Fairbourne resiste la marea: cómo un pueblo galés se convirtió a su pesar en ejemplo del drama del retroceso de las costas
Los planes públicos de gestión del litoral dijeron que en el futuro sería inviable proteger la población de las inundaciones y se proyectó desmantelarla en 2054. Los vecinos han conseguido pararlo y ahora se buscan alternativas. La subida del nivel del mar hará cada vez más frecuentes situaciones como esta
Angela Thomas asistió el 1 de noviembre de 2017 a su primera reunión como secretaria del Consejo Comunitario de Arthog, un pequeño y precioso pueblo costero del norte de Gales, en el corazón del parque natural de Snowdonia, formado por tres aldeas: la que da nombre a todo el municipio, otra llamada Friog y la más grande, Fairbourne. Thomas se había mudado a esta última unos años antes para estar cerca de sus padres, que llevaban viviendo allí más de cuatro décadas, y fue precisamente un amigo de ellos quien la con...
Angela Thomas asistió el 1 de noviembre de 2017 a su primera reunión como secretaria del Consejo Comunitario de Arthog, un pequeño y precioso pueblo costero del norte de Gales, en el corazón del parque natural de Snowdonia, formado por tres aldeas: la que da nombre a todo el municipio, otra llamada Friog y la más grande, Fairbourne. Thomas se había mudado a esta última unos años antes para estar cerca de sus padres, que llevaban viviendo allí más de cuatro décadas, y fue precisamente un amigo de ellos quien la convenció para ocupar uno de esos puestos públicos que nadie suele querer porque rentan poco y exigen mucho. “Pagan algo, pero si echara la cuenta, no me saldría ni a dos libras la hora…”, explica.
Aquella tarde de 2017, después de que el presidente explicara que no podían usar el ordenador portátil del consejo porque estaba roto, los ocho consejeros presentes discutieron sobre el difícil sostenimiento de los baños públicos, de los papeleos pendientes del cementerio y del eterno problema de las caravanas que acaparan uno de los aparcamientos. Pero, sobre todo, aquella reunión marcó un punto de inflexión en el asunto que tenía desde hacía algún tiempo la vida del pueblo patas arriba.
A principios de la década pasada, los planes de Gestión de Costas, encargados por el Gobierno galés para hacer frente a los retos que traen consigo el cambio climático y la subida del nivel del mar, habían colocado el área de Fairbourne bajo la categoría de “realineación controlada” a medio plazo, una especie de eufemismo técnico que significa: “retirada de las defensas [contra las inundaciones], cediendo parte del terreno al mar para formar una defensa más sostenible a largo plazo”. Eso, a medida que fue desarrollándose con la autoridad comarcal, el condado de Gwynedd, se concretó en dos ideas: los diques que protegen Fairbourne —un pueblo completamente llano en mitad de una antigua marisma y a muy poca altura sobre el nivel del mar— frente a las aguas de la bahía de Cardigan, del estuario de Mawddach y de los dos ríos que lo rodean y atraviesan se mantendrían en uso y buen estado hasta 2054; más allá de esa fecha, no sería ni rentable ni efectivo hacerlo, por lo que, para entonces, las 450 casas de la aldea deberían estar “desmanteladas” y sus en torno a 750 vecinos permanentes, fuera de allí.
Cuando esto llegó a la prensa a principios de 2014, además de alguna confusión que hablaba de 10 años en lugar de 40 de fecha límite, titulares en medios de todo el mundo empezaron a repetir que el pueblo estaba “condenado” y que sus vecinos iban a convertirse en “los primeros refugiados climáticos del Reino Unido”. Más o menos adormecidos hasta entonces, ante una idea difusa para un futuro medio lejano y borroso, los lugareños —dos tercios, mayores de 55, y buena parte, jubilados— veían ahora que de un día para otro el precio de sus casas se había desplomado (entre un 40% y un 70%, dependiendo de las fuentes); ningún banco estaba ya dispuesto a conceder allí hipotecas. Además, ni les daban soluciones (se estaban estudiando) ni había dinero para compensación alguna. La reubicación en un lugar cercano tampoco era posible porque están en medio del parque natural. Así que un grupo de vecinos decidió contraatacar por medio de una asociación: Fairbourne Facing Change (algo así como se enfrenta al cambio).
