La peor clase política

Entre el beneficio personal y el bien común, Adolfo Suárez eligió el bien común

Claudio Álvarez

Hace unos meses, Alberto Núñez Feijóo, líder del PP, declaró: “Tenemos la peor clase política de la democracia”. ¿Es verdad? Mi primera respuesta a esa pregunta es la siguiente. En 1971, durante un viaje de Estado a Pekín, Henry Kissinger le preguntó a Zhou...

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Hace unos meses, Alberto Núñez Feijóo, líder del PP, declaró: “Tenemos la peor clase política de la democracia”. ¿Es verdad? Mi primera respuesta a esa pregunta es la siguiente. En 1971, durante un viaje de Estado a Pekín, Henry Kissinger le preguntó a Zhou Enlai qué pensaba sobre la Revolución Francesa. El primer ministro chino contestó: “Es demasiado pronto para opinar”. (La historia tiene truco: Enlai confundió la revolución de 1789 con la de 1968). El primer gobierno de Adolfo Suárez se formó en julio de 1976, cuando España todavía era una dictadura; la prensa lo bautizó como “El gobierno de los penenes”: los penenes eran los Profesores No Numerarios, la clase más baja del escalafón docente en la universidad; pues bien, en menos de un año esa panda de mindundis, capitaneados por el mindundi máximo, llevó a cabo una operación inverosímil: desmontó una dictadura, montó una democracia o los fundamentos de una democracia y convocó las primeras elecciones libres en 40 años. Así que estoy de acuerdo con Zhou Enlai: es demasiado pronto para opinar que tenemos la peor clase política de la democracia.

Pero esa es sólo mi primera respuesta; la segunda es otra pregunta. En 1982, un año después de su dimisión como presidente del Gobierno y del golpe de Estado del 23 de febrero, Adolfo Suárez se ha refugiado con sus últimos fieles en un despacho de abogados. El presidente se lame las heridas de su paso por el Gobierno; piensa en su futuro. Por fin decide: funda un nuevo partido (el CDS) y anuncia que regresa a la política y que se presenta a las próximas elecciones, previstas para octubre de ese mismo año. Un día, en pleno zafarrancho preelectoral, le aconsejan que reciba a uno de los estrategas que el año anterior elevó a Ronald Reagan a la presidencia de Estados Unidos. Suárez acepta. Los testimonios de la escena difieren en los detalles, pero no en lo esencial. “¿Quiere usted ganar las elecciones?”, le preguntó el estratega a Suárez. “Por supuesto”, contestó el presidente. “Entonces, nómbreme director de su campaña electoral y permítame usar la grabación del golpe del 23 de febrero”, dijo el estratega. “Si machacamos a los españoles con la imagen de usted ese día en el Congreso, le prometo que en las elecciones no sacará menos de 100 diputados”. Todos recordamos la imagen: Suárez, inmóvil en su escaño azul de presidente del Gobierno, solo en medio de un rojo desierto de escaños vacíos mientras las balas de los golpistas zumban a su alrededor y todos los demás parlamentarios presentes en el hemiciclo —todos menos dos: el vicepresidente del Gobierno, el general Gutiérrez Mellado, y el secretario general del PCE, Santiago Carrillo— obedecen las órdenes de los golpistas y se tiran al suelo, buscando refugio bajo sus asientos… Es fácil imaginar que, tras escuchar aquella propuesta, Suárez blandiera por un segundo su eterna sonrisa de chulito de Ávila; lo seguro es que le alargó la mano al estratega, le dio las gracias y le dijo que ya podía marcharse. También es fácil entender por qué ese día Suárez obró como obró: la imagen del 23 de febrero, en manos de la propaganda electoral, era demoledora para sus adversarios políticos (todos ellos presentes aquella tarde en el hemiciclo), pero letal para la democracia naciente de su país, un recordatorio irrefutable de que sólo él y sus dos viejos compinches habían demostrado estar dispuestos a jugarse el tipo por la democracia. En otras palabras, entre el beneficio personal y el bien común, Suárez eligió el bien común. Resultado: el arquitecto de la democracia y héroe del 23 febrero obtuvo dos diputados en las elecciones de 1982, al año siguiente del golpe. La gratitud de la patria.

Y ahora díganme: ¿piensan ustedes que algún líder político actual sería capaz de un gesto semejante? ¿Creen que eso está al alcance de algún representante de una clase política cuyo único artículo de fe conocido sostiene que hay que hacer de la necesidad virtud, una forma eufemística de decir que el fin justifica los medios y que el interés personal y el del propio partido equivalen sin excepciones al bien común? Esa es mi pregunta.

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