremotos y la desertización que amenaza su país.

Defiende una arquitectura arraigada en lugar, cultura, realidad social, geografía y clima. ¿Cómo lo aprendió?

Simplemente me di cuenta. En la escuela te enseñaban un tipo de arquitectura hija del legado moderno que no parecía solucionar los problemas de la gente. Luego aterrizabas en un mundo real y te dabas cuenta de que la mayoría de la arquitectura se construye para hacer dinero de la manera más rápida posible. ¿Qué sentido tenía dedicar tanto tiempo a estudiar arquitectura si la práctica iba a ser así?

Habla de edificios cuya finalidad es convertirse en bienes de inversión, no en ser habitados.

No son edificios, son productos. Tenemos que preguntarnos si eso puede llamarse arquitectura.

Antes de que se hablara de la comodificación [construir edificios como bienes de inversión, no para habitarlos] muchos arquitectos decían que, de todo lo construido, solo un 5% es arquitectura. El resto no se estudiaba en las escuelas.

Ese 95% de lo construido es donde vive el mundo. Espero que el siglo XXI sirva para llegar más allá de la rentabilidad económica. Urge construir con otros valores. Y no hablo de perder dinero, sino de que los promotores ganen tal vez menos. Estoy convencida de que muchos arquitectos querrán tener un mayor impacto social: mejorando el planeta. No hay otra opción. Hoy miles de profesionales llegan a este campo y no van a estar todos luchando por hacer un único proyecto —museo, aeropuerto u oficina— cuando hay tanto por hacer y millones de personas que se podrían beneficiar de nuestro conocimiento. Los ignoramos porque no pagan lo suficiente.

¿Los arquitectos no pueden aspirar a vivir de su trabajo?

No hablo de caridad. Un despacho de arquitectura es un negocio. Pero una cosa es vivir y la otra enriquecerse económicamente. Hay otras formas de riqueza. La práctica arquitectónica debe cambiar porque es necesaria para mejorar el mundo y a la vez nosotros necesitamos trabajar. La vivienda es un derecho. Siento que debo darle a la gente ese derecho, un techo.

¿Cómo?

Durante la covid las casas se convirtieron en refugios. Pensaba en los que no tenían. Y comencé a idear un modelo básico para refugiados de guerra y climáticos. Creé una fundación [Foundation for Architecture and Community Equity, FACE] y abandoné la dirección de la escuela de arquitectura. El tiempo en este mundo es limitado. He querido hacer algo que aportara sentido a mi paso por aquí.

La arquitecta bangladesí Marina Tabassum. Vicens Giménez

La arquitectura siempre se ha relacionado con el poder. Usted misma comenzó haciendo el Museo de la Independencia de su joven país.

He necesitado aprender y tener una voz propia, saber que era capaz de hacer ciertas cosas, para decidir dónde podía aportar. Con las viviendas Khudi Bari actualizamos una tradición vernácula para mejorar la forma en la que vive la gente. El mundo no puede avanzar sin una mínima equidad.

Sus Khudi Bari cuestan 500 euros.

Funcionan con donaciones individuales. No aceptamos corporativas de empresas contaminantes que buscan utilizar esta iniciativa para lavar su imagen. No queremos ser parte del greenwashing.

¿Cómo deciden quién puede recibir una vivienda?

En Bangladés hay zonas que se inundan y gente sin derecho a la tierra. Quienes habitan esas áreas son los primeros beneficiados. Trabajamos con ONG que llevan años allí y tienen la confianza de la gente. Los más necesitados: viudas, familias con hijos autistas… tienen prioridad. Las propias comunidades indican quién es el más necesitado. Lo comprobamos y a veces fallamos, somos humanos. Pero al trabajar con la gente hemos adquirido un conocimiento antropológico que no aprendimos en la escuela. Entender a la gente debería ser clave en todas las profesiones.

¿Cómo se aprende?

Tenemos que quitarnos el traje de superman y escuchar, en lugar de proponer, para saber lo que la gente necesita.

¿Qué aportan sus viviendas Khudi Bari?

Khudi Bari quiere decir casa pequeña. Se pueden mover con facilidad porque en ciertos terrenos empleamos cimientos poco profundos de barro. Tenemos un paisaje fluido, no estático, con mucha erosión fluvial que obliga a mover las viviendas. En el delta del Ganges, además, las inundaciones suceden en segundos. Y esta casa tiene dos pisos para salvar vidas.

¿Cómo resisten inundaciones cimientos poco profundos?

Por el sistema estructural. Tiene rigidez para soportar la presión del viento por los soportes diagonales. Incluso con cimientos poco profundos. Ahí está el valor de nuestro conocimiento, la estructura es lo que mejora la vida de las personas. La belleza va después de la supervivencia.

¿Por qué se construye en zonas inundables?

Llevo años preguntándolo. La respuesta no varía: esta es nuestra casa. Salir de ahí es para ellos perderse.

Dirigía la Escuela de Arquitectura de su ciudad. Ha dado clase en Harvard y en la Universidad de Delft, en Países Bajos. ¿Qué enseña?

