¿Por qué se rompen tan pocos récords mundiales en los Juegos Olímpicos?

La tecnología, la alimentación y la inversión en deporte de élite son hoy clave para que el humano siga rompiendo, sobre el tartán o en el agua, sus límites fisiológicos. No es probable que veamos muchas plusmarcas en París, porque los JJ OO son más dados a la emoción que a las plusmarcas, pero quién sabe si podremos asistir a un instante mágico como el de Bob Beamon en México 68.

Michael Phelps, en Río 2016.Adam Pretty (Getty Images)

La noche antes de asaltar los cielos, Bob Beamon hizo el amor con su pareja, se tomó un buen vaso de vino tinto y un par de tequilas y estuvo alrededor de media hora escuchando jazz hasta que consiguió conciliar el sueño. Al día siguiente, acudió al Estadio Olímpico Universitario de Ciudad de México como quien va a la oficina, se propulsó sobre el tartán con 29 zancadas pulcras y precisas y, tras un vuelo sin motor de apenas un segundo, aterrizó a una distancia insólita: 8 metros y 90 centímetros...

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La noche antes de asaltar los cielos, Bob Beamon hizo el amor con su pareja, se tomó un buen vaso de vino tinto y un par de tequilas y estuvo alrededor de media hora escuchando jazz hasta que consiguió conciliar el sueño. Al día siguiente, acudió al Estadio Olímpico Universitario de Ciudad de México como quien va a la oficina, se propulsó sobre el tartán con 29 zancadas pulcras y precisas y, tras un vuelo sin motor de apenas un segundo, aterrizó a una distancia insólita: 8 metros y 90 centímetros, 55 centímetros más que el anterior récord del mundo de salto de longitud.

Para calibrar la magnitud de su hazaña, basta con añadir que la plusmarca establecida estuvo en vigor casi 23 años, desde octubre de 1968 a ese agosto de 1991 en que otro atleta afroamericano, Mike Powell, se puso la capa de superhéroe y consiguió saltar cinco centímetros más que Beamon. Y más elocuente aún resulta constatar que, 33 años después, ­Powell y Beamon siguen en la cúspide de su disciplina. Solo uno de los 10 mejores saltadores de longitud de la historia, el jamaicano Tajay Gayle (décimo con una marca de 8,69), está ahora mismo en activo. La mayoría dejó de competir hace al menos 20 años. Gayle se medirá dentro de unos días en los Juegos de París a un rival tan formidable como el griego Miltiadis Tentoglou, campeón olímpico en Tokio 2020, pero no resulta en absoluto previsible que ni uno ni otro consigan reducir en la capital francesa esa distancia de más de un palmo que les separa aún del legendario Beamon. El salto de longitud lleva décadas sin estar a la altura de su pasado.

El mítico salto de Bob Beamon, en México 68.Tony Duffy (Allsport / Getty Ima

En realidad, los expertos vaticinan que los de este verano van a ser unos Juegos muy poco pródigos en récords mundiales en las disciplinas atléticas masculinas y tal vez algo más en las femeninas, la natación o el ciclismo en pista. Los pronósticos se centran en la nadadora australiana Kaylee ­McKeown, una competidora en estado de gracia que lleva meses rondando su propia plusmarca en los 100 metros espalda, o en el rumano David Popovici, firme candidato a nadar más deprisa que ninguno de sus predecesores históricos tanto en 100 como en 200 metros libres. También en el levantador de peso Hampton Morris, el campeón de escalada deportiva Sam Watson o, en menor medida, en la velocista jamaicana Shericka Jackson, a la que se intuye, a sus 29 años, capaz de perpetrar una hazaña de muy alto calibre que sería, además, un acto de justicia poética: batir el récord de los 200 metros lisos que estableció en 1988 Florence Griffith Joyner, una marca hoy bajo sospecha de dopaje, como casi todas las fijadas en su día por la mujer más veloz de la historia.

Emilio Fernández Peña, director del Centro de Estudios Olímpicos de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), lamenta la ausencia en París, por lesión, de la venezolana Yulimar Rojas, plusmarquista “probable” en triple salto, y da por poco menos que descontado el récord mundial en pértiga de ese titán que es el sueco Armand Duplantis: “Como Serguéi Bubka en los ochenta y los noventa, Duplantis está tan solo en la cima de su disciplina que puede permitirse el lujo de dosificarse e ir batiendo su propia marca centímetro a centímetro, así que dudo de que deje pasar la oportunidad de dejar huella en unos Juegos Olímpicos”.

