Miedo a la ciencia
De la fobia a las máquinas a los bulos contra la electricidad, los avances científicos siempre han venido, y todavía vienen, acompañados de temores.
No hay duda de que la ciencia es el mejor método que tenemos para entender la realidad que nos rodea. Y tiene otra ventaja, podemos aplicarla para hacer la vida más cómoda. Simplemente haga este sencillo experimento, mire cuántas cosas tiene ahora mismo al alcance de la mano. Piense cuántos de estos objetos estaban disponibles cuando sus padres tenían su edad. Ha eliminado unos cuantos, ¿no? ¿Y sus abuelos? La lista es más corta. ¿Y hace 100 años? Es innegable que el avance científico nos ha dotado de herramientas y tecnologías útiles sin las cuales la vida sería mucho más complicada. Las tene...
No hay duda de que la ciencia es el mejor método que tenemos para entender la realidad que nos rodea. Y tiene otra ventaja, podemos aplicarla para hacer la vida más cómoda. Simplemente haga este sencillo experimento, mire cuántas cosas tiene ahora mismo al alcance de la mano. Piense cuántos de estos objetos estaban disponibles cuando sus padres tenían su edad. Ha eliminado unos cuantos, ¿no? ¿Y sus abuelos? La lista es más corta. ¿Y hace 100 años? Es innegable que el avance científico nos ha dotado de herramientas y tecnologías útiles sin las cuales la vida sería mucho más complicada. Las tenemos tan interiorizadas que se hace complicado recordar que el inicio de cualquier desarrollo tecnológico ha ido parejo a una avalancha de rumores y desinformación que alertaban de los presuntos peligros de esa nueva tecnología.
En algunos casos el origen de ese miedo era interesado. Por ejemplo, el movimiento ludita en Gran Bretaña destrozaba maquinaria industrial (principalmente telares) porque pensaba que iba a quitar el trabajo de los artesanos. Ned Ludd, el supuesto artesano que dio nombre al movimiento, incendió varios telares, fue un personaje mitológico del cual se duda de su existencia real. De forma similar, parte del rechazo a los transgénicos en Europa y de las leyes restrictivas que todavía sufrimos se debió a que Monsanto, la primera compañía que desarrolló la tecnología para uso comercial, era estadounidense y ninguna empresa europea estaba lista para competir, por lo que no se esforzaron en combatir la campaña de desinformación sobre el tema, a pesar de que, a la larga, los ha perjudicado.
En otros muchos casos no hay un motivo económico tan obvio y es simplemente miedo. No en vano la tecnofobia es tan antigua como el mito clásico de Prometeo, o el cristiano de Adán y Eva, expulsados del paraíso por comer la fruta del árbol del conocimiento del bien y del mal. Esa tecnofobia está representada en la cultura popular en obras como Frankenstein, Un mundo feliz o las sagas cinematográficas de Matrix o Terminator, que dibujan una sociedad esclavizada por su propia tecnología. Ejemplos de tecnomiedos hay tantos como nuevas tecnologías. La primera línea del ferrocarril abierta al público, entre Stockton y Darlington, en Gran Bretaña, utilizaba trenes propulsados a vapor que alcanzaban velocidades de unos 35 kilómetros por hora. Esto levantó el miedo a que la fisiología humana no estuviera adaptada a tan grandes velocidades y que podría producir efectos perniciosos a corto o a largo plazo. Se llegó a hablar de la locura del ferrocarril, que producía un comportamiento violento en quienes la sufrían. En 1837 se inauguró la línea comercial entre La Habana y Güines, en Cuba, y la primera en la península Ibérica fue, en 1848, entre Barcelona y Mataró. Esto hizo surgir la leyenda urbana de que las vías férreas se tenían que engrasar y que la grasa más apreciada era la de niños, y que por eso desaparecían en las ciudades donde llegaba el tren. Con la electrificación de las ciudades pasó algo parecido, y se dijo que los cables eléctricos eran una forma de propagar enfermedades, mito que ha resucitado con el despliegue de la red de 5G, con la que se han recuperado muchos argumentos que hace más de un siglo se esgrimieron en contra de la electrificación de las ciudades. ¿Nos imaginamos cómo sería vivir sin red eléctrica? Barato pero incómodo. ¿O sin trenes? Contaminaríamos mucho más y el transporte sería menos eficiente.
Estos miedos siguen vigentes hasta hoy. Cuando la Administración pública empezó a utilizar ordenadores y herramientas informáticas, hubo gente que argumentó que esto solo aumentaría la brecha social y dificultaría su acceso. Había quienes decían que nunca utilizarían internet porque era propiedad del Ejército de Estados Unidos. Los microondas tampoco porque podrían producir cáncer por las radiaciones. ¿Cuánta gente decía que los teléfonos móviles eran innecesarios porque había cabinas por la calle y seguro que la radiación o las antenas eran cancerígenas? Lo que ha pasado 20 años después es que ya no hay cabinas que funcionen por la calle, y ese familiar que vehementemente juraba que nunca tendría móvil ni internet es el que no deja de enviarte chistes y vídeos al WhatsApp. Como dice el proverbio turco que sirvió de inspiración a un poema de Goethe y que el Quijote nunca mencionó: “Los perros ladran, pero avanza la caravana”. La ciencia seguirá haciéndonos la vida más fácil, aunque alguien se oponga… haciendo circular bulos por internet desde un teléfono móvil.
Movimientos antivacunas
La oposición a la ciencia, lejos de ser una curiosidad histórica que nos hace reír cuando lo analizamos con la perspectiva del tiempo, puede tener consecuencias dramáticas. Este año hemos visto cómo mucha gente que decía que la covid era una conspiración o que se negó a vacunarse ha perecido a causa del coronavirus, y anteriormente también hemos visto rebrotes de enfermedades que parecían controladas por culpa de la proliferación de movimientos antivacunas. Negar el avance científico puede tener efectos muy graves.
J. M. Mulet es catedrático de Biotecnología.