Natxo González, el domador de las olas gigantes
El surfista español recuerda cómo la playa de Nazaré le llevó a la gloria con una puntuación histórica y también al peor momento de su vida
A los 17 años, Natxo González sintió que se moría. Y no metafóricamente. Sentía que se dirigía a la muerte de verdad, arrastrado por las olas, sepultado bajo el peso del agua que se alzaba en lenguas igual de altas que un edificio de cinco pisos que se derrumbaba una y otra vez sobre la superficie del mar. Bajo ellas, González era consciente de que no le quedaba más oxígeno.
Aquella sensación de morir le ocurrió en ...
A los 17 años, Natxo González sintió que se moría. Y no metafóricamente. Sentía que se dirigía a la muerte de verdad, arrastrado por las olas, sepultado bajo el peso del agua que se alzaba en lenguas igual de altas que un edificio de cinco pisos que se derrumbaba una y otra vez sobre la superficie del mar. Bajo ellas, González era consciente de que no le quedaba más oxígeno.
Aquella sensación de morir le ocurrió en Nazaré, un pueblecito portugués sobre el que los surfistas del mundo fijaron sus ojos porque su costa tenía la peculiaridad de originar las olas más gigantes del mundo. El año en el que González sentía que se moría acababa de terminar el campeonato del WSL Big Wave World (la competición de surf de las olas más grandes del planeta) y, al día siguiente, él y otros cuatro surfistas alquilaron unas motos de agua y se lanzaron al mar con sus tablas.
“Estaba remando una ola y cuando me iba a poner de pie se juntó el pico con la siguiente y salí volando. Me caí. Cuando son olas tan grandes no te caes y penetras en el agua, rebotas varias veces, son golpes. Cogía aire y los golpes me quitaban todo el aire. Llegué hasta el plano de la ola, me hundí y me cogió y me empezó a remolcar. Llegó el momento de tirar del chaleco inflable. Y de pronto, tiro y el chaleco se infla y se desinfla”. Normalmente, los chalecos hinchables de salvamento tienen cuatro tiros. El de González no se infló en ninguno de ellos. “Ya sabía que solo me quedaba un tiro. Tiro, se infla y se desinfla. El cerebro, cuando necesita oxígeno, te da un aviso. Y yo dije: vale, lo único que me queda es relajarme. Me relajé, me cayeron cinco olas más. Estaba como un muñeco. Pero si dices me rindo, pierdes. Y noté que me estaba quedando plácidamente dormido en el agua. Una sensación asquerosa”, rememora. Finalmente, antes de que le cayera la sexta ola gigante, uno de sus colegas en moto de agua consiguió acercarse lo suficiente como para agarrarle del pelo y remolcarlo hasta la orilla. “Estuve un día sin hablar. Estaba en shock. No le veía sentido a lo que estaba haciendo. Pensé en dejarlo por mi madre, pero al final la pasión es lo que te lleva otra vez de vuelta. Por la pasión, sigues. Para mí es mi vida”, sentencia.
Su pasión empezó pronto y de repente. Y como esas cosas que comienzan por la iniciativa propia de un niño, al principio, no tuvo en absoluto el favor de sus padres. Un día, en la playa de Plentzia (Bizkaia), su pueblo (donde nació en 1995), consiguió una tabla de poliéster. Al acabar una jornada de playa, ya era capaz de ponerse de pie en la tabla y coger alguna ola. Tenía siete años. “Tengo la suerte de haber nacido aquí, donde hay una gran comunidad de surf que me ha enseñado mucho”. Después de esa primera experiencia con las olas, pidió a sus padres una tabla profesional. Se negaron. La volvió a pedir. Se negaron. Volvió a pedirla. Solo a la tercera vez empezaron a ceder un poco: su padre le dijo que podría tener una si se la pagaba él mismo. “Estuve meses ahorrando y llegué a la tienda con una enorme bolsa de monedas de un euro y de céntimos. Me daba para la tabla más barata que tenían: una usada y reparada que había estado partida por la mitad”, cuenta. Fue la primera que tuvo y sobre ella aprendió a surfear.
A los 11 años empezó a competir y logró su primer patrocinador (hoy cuenta entre sus apoyos con marcas como Breitling). A los 13 ya tenía nivel para viajar y participó en el campeonato mundial, en Nueva Zelanda. Con 15 viajaba por todo el mundo y comenzaba a estar familiarizado con nombres como Pichilemu, Cloudbreak, Mullaghmore o Jaws. Nombres de las olas más grandes. Las más imprevisibles y feroces. “A veces estás en medio de una y dices: ¿en qué marrón me he metido? Esto es gigante. Yo además tengo vértigo”, confiesa. A los 17 años, Nazaré le mostró la crueldad del océano. Dos años después, le dio la gloria.
