Teoría y práctica de los días felices

Uno ante todo se quedó con el pensamiento de que las cosas pueden ser espléndidas sin necesidad de ser perfectas

Casas multicolores Junto al río Wensum en Norwich.Aubrey Stoll (Getty Images)

Cuál es el día más feliz de su vida? Del mío puedo decirle que al principio, más que feliz, pintaba muy negro. Cumplía 40 años en el verano de la covid y una carambola pandémica —contagios, cuarentenas— me había dejado con la novia mala, los amigos fuera y la familia lejos. Solo y sin plan. Cuando uno escribe, la relación con la soledad puede tener más de aprovechamiento que de aborrecimiento. Pero los ٤٠ años son una puerta oscura que, siquiera para redistribuir el susto, uno prefería atravesar acompañado. ¿Qué hacer? Ya sin margen, a última hora tomé una decisión que rara vez se le ha ocurri...

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Cuál es el día más feliz de su vida? Del mío puedo decirle que al principio, más que feliz, pintaba muy negro. Cumplía 40 años en el verano de la covid y una carambola pandémica —contagios, cuarentenas— me había dejado con la novia mala, los amigos fuera y la familia lejos. Solo y sin plan. Cuando uno escribe, la relación con la soledad puede tener más de aprovechamiento que de aborrecimiento. Pero los ٤٠ años son una puerta oscura que, siquiera para redistribuir el susto, uno prefería atravesar acompañado. ¿Qué hacer? Ya sin margen, a última hora tomé una decisión que rara vez se le ha ocurrido a un ser humano: ir de viaje de placer a Norwich.

Bien: ir de viaje de placer a Norwich parece una idea tan poco cabal como una cita romántica en la incineradora de Valdemingómez. Y ahora podría decir que solo se lo parecerá a quien —como yo entonces— no conoce Norwich, y extenderme de paso sobre sus maravillas: que si sus iglesias, que si su catedral, que si esos grandes almacenes que, con no menos grandes optimismos, han dado en llamar “el Harrods del norte”. Podría añadir que tiene librerías como para quedarse hibernando en ellas. Unas calles medievales que no parecen tocadas por Walt Disney. Y un pub junto al río donde, a eso de las siete o las ocho, ya te da igual celebrar tu cumpleaños o que venga la parca, porque uno solo quiere dejarse mecer por la caída de la tarde.

No los engaño: Norwich no proporciona “emociones fuertes” ni “experiencias únicas”. No es las cataratas del Niágara. No puedes decir “he ido a Norwich” y que la gente piense “acaba de doblar el cabo de Hornos”. Sus maravillas son ciertas, pero limitadas. ¿De dónde, pues, tanta felicità? Coger el tren ayuda, claro: la felicidad siempre tiene un fondo sobre el que se proyecta —bares o mares, montañas o libros— y uno tiene la inclinación del tren. El mero hecho de viajar solo, con la ilusión de una libertad irrompible. El comprobar, también, que al final de lo humano hay algo ligero: amamos la normalidad, pero más aún cuando viene moteada de sorpresa o altera su guion y, voilà, de pronto resulta que Norwich no es tan feo. Remando más adentro, está sin duda un consuelo a la vez real e imperceptible: a la vida no le disgusta, de cuando en cuando, un grado de insensatez por nuestra parte. Incluso tiende a premiarlo. De esos días, sin embargo, uno ante todo se quedó con el pensamiento de que las cosas pueden ser espléndidas sin necesidad de ser perfectas.

Sería injusto, por supuesto, no confesar que me lo pasé como un muchacho. Nada más llegar a The Norfolk Club, el portero me dijo: “Los viernes nos vamos a las tres y no abrimos hasta el lunes”. Me dio la llave del caserón y —consciente de las prioridades— me señaló el bar, con la indicación de apuntarlo si me tomaba un pelotazo. Mi cuarto era cómodo, y tan moderno que incluso tenía luz eléctrica. Al fin, tras dar cuenta de una muestra canónica de la parquedad inglesa con la proteína, eché una cabezada en la propia biblioteca del club, que estaba coronada por un cartel memorable: “No aceptamos novelas”. Al día siguiente —mi cumpleaños— me fui a Ely, donde vi la catedral, entré en la salchichería, trasteé en la tienda de baratijas y celebré los 40 con media botella de champán y, viva España, media más de Puligny. Aunque no era domingo, fui a la iglesia: cada 40 años no hace daño. Por la tarde me compré un calendario de mesa: el anticuario era un gruñón, pero el calendario, ay, ya resultaba pertinente.

Para tener un día bueno basta hoy con no cruzarse con ningún bobo por Twitter, pero —mientras volvía a Londres— pensé que los días más felices parecen siempre ligados a la presencia de un amor. Quizá porque el amor nos devuelve al mundo como era o como debería ser: antes del pecado original, el mundo, pensaba, debía seguir el orden maravilloso que en él ve el enamorado. Seguramente es en virtud de ese recuerdo que todavía hoy el amor da sentido a las cosas. Y sin embargo —me extrañaba— yo había estado, en un día no menor, tan solo y tan suelto, tan libre y tan feliz. ¿Quizá habíamos llegado ya a un estado de civilización en el que nos bastamos para todo, uno está completo por sí mismo, y no hay por qué complicarse con nada ni con nadie? Al llegar a casa vi en la puerta las flores que me había mandado mi novia. No es uno muy de flores, pero supe que, de algún modo, ahí estaba la respuesta.

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