La palabra Vietnam
Necesitamos causas que no consistan en perder un poco menos sino en creer honestamente que podríamos ganar algo
No suelo meterme con los nombres propios, esas palabras raras. Pero a veces me tientan: cuando esos nombres se vuelven un símbolo, como le sucedió hace tantos años a la palabra Vietnam. Fue un concepto clásico: los muy pequeños atreviéndose a pelear por su libertad —sí, su libertad— con los más grandes. Y hasta podía funcionar como modelo, como cuando un tal Guevara de la Serna, un rosarino, ...
No suelo meterme con los nombres propios, esas palabras raras. Pero a veces me tientan: cuando esos nombres se vuelven un símbolo, como le sucedió hace tantos años a la palabra Vietnam. Fue un concepto clásico: los muy pequeños atreviéndose a pelear por su libertad —sí, su libertad— con los más grandes. Y hasta podía funcionar como modelo, como cuando un tal Guevara de la Serna, un rosarino, decía que “Dos, tres, muchos Vietnam es la consigna”.
Pero voy a ser franco, con perdón: la palabra Vietnam no se me vino porque sí. Fue que miraba imágenes de protestas por Gaza por el mundo y me encontré a Martín chiquito, 11 o 12 años, mirando en una tele en blanco y negro imágenes más o menos parecidas: protestas por Vietnam por el mundo. Entonces, previsible de mí, se me ocurrió de pronto que Gaza es nuestro Vietnam —y las comparaciones se me volvieron más que odiosas.
No quiero juzgar —o al menos no demasiado— sino mostrar las semejanzas y las diferencias. Por ejemplo: salíamos a la calle, sí, para apoyar a los vietcongs pero no reclamábamos que los grandes gobiernos condenaran a sus invasores. Estaba tan claro que todos eran cómplices que no esperábamos nada de ellos; movilizarse por Vietnam no era movilizarse para que nuestros gobiernos rompieran con Lyndon B. Johnson, presidente de EE UU. Si acaso para que esos gobiernos —nuestro gobiernos— se sintieran un poquito amenazados: ¿nos pasará como en Vietnam?
Porque los vietnamitas no eran víctimas, eran héroes. Por supuesto que los norteamericanos —que todavía eran tan buenos, gobernados por un demócrata intachable heredero de Kennedy, tan lejos de caer en el horror de Trump— también masacraban a la población, les quemaban los pueblos, les envenenaban los campos con napalm. Solían hacerlo: en esos años Estados Unidos había peleado contra Corea, invadido Dominicana y Cuba, organizado golpes de Estado en Irán, Guatemala, Indonesia —donde su gobierno títere mató a medio millón de “comunistas” e, incluso, a unas cuantas personas— y pronto vendrían Pinochet, Videla, Banzer, Garrastazu y sus alegres generales brasileros, todos con la atención personalizada de Kissinger & Co.
Por supuesto que los vietnamitas sufrían ese terror y por supuesto que había fotos horribles —esa nena casi desnuda, las ropas arrancadas por una bomba, corriendo por la carretera—. Pero el gran tema de los vietnamitas no era que los masacraran; era que no los masacraban. Que en tiempos de dominio militar incontestable de un país que mantiene todavía un dominio militar —casi— incontestable, un pequeño país de té y arroz perdido en Indochina había encontrado el modo de plantarle cara y, eventualmente, al fin, ganársela.
Y es cierto que, por eso, los apoyábamos sin juicio. Si guerrilleros vietnamitas montaban unas minas raras atadas a unas cañas de bambú para matar soldados norteamericanos nos parecía que esos boys se la habían buscado al invadir, bombardear, asesinar, y qué penita. Y esa diferencia puede resumir tantas: que donde antes nos entusiasmábamos porque un pueblo derrotaba al imperio y salíamos a la calle a celebrarlo y apoyarlos, ahora salimos porque nos parte el alma que el delegado más fiel de aquel imperio bombardee familias y hospitales, mate miles de chicos —con su gran ayuda—. Ya no esperamos la victoria de nadie que nos guste; sólo que no los maten tanto.
Esa es, supongo, la puta diferencia: llevamos tres o cuatro décadas viviendo así, a la defensiva. Nuestras causas son causas defensivas: que no nos jodan demasiado el clima y el entorno, que no nos maltraten por ser mujeres o por ser inmigrantes o por ser, que no nos mientan ni censuren más de lo habitual, que no nos roben ni exploten más que lo necesario, que disimulen cuando nos hambrean y ahora, colofón de todo, que dejen de asesinar a esos pobres inocentes. Nuestras causas siguen siendo indignaciones de indignados, pero cómo pueden.
Y nosotros podemos casi nada. Podría ser un chiste malo pero parece cierto que volvemos a necesitar dos, tres, muchos Vietnam. No lo digo para decir guerras, muertes; lo que necesitamos son causas que no consistan en perder un poco menos sino en creer honestamente que podríamos ganar algo: pelear para ganar y no para achicar los daños. Ojalá las encontremos pronto; ojalá las construyamos pronto. Ojalá nos olvidemos de indignarnos.