Impermanencia y desplazamiento. Creo que eso va a caracterizar la vida de buena parte de la población del mundo en el siglo XXI. Es fruto de la falta de equidad social, económica o climática. La arquitectura debe estar preparada. ¿En qué se traduce lo estático cuando la impermanencia cimienta nuestras vidas?

Su trabajo actualiza la tradición, pero propone un cambio de mentalidad.

Uno se lanza al mundo para poder regresar. Queda huérfano sin ese regreso. Las raíces son como los padres, solo hay unas. Es muy poca la gente que regresa, pero es motivo de esperanza. Y eso no se le puede quitar a la gente porque la esperanza es lo que nos da energía para atravesar las dificultades.

La arquitecta bangladesí Marina Tabassum, retratada en el campus de Vitra en Weil am Rhein (Alemania).Vicens Giménez

¿Cambiar lo que enseña ha afectado su manera de vivir?

He sido bastante nómada. Ahora vivo con mi padre —­que tiene 87 años—. Somos cuatro hermanos, pero uno, ingeniero, vive en Londres. Otra, médica, en Sídney trabajando para las comunidades indígenas. Y la otra, con cuatro hijos, está en Doha. Soy la única en Bangladés y por eso vivo con él.

¿Tiene pareja?

Ni pareja ni hijos. Me casé con un arquitecto y el matrimonio duró siete años: mi vocación era más fuerte que nuestra relación. No queríamos lo mismo de la vida ni de la profesión. Sucedió cuando mi madre murió en 2002. Entonces decidí que quería estar con mi padre. Es cultural. No abandonamos a nuestros mayores.

¿Ha tenido casa propia?

No. En la vida no he querido nada fijo. Cuando me convertí en arquitecta supe que esa era mi pasión. Que no iba a tener hijos. No veía cómo ambas cosas podían ser compatibles. Los niños son proyectos en sí mismos. Necesitan tiempo.

¿Ha reconsiderado la arquitectura que hace y no la vida que eligió?

Para mí la arquitectura es un viaje. Uno aprende, desaprende. Y termina por encontrar su camino. Tengo claro que la vida es limitada y estoy agradecida de haber podido elegir camino. Cuando vienes de la cultura que provengo, no es fácil elegir una vida en la que, voluntariamente, renuncias a tener familia propia. No le doy importancia a lo que la gente dice o piensa de mí.

¿Qué aprendió de sus padres?

Mis padres, los dos, han sido gente que daba y se daba.

¿Eran ricos?

No hemos sido pobres, pero hemos tenido una vida modesta. Se gastaron el dinero en la mejor escuela.

¿Cuál era?

El Holy Cross High School.

¿Católica? Pero usted es musulmana.

Sí. Fue una buena educación multicultural.

Es musulmana y muy independiente. ¿Otra paradoja?

El mundo está lleno. Nos ayudan a convivir.

Bangladés no ha sido nunca reconocido por el Estado de Israel.

Nosotros nunca hemos reconocido a Israel por su ocupación de Palestina. No ahora, desde nuestra independencia en 1971. En nuestros pasaportes lo pone. Desde que era niña lo sé: podemos ir a todos los países del mundo salvo a Israel.

Tenía dos años cuando su país luchaba por la independencia. ¿Recuerda algo?

Los bombardeos y el silencio. Me da miedo el silencio. Siempre siento que es la antesala de algo malo. Eso se queda en ti. Vi hambre, dolor y gente muriendo en la calle. Por eso cuando veo lo que sucede en Palestina puedo sentir su devastación. La guerra de la independencia, que luchó el ejército de Pakistán contra Bangladés, fue muy cruenta. Vivimos un genocidio. También pienso que al haber pasado tanto tiempo sin tener suficiente fuimos capaces de desarrollar la imaginación.

¿Siempre ha sabido elegir?

No siempre. Mi matrimonio no funcionó. Pero lo veo como parte de la experiencia de estar en el mundo. No se puede acertar siempre. No me arrepiento de nada.

Su padre es oncólogo.

Sí. Y el único médico del barrio. Vivíamos junto a una barriada muy pobre de conductores de rickshaw [bicitaxis]. A las seis de la mañana, en silencio, comenzaban a hacer cola junto a nuestra casa. Antes de irse al hospital, mi padre los visitaba. Eso es lo que yo veía cuando crecí. Incluso ahora continúa haciendo trabajo voluntario. Admiro lo que hacían mis padres y me inspira. Por eso pensé en la fundación. Al principio mi objetivo era hacer edificios bonitos. Fue lo que aprendí en la escuela.

¿Su modelo era Louis Kahn?

Claro. Él y Muzharul Islam, que cuando gané mi primer concurso, para levantar el Museo de la Independencia, no dejó de ayudarnos. Nos veía como niños.

¿Cómo ganó ese concurso tan joven?

Por el enfoque. Se trataba de construir sin construir: hicimos el museo subterráneo y dejamos el suelo como parque con una torre de luz para marcar el lugar.

