Los poderes sociales de las casas modulares
Un pionero proyecto liderado por una pequeña ONG en la ciudad inglesa de Cambridge explora nuevas vías para ofrecer alojamientos temporales a personas sin techo
Matt Wiseman no tiene ni idea de qué cambió en su noveno intento de desintoxicación, qué demonios hizo diferente a los ocho anteriores, en los que había fracasado. El caso es que esa vez funcionó. Seguramente por eso, 12 años después, entre las claves que describe para trabajar con personas sin techo —la mayoría con problemas mentales y de adicciones—, coloca en un lugar privilegiado la comprensión y la paciencia. “Nunca te rindas,...
Matt Wiseman no tiene ni idea de qué cambió en su noveno intento de desintoxicación, qué demonios hizo diferente a los ocho anteriores, en los que había fracasado. El caso es que esa vez funcionó. Seguramente por eso, 12 años después, entre las claves que describe para trabajar con personas sin techo —la mayoría con problemas mentales y de adicciones—, coloca en un lugar privilegiado la comprensión y la paciencia. “Nunca te rindas, eso es lo que aprendí yo”, explica. Y si no funciona de una manera, pruebas de otra y, si no, de otra, y de otra… Precisamente por eso estamos hoy aquí, en una mañana de finales de 2023, en una humilde oficina de la ONG Jimmy’s Cambridge, en el municipio inglés del mismo nombre, mundialmente conocido por su universidad. Porque esa filosofía está detrás de la idea que ha convertido a esta pequeña organización —cuyo principal motor es que nadie debería dormir en la calle— en un laboratorio de innovación social gracias a un proyecto pionero en torno a cuatro miniurbanizaciones de minicasas modulares. En total, se trata de 22 pequeños espacios —25 metros cuadrados—, completos e independientes —con sus muebles, su baño, su cocina, su porche de entrada—, pero a la vez vinculados a otros similares que les ofrecen un ambiente de comunidad junto a otros residentes en su misma situación. Son para las personas sin techo un paso intermedio, tutelados por los trabajadores de la ONG, en el pedregoso camino que separa dormir al raso y volver a retomar completamente las riendas de sus vidas.
Las casas (construidas y montadas en una fábrica a partir de módulos, listas para ser transportadas y colocadas donde haga falta) se han convertido en una herramienta común para combatir el sinhogarismo en un contexto de crecientes necesidades. En Europa hay casi 900.000 personas sin hogar, un 70% más que a finales de 2000, según la Federación Europea de Organizaciones Nacionales que Trabajan con Personas sin Hogar; y en EE UU son unos 653.000, la cifra más alta desde que el Gobierno comenzó a hacer esta estadística, en 2007. En Barcelona, por ejemplo, el Ayuntamiento ofrece desde 2019 alojamientos provisionales en dos pisos de apartamentos construidos a partir de contenedores reciclados. En Los Ángeles (EE UU) se construyó durante la pandemia el Hilda L. Solis Care First Village, con 132 habitaciones, también construidas a partir de contenedores de transporte, en un complejo que ofrece servicios de apoyo y una cocina comercial completa.
Además de las connotaciones negativas del uso de contenedores —al menos, en cuanto a su percepción inicial—, el proyecto de Cambridge presenta sensibles diferencias. Ubicadas en el centro de la ciudad —cerca de servicios y de posibilidades de empleo—, cada una de las casas, hechas principalmente con madera laminada, permiten hacer vidas completamente independientes, lo cual es importante por innumerables razones. Algunas, tan singulares como que el hecho de tener mascotas hace que muchas personas sin techo no quieran usar los albergues, ya que deben dejar fuera a sus perros o gatos (así lo han explicado en más de una ocasión los trabajadores sociales de la ciudad de Madrid).
“En ciudades con tanta presión y tan poco espacio para construir nuevas viviendas, se trata de utilizar pequeños espacios libres y poner esas casas. Y, dentro de 5 o 10 años, puedes llevar la grúa, levantar las casas modulares y trasladarlas a otro sitio”, explica Mark Allan, el director ejecutivo de Jimmy’s Cambridge.