Florence Griffith Joyner, tras vencer en los 100 metros lisos de los clasificatorios estadounidenses para Seúl 88.Tom Strickland (AP / LaPresse)


Duplantis es una excepción. Muy pocos atletas, según argumenta Peña, “pueden alcanzar un pico excepcional de rendimiento en las condiciones de extrema competitividad y tensión máxima que se registran en un programa olímpico, es mucho más probable que los récords se batan en critériums o pruebas más cotidianas y de menor exigencia”.

Hay que tener muy en cuenta, además, los límites biológicos del cuerpo humano, una máquina con un grado de perfectibilidad notable, pero ni mucho menos infinito. Ya en 2008, el investigador estadounidense Paul Dimeo planteaba que el ritmo de progresión de las marcas deportivas llevaba varios años ralentizándose a medida que se aproximaba al techo fisiológico de nuestra especie. Dimeo pretendía demostrar también, con datos empíricos, que entre el final de la Segunda Guerra Mundial y los Juegos de Montreal de verano de 1976 se había registrado una progresión acelerada atribuible a factores como la profesionalización del deporte, la competencia entre EE UU y la URSS en el contexto de la Guerra Fría o, muy especialmente, el uso indiscriminado de sustancias dopantes. Con la introducción de una firme política contra el dopaje en acontecimientos como los Juegos, la curva de incremento empezó a declinar.

El sueco Armand Duplantis, rey absoluto actual del salto con pértiga, en una competición indoor en Berlín el pasado mes de febrero.Maja Hitij (Getty Images)

Pedro J. Benito, catedrático en Fisiología del Deporte de la Universidad Politécnica de Madrid, asume que las conclusiones de Dimeo son, en esencia, correctas. Pese a todo, según resalta, “es significativo que la progresión se ha ralentizado, sin duda, pero ni mucho menos detenido”. Las mejoras en la alimentación, calidad y esperanza de vida que se vienen registrando en las últimas décadas no explican por sí solas “un aumento gradual del rendimiento deportivo en muchas disciplinas que sigue estando bastante por encima del progreso genético general de la especie”. Benito lo atribuye a “una nube de factores muy heterogéneos”, pero muy especialmente “al alto grado de inversión, tanto pública como privada, en deporte de élite, y al efecto de la tecnología aplicada a aspectos como la tecnificación, la preparación física o la dieta”.

Pedro Emilio Alcaraz, investigador del equipo de alto rendimiento deportivo de la Universidad Católica San Antonio de Murcia, añade también a ese círculo virtuoso “la mejora de materiales y herramientas, de las nuevas pértigas al calzado deportivo ultraligero y de clavos rígidos o la línea de bañadores ergonómicos cuyo uso, en algunos casos, se ha llegado a desechar por considerarlo poco menos que doping indumentario”. Alcaraz añade: “Campos de innovación tecnológica como la inteligencia artificial o la ciencia de datos nos están permitiendo pasar de un modelo intuitivo de promoción del alto rendimiento a otro mucho más científico, reduciendo así los márgenes de incertidumbre, planificando mucho mejor los entrenamientos o avanzando de manera decisiva en un aspecto tan crucial como la prevención de lesiones”. Para Alcaraz, está marcando la diferencia “la creciente longevidad de los deportistas de élite, que no hace mucho, en la mayoría de las disciplinas atléticas, llegaban a su cénit en torno a los 21 o 22 años y a partir de ahí empezaban a perder fuelle. Ahora resulta mucho más factible que se mantengan en esa zona de rendimiento óptimo hasta mucho más tarde, lo que, entre otras cosas, les permite sacar un enorme partido de la experiencia adquirida en la alta competición”.

Hampton Morris, durante una competición de halterofilia en Bulgaria el pasado febrero.Vassil Donev (EFE / EPA)

Fernández Peña aporta otro factor: “El deporte se ha consolidado como uno de los últimos reductos de la meritocracia y la cultura del esfuerzo en sociedades, como la nuestra, que parecen haber perdido la fe en el futuro y caído en un cierto relativismo”. La excelencia deportiva, según el académico, “resulta un objetivo ilusionante de por sí” y, sobre todo, “exige talento y una dedicación sistemática, innegociable”. A cambio, “puede convertirse en un ascensor social que proporciona dinero, prestigio y consideración pública”. Con el esfuerzo como combustible básico y la competitividad extrema como propulsor, “el deporte puede seguir progresando a un ritmo discontinuo, pero orgánico, incluso cuando el resto de la sociedad parece que se estanca o declina”.