El nombre se contraponía al de la agencia creada un año antes para desarrollar todo el proyecto de adaptación, Fairbourne Moving Forward (Fairbourne avanza), formada por el condado de Gwynedd y su consultora YGC, el Gobierno galés y la agencia pública de gestión de los recursos naturales (NRW, en sus siglas en inglés), además del Consejo de Arthog, entre otros. Su primera respuesta fue intentar integrar a la agrupación vecinal, pero las tensiones afloraron desde el principio. Hasta que, en aquella reunión de noviembre de 2017, la nueva secretaria, Thomas, pudo escuchar el relato de la ruptura total del condado con la asociación —no pensaban mantener con ellos ningún diálogo más— y la confirmación definitiva de que no habría compensaciones para nadie porque, aseguraban, el condado no tiene ninguna obligación legal de proteger la aldea; en última instancia, el riesgo de estar en una zona peligrosa recae sobre el individuo.
“Fairbourne ha sido utilizado como un conejillo de Indias”, recoge el acta de aquella reunión de un consejo que crujía entre sus deberes institucionales y la clara identificación de algunos consejeros con la combativa asociación. Lo que quedó claro aquella tarde fue que los vecinos no pensaban rendirse, convencidos de que podrían poner en cuestión los escenarios oficiales, esto es, “las cifras de Greg Guthrie [consultor de la empresa Royal HaskoningDHV para los planes de costa galeses] sobre el aumento del nivel del mar en el futuro”.
Esto llegó, sobre todo, entre 2021 y 2022, con una serie de informes de un estudioso de la zona llamado Graham Hall, exprofesor de Geología en The Open University y el centro de educación continua Coleg Meirion-Dwyfor, y doctor en Hidrología. “Su trabajo asegura que, con un pequeño mantenimiento, Fairbourne estará seguro en 2100 y más allá”, cuenta Angela Thomas en el salón-cocina de su casa una mañana de principios de octubre. Aunque está en primera línea, no se puede ver la playa desde su ventana; la tapa un montículo de unos 6,5 metros de altura que recorre toda la orilla y los protege del agua. Al otro lado, hay una gran montaña de los guijarros que ha formado la playa durante miles de años, hoy amontonados contra esa barrera reforzada con un muro en la cresta. Completan la imagen unos grandes bloques de hormigón clavados a lo largo de la playa durante la Segunda Guerra Mundial para evitar el avance de los alemanes en caso de invasión. En las noches de tormenta, el ruido del viento, del mar y de las piedras chocando puede llegar a ser estremecedor.
“Han sido siete años muy duros”, confiesa Thomas. “Pero me gusta pensar que he podido ayudar a la comunidad a seguir prosperando. Y eso es lo que esperamos los miembros del consejo”. En general, la gente del pueblo huye de los periodistas como de la peste —el trajín de medios de todo el mundo ha sido extenuante y el resultado casi nunca les gustó—, pero esta mujer de 72 años ha decidido atender a El País Semanal porque “la narrativa ha cambiado”; las autoridades, todas, han dejado de hablar de “desmantelamiento” y de 2054 como fecha límite. Seguramente, el trabajo de Hall y su eco en los medios locales haya influido (aunque, oficialmente, se han rechazado sus propuestas), pero también habrá tenido que ver el hecho de que la resistencia vecinal llegara al Parlamento de Gales en 2022 y, poco después, que el consejo local manifestara públicamente su rechazo frontal al plan del condado, al que llegaron a acusar de tratarles peor por ser un pueblo “de veraneo y de inmigrantes ingleses”.
Lo cierto es que, ahora, Gwynedd insiste en que nunca aprobó oficialmente desmantelar la aldea en 2054 y a los vecinos les ha asegurado que todo fue idea de un responsable de la consultora YGC, hoy jubilado, al que durante todo ese tiempo “nadie le había llevado la contraria”. La agencia Fairbourne Moving Forward ha mutado en Fairbourne Partnership, y el condado dice por correo electrónico que ellos son ahí uno más, justo antes de añadir que las defensas frente a inundaciones no son su responsabilidad, sino de la agencia galesa de Recursos Naturales. Esta, a su vez, responde que las seguirán “gestionando y manteniendo de acuerdo con la política del Gobierno, las orientaciones y la financiación disponible”. No le ponen fecha. Añaden que han comenzado un proyecto nuevo con el que se estudiarán en los próximos años todas las posibilidades de futuro para la zona. Advierten, eso sí, que sigue habiendo un criterio irrenunciable: “Comparar los costes de mantenimiento de las defensas con el coste y el valor de las propiedades que se protegen”. El Gobierno galés, para terminar de cerrar el círculo, vuelve a lanzar la pelota hacia el tejado de Gwynedd: “Las autoridades locales son responsables de fijar las políticas de gestión futura del litoral”.