De una manera parecida a lo que cuenta Wiseman de su noveno intento, Allan no sabe explicar exactamente cómo y de quién surgió la idea de las minicasas. Dice que simplemente nació del encuentro en el lugar y el momento indicados de una ONG que buscaba el modo de ofrecer casas asequibles de forma rápida en una ciudad tan cara como Cambridge (el precio medio de una vivienda es de 630.000 euros, un 77% por encima de la media de Inglaterra, según el INE británico); otra dedicada a ofrecer soluciones innovadoras para compañías y organismos que quieren tener un impacto social (Allia); una empresa social de construcción ética (New Meaning Foundation), y una entidad religiosa que tenía un terreno vacío disponible (la Iglesia de Cristo Redentor). “Nada sucede de forma aislada. Se necesita una comunidad”, insiste Allan.
Así nació en 2020 la primera miniurbanización —luego llegarían otras tres, con casas donadas por la empresa londinense The Hill Group en terrenos cedidos por el Ayuntamiento— de seis viviendas al este de Cambridge, cerca del aeropuerto. Cada una de ellas tiene su porche y, a diferencia de las que llegarían después, cuentan también con un gran jardín común. Porque si una de las claves es la independencia —la poderosa imagen de su propia puerta, que se puede abrir y cerrar cuando a uno le dé la gana—, otra es la posibilidad de conexión para no sentirse aislado. “Hemos aprendido que un número reducido de unidades [tres de las urbanizaciones tienen seis casas, y la otra, cuatro] es mejor para crear una minicomunidad y que es muy importante tener un espacio común. Para eso sirve ese gran jardín, pues crea un espacio donde la gente puede salir y conocerse. Esa primera urbanización es precisamente la que mejor funciona. No se trata de amontonar casas sin más”, explica Allan.
Se trata, de hecho, de equilibrios, pero eso también tiene una parte negativa con la que hay que lidiar. “Lo triste es cuando ves a alguien hacerlo muy muy bien, pero sabes que va a ser muy duro para él, que va a tener que luchar porque a los compañeros de los otros módulos no les está yendo tan bien. Estamos buscando respuestas para eso, pero no hemos encontrado ninguna todavía”, explica Wiseman. Él lleva desde el principio en el proyecto y ahora es el jefe del equipo que trabaja con los residentes; está convencido de que, cuando consigan mejorar el proceso, “va a ser un éxito brillante”.
Pero sabe que el camino hasta conseguirlo no es fácil: ha visto a inquilinos que se han tenido que trasladar a un piso compartido porque fueron víctimas de redes de tráfico de drogas —buscan a personas vulnerables para que se encarguen del menudeo—, a otro con comportamientos agresivos que tuvo que ser desahuciado —proceso que no es sencillo— por atacar a un vecino con un palo de golf, a otros que no consiguen superar su adicción pese a todos los esfuerzos. “Aún me sigue sorprendiendo el poder de la adicción; ahora mismo lo peor es el crack porque no tiene sustituto farmacológico”, suspira Wiseman.
Pero también ha visto cómo algunos de ellos —de momento, tres— han logrado dar el salto a un apartamento propio, a otros que están muy cerca de conseguirlo y a algunos más que han estabilizado sus vidas en estas minicasas y, de hecho, no quieren moverse de allí. Una de las propuestas de mejora que les han planteado los especialistas de la Universidad de Cambridge (que están evaluando el proyecto desde el principio) es flexibilizar “la duración del arrendamiento y ampliarlo más allá del periodo inicial de dos años” para ayudar “a los residentes a tener más tiempo para mejorar sus circunstancias antes de mudarse”, dice el último informe del Centro de Investigación sobre Vivienda y Planificación de Cambridge.