Fernández Peña reivindica los Juegos Olímpicos de la era moderna como “un acontecimiento regido por unos valores muy firmes que lo dotan de un enorme capital simbólico”. Él mismo ha sido uno de los relevistas que han contribuido a transportar este año la antorcha olímpica de las ruinas del templo de Hera, en Olimpia (Grecia), a París. Ha podido vivir muy de cerca “lo rico y sugerente que resulta el ritual que creó hace más de un siglo el barón de Coubertin”.

Una de esas deportistas es la saltadora valenciana Fátima Diame, que a los 27 años está a punto de competir en sus segundos Juegos, tras los de Tokio. Para Diame, se trata del evento “al que todo deportista debe aspirar”, la culminación de un ciclo de cuatro años que exige “un alto grado de dedicación y sacrificio”. La atleta valora que la progresión registrada en los últimos años, desde que se integró en el equipo de élite que entrena y coordina el antiguo medallista Iván Pedroso, le permite acudir a París “con expectativas más altas que las que tenía en Tokio”.

Diame se entusiasmó por los Juegos a edad muy temprana: “Recuerdo las historias de Montreal 1976 que me contaba mi exentrenador Rafa Blanquer o las de Sídney de mi antigua compañera de equipo Glory Alozie”. Ellos contribuyeron a que germinase en ella el deseo de “luchar al máximo para vivir algún día esa experiencia”. En la recta final antes de la llegada del gran acontecimiento, la saltadora destaca que hay que conducirse con paciencia y controlar los nervios, entrenando y compitiendo “con la intensidad de siempre, aunque con un poco más de cuidado para evitar lesiones”.

Para que la progresión gradual de las marcas sea posible, resulta más necesaria que nunca una medición precisa de las actuaciones de los deportistas. En su jornada de gloria de octubre de 1968, Bob Beamon tuvo que padecer una espera de alrededor de 20 minutos mientras los jueces validaban su marca recurriendo a una cinta métrica de metal, porque el sistema de medición óptica que se había incorporado por entonces no podía procesar un salto tan por encima de las expectativas. En cuanto le tradujeron a pies y pulgadas los estratosféricos 890 centímetros que acababa de saltar, el atleta de Queens se desplomó, víctima de una brusca cataplexia, una pérdida de control del tono muscular de las extremidades que se produce en situaciones de tensión extrema.

David Popovici, en los Europeos de Belgrado 2024.Novak Djurovic (Reuters / Contac

Hoy en día, los Juegos Olímpicos disponen de sistemas tecnológicos a prueba de cataplexia. De ello se encarga Omega, cronometrador oficial del evento desde 1932. Alain Zobrist, consejero delegado de Swiss Timing, división de cronometraje deportivo de la relojera suiza, destaca que la principal novedad que se va a incorporar en París tiene que ver con “un uso creciente de la tecnología de datos que permitirá contar con mayor precisión lo que ocurre en cada una de las pruebas”.

Para Zobrist, recursos como “el uso de un sistema de cámaras que ofrecerá imágenes tridimensionales muy precisas de todo lo que ocurre dentro y fuera del agua en la prueba de saltos” contribuirán a mejorar la experiencia. Otro desarrollo tecnológico reseñable es el sistema de foto finish Scan’O’Vision Ultimate, una virguería “con capacidad para realizar hasta 40.000 imágenes digitales por segundo de la línea de meta de las carreras”, lo que permitirá “ofrecer a los jueces de manera casi instantánea un orden de llegada definitivo con un grado de precisión bastante superior al habitual”. El objetivo de este despliegue de tecnología aplicada no es otro que “resolver más allá de toda duda razonable cuál ha sido el resultado de cada prueba concreta”.

Usain Bolt, tras batir el récord de los 100 metros en el Mundial de Berlín 2009.Mark Dadswell (Getty Images)

Los próximos Juegos prometen ser un espectáculo de primer nivel. Lo que no van a poder garantizar es una cosecha de récords del mundo a la altura de esos 22 en los Juegos Olímpicos “milagro” de México 1968. Puestos a expresar un deseo, por improbable que resulte su cumplimiento, a Pedro J. Benito le gustaría que “alguien fuese capaz de correr el maratón en menos de dos horas”, pulverizando una de las barreras simbólicas más sugerentes que ofrece el deporte de alta competición. “Sería una extraordinaria victoria de la voluntad del ser humano sobre los techos e imperativos biológicos”, concluye Benito. Un nuevo salto de Beamon que nos propulsaría un par de décadas hacia el futuro.

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