Asomados a esa madeja, cuesta creer que todo se debiera al empeño de una sola persona; esta revista ha pedido a Gwynedd que confirmara o negara lo que dicen los vecinos y refleja el acta de la reunión del Consejo de Arthog de marzo de 2023, pero no ha hecho ni una cosa ni la otra. “Lo cierto es que se comportaron como abusones”, protesta Thomas. “Llegaron aquí y pensaron que íbamos a decir: muy bien señores, vosotros sois los que sabéis. Pero les plantamos cara”.
El experimentado ingeniero de costas Greg Guthrie, al que mencionan en el acta del Consejo de Arthog, no tenía ninguna capacidad de decisión en todo este asunto. Su labor era asesorar, como consultor de la firma holandesa Royal HaskoningDHV, en los planes de costa y explicar sus conclusiones a los vecinos de los pueblos afectados, incluido Fairbourne. Habla por videoconferencia al final de una mañana de finales de septiembre:
—¿Cuál es la principal lección que ha aprendido usted allí?
—–Prefiero contestar más en general; me da reparo hablar de Fairbourne, porque las cosas han cambiado allí. Pero, más en general, me produce una ligera frustración que, si la gente no escucha lo que quiere oír, la respuesta tiende a ser: hagamos otro estudio y tal vez obtengamos una respuesta diferente. Y encuentras a algún profesor que te dice, efectivamente, lo que quieres.
Fairbourne está levantado sobre una marisma drenada que, antes de que se construyeran sus primeras defensas marinas a mediados del siglo XIX, se solía inundar en primavera. Poco a poco, sobre todo desde principios del XX, el lugar se fue desarrollando como destino vacacional de la mano del magnate de la industria harinera Arthur McDougall. Desde entonces, esas defensas contra las inundaciones han ido adaptándose y mejorando: el montículo reforzado que recorre la playa; el dique que los separa del estuario de Mawddach, el cauce y las canalizaciones del río que rodea y el que atraviesa el pueblo, y la red de acequias con las que se controla el agua subterránea… De hecho, según recuerda la agencia galesa de Recursos Naturales, se han gastado en su mantenimiento más de nueve millones de libras (casi 11 millones de euros) desde 2014.
Pero los riesgos son muchos y variados, y están interconectados: el muro afecta al movimiento natural de la playa de piedras, el aumento del nivel del mar puede causar también problemas en el estuario no solo por la altura del dique, sino porque, si sobrepasa el nivel de los dos ríos que desaguan allí, no podrán hacerlo, aumentando los peligros de inundación por el camino, sobre todo si además bajan aguas torrenciales desde las montañas que los rodean por la espalda… Por eso, los expertos que hicieron los planes de costa y desarrollaron la iniciativa de Fairbourne Moving Forward llegaron a la fatídica conclusión: “La defensa del pueblo a largo plazo se considera insostenible en términos de inversión”, decía el borrador de Masterplan del proyecto en 2018, que calculaba en unos 115 millones de libras el coste de mantenerlo a salvo en el próximo siglo.
Nunca hubo una estimación oficial del coste de demoler el pueblo, pero circuló una cifra de 27 millones que los vecinos consideraron infravalorada. Igual que veían exagerados los 115 millones, sobre todo porque Graham Hall había calculado que, con 10 millones de inversión, estarían seguros durante 100 años y mucho más. Entre otras cosas, su trabajo rebate las previsiones del Masterplan con unos argumentos que resumió así su esposa, Margaret, en un artículo titulado La demolición de todo un pueblo es una reacción exagerada ante un problema solucionable, y que el Consejo de Arthog ofrece en un lugar destacado de su web: “Mientras que la tormenta Clara, en febrero de 2020, y la tormenta Eunice, en febrero de 2022, causaron grandes inundaciones y daños materiales en todo el norte de Gales, Fairbourne permaneció completamente seco”. Algo que repiten una y otra vez los habitantes del pueblo que pasean una mañana de primeros de octubre por la playa. Lo hacen y señalan al norte, al otro lado del estuario, al pueblo de Barmouth, un poco más rico que el suyo, que sí sufrió daños por el agua durante aquellas tormentas.