Este texto también les aconseja que, si es posible, todas las miniurbanizaciones tengan un buen espacio verde común. Y aplaude la decisión de la ONG de establecer un periodo de prearrendamiento para intentar predecir si los candidatos —hay pocas casas, por supuesto que hay que elegir para quiénes son— se van a adaptar bien. “No es fácil, para empezar, aceptar las normas”, explica Wiesman. “Por ejemplo, los inquilinos tienen que estar en casa a las once de la noche, con lo cual están perdiendo dinero, el horario de máxima mendicidad en Cambridge es de once de la noche a cuatro de la madrugada. Y pueden llegar a ganar hasta 200 libras al día”, asegura. Los residentes también tienen que tramitar la petición de las ayudas sociales para el alquiler (pagan unos 200 euros a la semana) y en algunos casos se les pide que aporten al mantenimiento de las casas y las urbanizaciones (unos 11 euros semanales), dinero con el que la ONG hace los arreglos necesarios, paga a sus trabajadores y abona todas las facturas: agua, luz, televisión, las cámaras de seguridad… Y, aunque los empleados de Jimmy los ayudan a tramitarlo, son más responsabilidades que pueden abrumar a personas que llevan tiempo viviendo en las calles. Así, una etapa intermedia en un albergue, donde se van acostumbrando poco a poco a normas y responsabilidades, se está demostrando realmente útil.
Este fue el camino que siguió Trevor, uno de los residentes de las primeras minicasas desde hace algo más de tres años. Desde que en 1999 su esposa y su hijo fallecieron en un accidente de tráfico, la vida de Trevor empezó a rodar cuesta abajo —entre consumo de drogas y delincuencia para alimentar a la bestia, estancias en la cárcel y noches al raso— hasta que se cruzó en la puerta del Primark con una de las trabajadoras de Jimmy’s Cambridge, Carol Fendick. Tras un año y medio en un albergue de la ONG, Travis pasó a una de las minicasas y, recuperada gran parte de su independencia, retomó también su afición por la carpintería y encontró la manera de mantenerse limpio hasta hoy. Cumplidos los 63 años, asegura que está preparado para dejar su minicasa al siguiente que la necesite.
La persona que le sacó de la calle es Carol Fendick. Hoy dirige otro de los recursos de la ONG, Jimmy’s 451, una residencia con seis habitaciones y espacios compartidos para personas con problemas especialmente complicados de salud mental y adicciones. Allí, un día de finales del año pasado hablaba también de paciencia justo antes de recordarle a un residente —clara y profundamente aturdido por el efecto de las drogas— que tenía cita con el médico y no podía faltar. Lo hizo con esa mezcla de firmeza y empatía que desarma sea quien sea el interlocutor. Uno de los grandes problemas que mencionaba Fendick —también Weisman y Allan— es que los recursos de ayuda psicológica y psiquiátrica les están vetados hasta que estén limpios de su adicción. Pero ese tipo de apoyo es fundamental para salir de ella.
Los especialistas hablan de historias de abusos, de violencia y traumas que muchas veces se remontan a la infancia, que están en el origen de una situación que los ha llevado a dormir en la calle y que se agravarán exponencialmente cada día que pasen al raso. “Nuestro objetivo es sacar a la gente de la calle lo antes posible. Y luego, proporcionarles todo el apoyo que necesitan para ayudarlos a resolver lo que sea que los llevó a acabar en medio de la ciudad”, explica Allan. Y en ese contexto que algunos han definido como de “crisis global de vivienda”, su plan es intentarlo una y otra vez. Lo que se traduce, por ejemplo, en poner a su disposición albergues, pero también casas compartidas, o una “casa de abstinencia” (para personas que acaban de desintoxicarse) o sus más novedosas minicasas modulares. Unas minicasas que tal vez no sean “en sí mismas una solución a un problema tan complejo como el sinhogarismo”, como señala el investigador de la Universidad de Cambridge Richmond Juvenile Ehwi, pero sí una opción que puede ser la que a algunos —quizá a muchos— les acabe funcionando. Aunque sea a la novena.