No salimos de pobres
Desengáñense: aquí no hemos venido a pasarlo en grande; aquí hemos venido a sobrevivir como se pueda
El optimismo es un error; la esperanza, también: diga lo que diga Byung-Chul Han, cuanta más esperanza tienes, más desdichado eres, porque más decepciones te llevas; y a la inversa: el secreto de una vida feliz consiste en no esperar nada de nada ni de nadie. He ahí una verdad que los sabios han sabido desde siempre, y que Ricardo Reis formuló así a principios del siglo XX: “Quien nada espera/ cuanto le depare el día/ por poco que sea/ será mucho”. Esto explica que nosotros los optimi...
El optimismo es un error; la esperanza, también: diga lo que diga Byung-Chul Han, cuanta más esperanza tienes, más desdichado eres, porque más decepciones te llevas; y a la inversa: el secreto de una vida feliz consiste en no esperar nada de nada ni de nadie. He ahí una verdad que los sabios han sabido desde siempre, y que Ricardo Reis formuló así a principios del siglo XX: “Quien nada espera/ cuanto le depare el día/ por poco que sea/ será mucho”. Esto explica que nosotros los optimistas, tan ilusos como para creer que hemos venido a este mundo a pasarlo en grande o que no vivimos en un país de bárbaros, llevemos una vida amarga.
Este verano mi familia me convenció de que, a fin de combatir mis achaques de sesentón, pasase unos días en un balneario. Lo hice a finales de agosto. Durante el viaje en coche sintonicé la radio más escuchada de España. Como de costumbre, las noticias no invitaban al optimismo: seguían hablando de los miles de fugitivos del hambre y las guerras que se juegan la vida intentando alcanzar nuestras costas en travesías suicidas mientras el Gobierno y la oposición se tiran los trastos a la cabeza intentando arañar cuatro votos de mierda, en vez de ponerse de acuerdo de una puñetera vez para acoger a esos infelices como si fueran nuestros hermanos y nuestros hijos, que es lo que son.
Invulnerable al desaliento (o casi), pasé a escuchar la tertulia, durante la cual el moderador entrevistó a Manuel Albares, ministro de Exteriores, a quien preguntó si Venezuela es una dictadura; en vez de adaptar a sus necesidades de diplomático la respuesta que dio Oscar Wilde a la pregunta de si el dinero da la felicidad (“No, pero da algo que se le parece tanto, tanto, tanto, que a veces es muy difícil distinguirlo de ella”), el ministro alegó que él no era politólogo y esquivó la pregunta. “Pues yo sí soy politólogo”, intervino entonces un prestigioso tertuliano, como advirtiendo: “Ojo que voy: apartad a las criaturas”. Y, en efecto, tras reprender un poquito al ministro, el tertuliano empezó una confusa explicación con esta frase: “Como dice Michel Foucault, una cosa son las palabras y otra las cosas”. La cita no venía a cuento ni, a decir verdad, revelaba un conocimiento exhaustivo de la obra del autor de Las palabras y las cosas; pero lo peor no fue eso: lo peor fue que el tertuliano no dijo “Michel” -a la francesa-, sino “Michael” -a la inglesa-, como si creyese que Foucault, uno de los pensadores más influyentes del último medio siglo, era de Minnesota, lo que es más o menos como creer que Immanuel Kant era de Murcia (y se llamaba Manolo). “Virgen Santísima del Perpetuo Socorro”, me dije, muerto de vergüenza ajena. “Que nadie haya escuchado eso”.
Por fin llegué al balneario, que resultó ser un local pijo y eco friendly: según anunció la recepcionista, en las habitaciones no había ni zapatillas, ni utensilios de higiene, ni casi nada, “para evitar la acumulación de residuos”. Tampoco había televisión (“para desconectar”), pero sí libros. “Si alguno le gusta mucho”, declaró, “puede llevárselo”. Por una vez -y sin que sirva de precedente-, los pijos me cayeron bien: lo de la televisión es una idiotez -la televisión no es ni buena ni mala: todo depende de lo que se haga con ella-, pero me imaginé a un tipo normal y corriente -fuese eco friendly o no- abriendo por casualidad un ejemplar de las Vidas paralelas de Plutarco y diciéndose mientras se caía del caballo: “Joder, tío, este romano mola que te cagas”. Como es lógico, al entrar en la habitación me abalancé sobre los libros; la decepción fue monumental: eran tan malos que estoy seguro de que uno se aburre muchísimo más y aprende muchísimo menos leyéndolos que viendo Grand Prix o First Dates, dos programas que (dicho sea entre paréntesis) no he visto en mi vida.
No sigo. Baste decir que volví del balneario hecho polvo, más viejo y con más achaques que nunca. Desengáñense: aquí no hemos venido a pasarlo en grande; aquí hemos venido a sobrevivir como se pueda. Desengáñense: seguimos siendo una panda de botarates. El optimismo es un error; la esperanza, también: entérate de una vez, Byung-Chul Han.