Aunque los especialistas rebaten esa comparación —la parte más baja de aquel municipio está un metro más alto que ellos sobre el nivel del mar—, los vecinos no lo ven claro. “Todas las ciudades costeras tienen algunas inundaciones, puede suceder. Nos han tratado como basura, pero era completamente innecesario”, se queja Roy, vecino de Fairbourne desde hace algo más de una década, cuando se mudó desde el norte de Birmingham para disfrutar aquí de su jubilación. Mientras recoloca el sedal de su caña de pescar, añade: “Pones mucho dinero para comprar una casa y, cuando vienes, te dicen que tienes que desmantelarla. No es justo”.
Los lugareños que aceptan hablar del asunto recuerdan que la última gran inundación fue hace un siglo y aseguran que las pequeñas que ha habido más recientemente, en una zona de camping, se produjeron porque los arreglos en la parte sur de la playa —se colocaron 20.000 toneladas de rocas para contrarrestar el desplazamiento de guijarros y el desgaste de la barrera— no se hicieron bien a la primera. El problema es que se tomaron como referencia los peores pronósticos de subida del nivel del mar, repiten.
“Pero incluso si tomáramos una curva más suave, se llegaría a un punto —de acuerdo, quizá 20 años más tarde— en el que habría que tomar las mismas decisiones de cambio”, insiste Guthrie. Y añade: “La gente aún tiene perspectiva a corto plazo. Dicen, pongamos otro ladrillo en la pared. Hasta que levantas un muro gigantesco, pero en realidad debemos cambiar la forma en que vivimos en la costa. Hay muchos espacios que se pueden permitir inundarse cada 20 años, pero es que hay un riesgo real de que dentro de medio siglo se inunden con cada marea alta”. Los documentos del antiguo plan solían insistir en la gran oportunidad que suponía poder diseñar con tanta antelación el camino hacia un resultado final que va a llegar, aseguraban, irremediablemente.
“En el fondo, me temo que da casi lo mismo si los cálculos son correctos o no. Lo que realmente importa es cómo conducir a la gente y conseguir que acepte una forma de gestionar la costa que sea más sensible y eficaz en el futuro”, aporta, también por videoconferencia, Michael Buser, profesor de Colaboración Comunitaria en la Universidad de West England, en Bristol. “La gente, por supuesto, se va a resistir. Van a decir: no me quiero ir, vamos a proteger este lugar. Y hay que convencerlos, no puedes simplemente echarlos de sus hogares sin darles, no ya una razón, sino un significado real. Mostrar una mínima sensibilidad ante quien está en un espacio tan vulnerable como ese”.
Buser decidió estudiar hace unos años el caso de Fairbourne porque varios detalles le llamaron poderosamente la atención: el uso de una palabra tan contundente como desmantelamiento (decommissioning), iniciar un plan tan a largo plazo, el sensacionalismo con el que muchos medios abordaron el tema o que se trate de un lugar que ahora mismo no tiene realmente problemas de inundaciones. “No es como uno de esos sitios en los que ves las casas a punto de caerse al agua”. El investigador opina que el gran fallo fue que todo arrancó de “un enfoque centrado en la ingeniería”, basado únicamente en los datos —”el aumento del nivel del mar, la eficacia de las barreras y las previsiones”—, pero se dedicó muy poco esfuerzo “a buscar alternativas, a involucrar a la gente y a hablar de sus preocupaciones”. Después, cuando todo estalló a través de prensa, “algunas personas del Gobierno se esforzaron de verdad en recuperar la confianza de los vecinos, pero ya era tarde”.
Así, con la confianza rota, sin financiación, en manos unas autoridades locales que tampoco tienen ni los recursos ni el tiempo necesario, navegando en medio de una nebulosa de competencias repartidas y “documentos políticos de alto nivel no oficiales”, todos los intentos de dar salidas a los vecinos de Fairbourne —a través de asociaciones de viviendas sociales, de sistemas de compra para alquilar, de una sociedad de inversión comunitaria…— acabaron disolviéndose por el camino.
“Somos parte de miles y miles de personas en todo el mundo que se verán afectadas de forma similar. Así es la vida, ¿no? Por ejemplo, a lo largo de mil millas en la costa este de los Estados Unidos, da igual si usted cree en el calentamiento global o no, algo está empujando las mareas, mucho más aquí. Pero allí el Gobierno federal está pagando precios justos por las propiedades. Aquí no hay compensación alguna”, protesta Geoff Homer, un empresario jubilado que se mudó a Fairbourne hace 24 años procedente de la zona de Birmingham.
