La palabra cruel
La crueldad es un estado superior de la violencia: la violencia ejercida o contemplada con placer
Walt Disney nos engañó de nuevo. Cruella de Vil no es realmente cruela: solo es contemporánea, quiere mostrar que tiene los abrigos más guais cueste lo que cueste, y el precio es matar dálmatas. Ser cruel no es eso: Cruella lo sería si su abrigo le importara menos que la busca y captura, la masacre de perritos manchados.
La palabra puede ser cruel, pero la palabra cruel puede no serlo: pura descripción. Cruel es, según el diccionario, quien “...
Walt Disney nos engañó de nuevo. Cruella de Vil no es realmente cruela: solo es contemporánea, quiere mostrar que tiene los abrigos más guais cueste lo que cueste, y el precio es matar dálmatas. Ser cruel no es eso: Cruella lo sería si su abrigo le importara menos que la busca y captura, la masacre de perritos manchados.
La palabra puede ser cruel, pero la palabra cruel puede no serlo: pura descripción. Cruel es, según el diccionario, quien “se deleita en hacer sufrir o se complace en los padecimientos ajenos”. La crueldad es un estado superior de la violencia: la violencia ejercida o contemplada con placer. Últimamente esa forma de la violencia había perdido su prestigio. Pero antes, por milenios, fue un recurso muy utilizado.
Cualquiera puede ser cruel, pero no hay nada como la crueldad de quienes reclaman el monopolio de la violencia: los Estados. La crueldad siempre fue la manera de darle a la violencia de los poderes su papel ejemplar: la Inquisición no habría sido lo que fue si no se hubiera regodeado en los detalles de sus potros y sus hierros candentes y sus hogueras para los dudosos. El espectáculo de la violencia tenía dos fines principales: asustar a los posibles transgresores y mostrar que el poder tenía ese poder. Y uno que no era secundario: permitir que multitudes disfrutaran del sufrimiento ajeno, que ejercieran plenamente su crueldad.
Lo hicieron, por ejemplo, muchos miles el 28 de marzo de 1757 en la Place de Grève, cuando Francia quiso castigar a un regicida fracasado, Robert Damiens, un perturbado bajito picado de viruela que rasguñó a Luis XV con una navaja. El castigo intentó ser ejemplar: durante 10 horas el verdugo Sansón le arrancó carne con tenazas al rojo, le quemó con azufre la mano criminal, le echó cera, plomo y aceite hirviendo en las heridas y, por fin, le ató los miembros a cuatro caballos para descuartizarlo. Y al otro día arrasaron su casa, cuyo papel en el crimen no terminaba de estar claro, y echaron del reino a toda su familia.
Crueldad era eso: dar libre curso a la imaginación, inventar daños y más daños, hacer de la violencia un espectáculo y una lección —y fue, por milenios, la forma en que la “justicia” se ejercía. Las ejecuciones fueron, hasta principios del siglo pasado, espectáculos muy apetecidos: placer de ver sufrir. Pero después la crueldad empezó a quedar mal. Fue, sospecho, tras la mayor violencia que conoció la humanidad: la Segunda Guerra Mundial, sus 60 millones de muertos.
Desde entonces la amenaza de los Estados se ejerció sin alharacas. Siguieron torturando pero en secreto, sótanos oscuros y la música alta. La crueldad era mal vista y se suponía que no servía como disuasión para sus víctimas sino vergüenza para sus verdugos. La violencia se ocultaba o se justificaba en nombre de la necesidad; no se volvía crueldad. Es la época derechohumanista en la que muchos seguimos, pudorosa. Los ejemplos abundan: pocos actos estatales más violentos que dejar que una barca atestada se pierda en el mar y sus migrantes mueran de sed, de sol, de hambre. Sucede todo el tiempo y los Estados que podrían solucionarlo no lo solucionan, pero no se jactan. Se privan de decir en voz alta —aunque lo hagan en silencio— aquello de miren cómo terminan los tontos que se embarcan, no lo hagan porque pueden terminar igual.
Pero ahora parece que la crueldad —la exhibición de la violencia— está de vuelta. En la guerra presente Hamás no dejó de mostrarla; Israel, más en la línea previa, la ejerce con creces pero trata de no hacerse cargo. En cambio en Ñamérica el espectáculo de la violencia ha retornado pleno. El triunfo de la crueldad son esas fotos que puso de moda el salvadoreño Bukele —prisioneros semidesnudos apretados apiñados— y ya copiaron sus colegas de Ecuador y Argentina. O los actos de un Milei que deja a miles de trabajadores en la calle o a millones de pobres sin comida. Y, sobre todo, el aplauso que esos gestos reciben de multitudes satisfechas.
Tantos, ahora, “se complacen en los padecimientos ajenos” so pretexto de que esos ajenos provocan padecimientos y no merecen, por lo tanto, ninguna consideración. Había una idea: que éramos tan justos y tan poderosos que podíamos dejar de aplicar el ojo por ojo, condenar la crueldad y derramar sobre todos, aún los peores, el bálsamo de los derechos democráticos. Ahora parece que el miedo arrampló con ella. Nos convencieron del peligro, nos aterramos, y ya no somos poderosos ni justos; solo somos crueles, que es una forma de la debilidad —y pedimos, para disimularla, más violencia.