Fue en 2018, cuando González ya había superado a la que califica “la peor experiencia” de su vida, cuando consiguió entrar a última hora en el campeonato Big Wave World Tour. Había decidido continuar con su carrera de surfista y eso conllevaba pagar el peaje no solo de volver a Nazaré, sino volver enfrentándose a sus malos recuerdos. “Me lo preparé un montón. Me da mucha vergüenza decirlo, pero me entrené mucho para ser campeón del mundo. Dije: tengo la oportunidad de poder hacerlo, estoy dentro de los elegidos y voy a por ello. Hice una preparación brutal, una dieta brutal. Llegué a un punto físico que no me cansaba”. La motivación por superarse y olvidar las malas experiencias; la disciplina y la paciencia le valieron algo que ningún otro surfista ha conseguido jamás en Nazaré: una puntuación de 10 en un tubo que cogió a remada.
“Era la mejor ola. Y dije: o todo o nada. Me puse de pie sobre la tabla y me metí en el tubo”. En el vídeo se queda todo el mundo callado y explotan cuando sale volando de la ola. “Había 10.000 personas gritando. Fue la ola de la historia y sigue siendo la ola de Nazaré. Nadie ha conseguido hacer un tubo así a remada y con tanta técnica. Fue un antes y un después en mi carrera. Todos los sueños se pueden hacer realidad si te lo propones y trabajas”. En este punto de su relato, se emociona y se le quiebra la voz. “Para la gente fue situarme en el mapa: Natxo González. Han pasado años, pero no dejan de poner el vídeo de aquella ola. Sigue siendo algo histórico”, relata desde una terraza que da a la misma playa de Plentzia, en la que aprendió a surfear y en la que ahora enseña su oficio a sus sobrinos.
Durante un breve paseo por el pueblo, para a saludar seis veces. A otros les dice adiós desde la distancia con un “¡epa!” y la mano levantada. Probablemente, sea el vecino más célebre y el que, a pesar de su fama, no se fue del pueblo. Aquí tiene a sus padres, hermana, sobrinos, amigos y perros. Se mueve en una furgoneta vieja y llena de arena. Es el coche en el que caben sus tablas. Al pasar por delante de la plaza del Ayuntamiento recuerda que aquí jugaba al balón. Subiendo la cuesta que da a parar a la iglesia, revive los días en los que iba a clases extraescolares de adolescente. Esos días en los que, mientras el resto de sus compañeros se sacaban la ESO, él se enfrentaba a olas en Hawái.
En el paseo marítimo se detiene a hablar con un hombre en una silla de ruedas eléctrica. Al alejarse, cuenta que ese hombre era surfista profesional, exactamente como él. Una mala ola le llevó de cabeza contra el espigón. Aquí mismo, en Plentzia. Quedó parapléjico. “En realidad, lo que me ha pasado a mí es lo menos malo que te puede pasar. Yo sé que me juego la vida en cada ola”. La brutalidad de la confesión contrasta con el cielo de nubes bajas, la ausencia de viento y las calles empedradas del pueblo que el surfista recorre con las manos dentro de los bolsillos de su sudadera y una gorra de Red Bull encajada sobre el cráneo. Mientras el agua de la ría lame mansamente la orilla y no parece para nada el mismo mar en el que González lleva años jugándose la vida, cabalgando olas, compitiendo en Puerto Escondido o en Mavericks junto con los otros 23 surfistas que conforman el circuito de la Big Wave de la World Surf League, el surfista relata que lleva más de medio año sin competir. ¿La culpa? Un síndrome posconmoción cerebral fruto de dos olas gigantes.
La primera de ellas le golpeó en Puerto Escondido en México en mayo de 2021. Estuvo una hora esperando para coger la ola. Cuando lo hizo, el labio del tubo le dio en la cara y le arrojó hacia atrás. No le dio importancia. Al día siguiente comenzaron los dolores de cabeza. En noviembre de ese año, y de nuevo en Nazaré, otra ola volvió a darle de lleno. Siguió compitiendo hasta diciembre de 2022 y ese mes se dio cuenta de que algo no iba bien. Tenía migrañas constantes, mareos, náuseas, malestar. En el hospital le practicaron TAC, radiografías y resonancias. No hallaron nada. Le recomendaron visitar a un psicólogo. “Pero yo sabía que no era eso, sabía que había algo físico”, recuerda el surfista. Pidió ayuda a sus patrocinadores y le mandaron a una clínica en Suiza, donde dieron con el diagnóstico tras varios meses de pruebas. González respiró aliviado: al menos ya podría empezar a tratarlo.
—¿Cómo te sientes al no competir?
—Me siento bien. Me siento genial. Mejor que nunca.
Se podría pensar que cuando alguien dice que trabaja en lo que le gusta y vive de lo que le apasiona, nunca será capaz de decir que se encuentra bien descansando, recuperándose de una lesión. Pero el hombre que estuvo a punto de morir a los 17 y que dos años después volvió al mismo lugar para conseguir el primer y único 10 de la historia de Nazaré, convirtiéndose en el primer español en competir en el circuito de las olas gigantes, domina a la perfección la disciplina y la templanza. También la paciencia. Mientras se recupera de las conmociones, sale a pescar lubinas, lee, practica un entrenamiento suave, disfruta de la vida fuera del circuito sabiendo que va a volver a él. Igual que volvió a Nazaré. “Las derrotas son aprendizajes y experiencia”, confiesa y prosigue: “Mi sueño es empujar el límite a otro nivel. Estoy obsesionado en empujar los límites del surf a remada para coger las olas más grandes”. Queda dicho.