Puede que la clave, como casi siempre, sea el dinero. De hecho, en Estados Unidos el problema ahora es que ya no hay recursos suficientes para todas las zonas afectadas. Y cada vez habrá menos, a medida que los problemas aumenten y se extiendan. “Me temo que van a ser los lugares acomodados y ricos los que sean capaces de resistir y protegerse y los menos acomodados y menos organizados los que simplemente serán abandonados. Y esto, globalmente, es lo que está pasando”, concluye el profesor Buser.
La suya, titulada Planificación de la adaptación costera en Fairbourne, Gales: lecciones para la adaptación al cambio climático, es solo una de las decenas y decenas de investigaciones publicadas en todo el mundo sobre el proceso en esta pequeña aldea galesa. Parece que, finalmente, sí han servido como conejillo de indias —como temían en aquella reunión del Consejo de Arthog en de 2017— y su ejemplo ha mostrado cómo enfrentar mejor unas situaciones que cada vez serán más frecuentes.
Se calcula que la subida del nivel de mar afectará a 300 millones de personas en todo el mundo en 2050 y las amenazas van más allá de esas casas que parecen estar a punto de caerse al agua. La preocupación se está desplazando rápidamente al peligro de unas inundaciones cada vez más habituales y catastróficas que se meterán tierra adentro, afectando a casas e infraestructuras básicas. En ese contexto, hasta Países Bajos ha llegado a plantear, aunque tímidamente, el debate sobre la medida de adaptación más radical, la retirada de la costa. Otros, como Panamá y Nueva Zelanda, desarrollan protocolos para convencer y ayudar a las comunidades en estos casos.
Quizá este pequeño pueblo galés pagó el hecho de llegar el primero; de hecho, en el este de Inglaterra, el Gobierno británico sí ha empezado unos procesos parecidos en East Riding y North Norfolk con la financiación por delante: 36 millones de libras. Y puede que, como predicen algunos, los vecinos de Fairbourne del futuro acaben recordando todo esto como una oportunidad perdida de gestionar con mucho tiempo un resultado que iba a llegar igual.
Por ahora, la gente del pueblo solo quiere “seguir con sus vidas y olvidar lo que ha pasado”, asegura Angela Thomas, nacida en el sur de Gales, propietaria durante 27 años de una tienda de aparejos de pesca en Reading, al oeste de Londres. En estos 10 años, algunos vecinos han fallecido —como los padres de Thomas— y otros se han marchado, pero también han llegado nuevos habitantes, tanto jubilados como jóvenes con ahorros que han podido comprar barato si tener que pedir hipoteca. Esto ha hecho que se recuperen un poco los precios, aunque a Thomas le gustaría que alcanzaran todo su valor de mercado para que su pareja pueda dejar algo a su hijo.
Los turistas también siguen llegando, principalmente, del área de Birmingham, como Charlotte, que pasea con su perro por la playa: “Está muy bien. Siempre hay gente, incluso en temporada baja, y los vecinos han invertido mucho, construyeron el pub, hay algunos comercios que van estupendamente…”. En estos días de primeros de octubre, además, un equipo de rodaje está alborotando la vida del pueblo y dejando de paso un buen dinero. “La película trata de un pueblo que está en peligro por la llegada inminente de una tormenta que acabará arrasando todo. Es una película de misterio y asesinatos y ese es su argumento”, ríe Roy, con su caña de pescar en la mano.
—–¿Y a usted le parece bien que hagan una película con ese argumento precisamente aquí?
—–Prefiero eso a que estén viniendo periodistas a decirte que tienes que desmantelar tu casa.
Thomas tiene claro que, aunque el tono de las autoridades se haya suavizado, deberán seguir hablando con ellos de inundaciones y de defensas: “Especialmente con Recursos Naturales, para asegurar que nuestras acequias estén bien dragadas y drenadas y que la playa mantenga un buen perfil. Eso es lo que nos ocupa ahora mismo”. A la espera de una operación de cadera, dice que tal vez tenga que dejar su puesto en el consejo municipal. Le da pena porque sabe que no será fácil encontrar reemplazo para esa complicada y exigente tarea. “El problema es que no puedes ganar. Si intentas algo, alguien dirá que no deberías haberlo hecho, que está mal. Si no lo haces, dirán que deberías haberlo intentado. Así que hay que sopesarlo y hacer lo que creas que va a beneficiar más a la comunidad”.