Los trajes de Felipe VI reabren un viejo debate: sastrería clásica versus diseños modernos para una nueva masculinidad
Espoleado por las disputas en redes sociales, el uniforme de la formalidad, con el traje sastre por bandera, vuelve a ser objeto de interés de la moda de hombre
El tipo que hace más trajes a medida en las redes sociales no es sastre, pero cualquiera diría que se está forrando como si lo fuera. Responde al nombre de @dieworkwear y si se les está apareciendo en sus timelines en plan fantasma de la sastrería pasada, alentado por el algoritmo aunque no sean seguidores, tampoco hay que entrar en pánico. Sí, puede que por fin se hayan percatado de que la caída de hombros o la botonadura de sus chaquetas no son las adecuadas, que el largo o el ancho de sus pantalones resultan inapropiados, incluso que el cuello de sus camisas no procede, pero todo eso...
El tipo que hace más trajes a medida en las redes sociales no es sastre, pero cualquiera diría que se está forrando como si lo fuera. Responde al nombre de @dieworkwear y si se les está apareciendo en sus timelines en plan fantasma de la sastrería pasada, alentado por el algoritmo aunque no sean seguidores, tampoco hay que entrar en pánico. Sí, puede que por fin se hayan percatado de que la caída de hombros o la botonadura de sus chaquetas no son las adecuadas, que el largo o el ancho de sus pantalones resultan inapropiados, incluso que el cuello de sus camisas no procede, pero todo eso tiene arreglo. Aunque el bolsillo no alcance para pagarse un genuino sastre de prestigio.
De nombre real Derek Guy, este tuitero del área de la bahía de San Francisco es un viejo conocido de aquella blogosfera que le dio a la moda tantas alegrías como disgustos en la primera década de 2000. Nuestro personaje se trajeó una vez a conciencia para impresionar a una chica y, a partir de ahí, comenzó a tomarle las medidas al bienvestir. “Fue una época en la que me tocó asistir a muchas bodas, y así surgió mi interés por el traje”, concedía en una entrevista a GQ el pasado enero, con su fama recién disparada por un rifirrafe socialmediático con una marca de relojes de lujo. “Además, veía un montón de películas francesas antiguas y escuchaba jazz todo el rato”, remataba. Suficiente para desplegar las banderas rojas del cuñadismo sartorialista.
Para el caso, Guy sabe de lo que habla, según demuestra desde 2010 en Die, Workwear!, la bitácora que aún alimenta de consejos tipo “esenciales de armario” o “lo más excitante de la temporada” sin periodicidad fija, que hoy le sale más a cuenta ejercer de editor en el portal Put This On y escribir de encargo para The Washington Post, Esquire o The Business of Fashion. En la red social antes conocida como Twitter tiene cerca de medio millón de seguidores, incluidas no pocas plumas sagradas del periodismo y la crónica de moda. Ahí estallaba precisamente el actual episodio de horror en la planta de caballeros que ha devuelto el traje (y, por extensión, las hechuras del hombre) a la conversación de la moda masculina. Todo por un elogio al corte y confección de Felipe VI.
El trino a propósito de la lucida presencia del Rey en la final con acento español del pasado Wimbledon tenía su aquel, porque lo que venía a decir el tuitero es que ya es raro encontrar semejante nivel de sastrería en estos días, especialmente en un señor rico. Recogido por diarios y revistas internacionales en apenas unas horas, el comentario/hilo (más de 30 millones de visualizaciones desde el 17 de julio, 160.000 me gusta) se entendió sin embargo como un cumplido a la impecable figura del monarca. A Patrycia Centeno, asesora y analista de imagen y experta en lenguaje visual conocida en redes como @politicaymoda, se le ocurrió sacarle unos cuantos peros y le cayó un buen troleo cortesano. Y eso que no le faltaba razón. Guy volvería a la carga a finales de julio con idéntica premisa, pero en negativo, afeando las elecciones de Sunak: que el primer ministro británico de mayores posibles en tiempos prefiera vestir trajes de confección seriada cuando vive a un paso de Savile Row, meca de la excelencia hecha a medida del imperio, lo tiene desconcertado. Lo mismo que el largo tobillero de sus pantalones.
Lo de Sunak y sus hechuras jibarizadas es, en realidad, el ejemplo paradigmático de los males del traje estándar actual, de proporciones cada vez más reducidas que infantilizan la silueta. Desde que Hedi Slimane encogiera su patrón en Dior Homme para rejuvenecerlo, en 2001 (desterrando tanto la rigidez del power suit ejecutivo como la fluidez de los volúmenes despegados del cuerpo impuesta por Giorgio Armani en la década de los ochenta), el slim fit también es tiránica ley para trajearse. El problema es que el corte concebido en origen de acuerdo con cierto escurrido canon efébico no da (la) talla en según qué anatomías. De ahí el desfile de raquitismo y costura reventona de los últimos años, empeño de esos hombres que dejan que el traje los lleve, en lugar de llevar ellos el traje, con tal de cumplir los preceptos de lo que está de moda, o eso creen.
Existen, por supuesto, convenciones establecidas para lucir el sastre. La chaqueta, mejor de dos botones, cruzada o no, que baje hasta la cadera cubriendo el trasero, la costura de los hombros justo donde empieza el brazo sin tirar de sisa, las mangas por encima de las muñecas para dejar asomar los puños de la camisa (no más de centímetro y medio), cuyo cuello debe coincidir con la solapa (y nunca, jamás, quedar holgado en la nuca). El pantalón, a la cintura, incluso un poco más, evitando que asome la camisa cuando la chaqueta está cerrada, el bajo que limite con el empeine. Los zapatos, de cordones. La corbata, ni demasiado ancha ni muy estrecha, apenas rozando la cinturilla. Y si se apuesta por el terno, el chaleco abotonado. Claro que, si hay un fenómeno de nuestros días que entiende que las reglas están para saltárselas, la moda se lleva la palma: hoy hay casi tantas modalidades sartoriales como diseñadores y marcas.
Sucede, además, que el traje y su uso tampoco son lo que eran. Las ventas de la formalidad llevaban en caída libre desde 2015, con un descenso continuado del 8% (según un estudio de la consultora Kantar), en gran medida por la flexibilidad establecida en el atuendo laboral, la fiebre sport de los últimos años y el teletrabajo impuesto por los días del confinamiento por la covid. Si han remontado en 2022 se debe, cansancio de tanto streetwear aparte, a ese revisionado fluido y sin prejuicios que está consiguiendo que dialogue con los intereses de la nueva generación de consumidores, según alientan Kim Jones en Dior Men, Anthony Vaccarello en Saint Laurent, Demna en Balenciaga y su hermano Guram Gvasalia en Vetements o Thom Browne, cuyas veleidades han calado en firmas clásicas, de Kiton a Zegna, pasando por Brunello Cucinelli. Los sastres pueden estar tranquilos: las nuevas masculinidades no van a privarlos de los ricos.