Llama la atención que varias mujeres, como Maya Lin en el monumento por los caídos en Vietnam en Washington DC, ganaran concursos con enfoques renovadores, menos autoritarios.

Muchas trabajamos en una arquitectura que, en lugar de imponer, escucha.

¿No es fácil ser mujer a pie de obra?

Cuando empecé fue difícil, pero lo achacaba a que no sabía lo suficiente. Nadie me faltó al respeto. Pero me faltaba conocimiento. En Bangladés a las chicas se nos educa para ser sumisas. De manera que convertirte en alguien asertivo lleva un tiempo. Lo bueno es que, para cuando sabes hacerlo, no se te ocurre imponer nada, solo exponer.

En 2016 consiguió el Premio Aga Khan por la mezquita Bait-ur-Rouf, en Daca. Y nunca había entrado en una.

En nuestro subcontinente, India-Pakistán-Bangladés, nunca existió la tradición de que las mujeres entraran en las mezquitas, rezaban en casa. Hoy hay un espacio arrinconado y pequeño. De modo que diseñé sin preconcepciones. No saber te permite partir de cero y eso significa investigar. La primera mezquita se construyó cuando el profeta Mahoma se trasladó de La Meca a Medina [la Hégira] por las peleas que desencadenó que propusiera una nueva religión monoteísta [el islam]. En Medina necesitaba un lugar para congregar a los adeptos. Lo levantaron con ramas de palmera datilera. Era un lugar para juntarse, rezar y debatir sobre valores, casi un centro comunitario. Hoy esa idea de la mezquita casi ha desaparecido. Y creí que eso podía reconsiderarse.

Una mezquita que no sirviera solo para rezar.

Un lugar para encontrarse. Es algo muy de este siglo: ofrecer varios usos, que, a la vez, remite al origen de muchos edificios como la primera mezquita. Con 20 millones de personas Daca es una ciudad muy densa, por eso se agradece un espacio de reunión.

Su país teje los vestidos que lleva el mundo.

La gente que llega del campo a la ciudad para hacer ese trabajo vive en viviendas de autoconstrucción. Tenemos también a muchos emigrantes que están levantando las ciudades de Oriente Próximo: Dubái o Doha.

¿Qué opina de esas ciudades?

Qué quiere que diga…, son inversiones más que otra cosa.

Al contrario que la mayoría de esos rascacielos, defiende una arquitectura capaz de respirar.

Por su propio diseño y materiales. Es algo que hemos perdido porque tecnología no siempre es sinónimo de progreso. Creímos que con el aire acondicionado controlaríamos el clima y podríamos construir en cualquier lugar, y ha sido él el que nos ha controlado a nosotros. Cuando causas un desequilibrio en el planeta, eso produce un efecto desequilibrante. Es la base de la crisis de nuestra existencia en el mundo, porque el mundo se quedará. Y se renovará librándose de nosotros si no somos capaces de mantener la atmósfera que nuestra fragilidad precisa.

¿Ha dormido alguna vez en un Khudi Bari?

Claro. Nuestra oficina junto al campo de refugiados está en uno. Lo levantamos porque subieron mucho los alquileres. Utilizamos bambú porque crece rápido, pero estamos buscando otros materiales porque si pones demasiada demanda en uno, terminas por arruinar su cultivo: la falta de equilibrio de la que hablábamos.

Las escuelas de arquitectura distinguen entre arquitectura informal y formal.

La informal tiene una calidad de vida que la formal, con frecuencia, ha perdido. Es más individualista, nos lleva a permanecer en nuestra propia burbuja. La vivienda en las ciudades necesita una revisión. La cultura de consumo ha reducido nuestros valores a uno: hacer dinero. Nos importa más tener un apartamento que saber quién vive al lado. Cuando llegó la covid lo averiguamos, pero en cuanto terminó…

¿Cambiamos cuando enfermamos?

El dolor y los fracasos abren la puerta a ver cómo somos y lo que estamos haciendo.

Su abuela le dio el dinero para levantar la mezquita que le hizo ganar el Aga Khan y que volcó atención internacional sobre su trabajo.

Mi madre murió en 2002 de shock anafiláctico por la ingesta de pescado. Eso nos arrasó. Tanto mi abuela como yo nos sumimos en un duelo que duró años. Creo que llegué al momento más bajo de mi existencia: mi matrimonio terminó, abandoné mi despacho… Tomé conciencia de lo corta que es la vida y me planteé qué quería hacer. Mi abuela decidió donar parte de su patrimonio para hacer una mezquita en un barrio donde no había. Me dijo que quería que la diseñara. Eso me puso en marcha. Diseñé, recaudé, expliqué…

Cambió su vida: su manera de hacer arquitectura, la relación con sus muertos y su reconocimiento internacional.

Me abrió un camino, sí. Si mi madre no hubiera muerto, mi abuela no hubiera, tal vez, necesitado levantar esa mezquita. Yo no me hubiera replanteado la arquitectura que hacía…, puede ser. Mi trabajo es una extensión de lo que soy. La vida es un viaje. ¿No?

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