Hasta el último baile en Pescueza
El centro de día y residencia de ancianos de esta localidad extremeña de 170 habitantes ha conseguido cuadrar el círculo. El cuidado de los mayores se ha convertido en una fuente de empleo y un freno contra la despoblación. Su punto débil es la falta de recursos
Esta es una de esas historias que se pueden contar desde los números o desde los sentimientos. Empecemos pues por los datos.
A un paso de la frontera con Portugal, a 290 kilómetros de Madrid y a 20 minutos de Coria —su municipio de referencia para ir de compras o al médico—, se encuentra Pescueza, un pueblo de unos 170 habitantes en la provincia de Cáceres. Este es, por tanto, uno de los 4.995 municipios —en total España tiene casi el doble— que subsisten con menos de 1.000 habitantes, incluso a la cola de las localidades que tienen menos de 500. No hace falta añadir que un porcentaje ...
Esta es una de esas historias que se pueden contar desde los números o desde los sentimientos. Empecemos pues por los datos.
A un paso de la frontera con Portugal, a 290 kilómetros de Madrid y a 20 minutos de Coria —su municipio de referencia para ir de compras o al médico—, se encuentra Pescueza, un pueblo de unos 170 habitantes en la provincia de Cáceres. Este es, por tanto, uno de los 4.995 municipios —en total España tiene casi el doble— que subsisten con menos de 1.000 habitantes, incluso a la cola de las localidades que tienen menos de 500. No hace falta añadir que un porcentaje altísimo de quienes viven en estos pueblos de 100 o 200 vecinos son personas mayores, incluso muy mayores. También es el caso de Pescueza: más del 65% de sus habitantes hace tiempo que dejaron muy atrás la edad de jubilación.
Hasta aquí la primera tanda de números. Ahora nos adentramos en el otro terreno.
—Yo tengo 83 años, soy casi la más nueva.
Herminia Sansón está leyendo una novela de amor, aunque también le gustan las de vaqueros. Se trata de un libro de pequeño formato y papel barato, de esos que antiguamente se intercambiaban por unos céntimos en los quioscos de chucherías y en los estancos. Cuando no lee, sale a pasear por los alrededores —”tengo el azúcar alto”—, trajina en la huerta o, como ahora, abre la cancela del cementerio y visita a los suyos. Herminia Sansón nació en Pescueza en 1940 y en 1966 emigró a Barcelona. Su marido consiguió trabajo en la Seat y ella limpiaba oficinas de madrugada. Allí crecieron sus hijas, y ni se les pasaba por la cabeza la idea de regresar al pueblo cuando, en 1995, la vida se torció. “Mi marido cayó enfermo”, explica, “y le dieron la incapacidad total. Yo me hubiera quedado en Barcelona, pero él quería volver. El médico me preguntó: ‘¿Usted quiere a su marido?’. Yo le dije que sí, y entonces me respondió: ‘Pues váyase al pueblo con él y cuídelo…’. El caso es que nos volvimos, compramos unas tierras y plantamos unos olivos, pero a los pocos años, más o menos cuando entró el euro, se murió mi marido, y dos días después, mi suegro —mire, ahí están enterrados los dos—; así que aquí me quedé, sola, con la condena añadida de tener que cuidar los olivos…”.
Es aquí, justo aquí, donde los datos y los sentimientos se unen. O, más bien, deberían unirse.
Hará cuatro años, periodistas españoles y extranjeros empezaron a llegar al pueblo para contar un proyecto que el entonces alcalde, José Vicente Granados, del PSOE, y el presidente de la Asociación de Amigos de Pescueza, Constancio Rodríguez, habían puesto en marcha y qu e, si salía bien, se podría convertir en la cuadratura del círculo, en la piedra filosofal, en aquellos imanes que José Arcadio Buendía le compró al gitano Melquiades con la esperanza de desentrañar el oro de la tierra. Granados y Rodríguez idearon un plan para que el envejecimiento de la población, que es el principal problema de Pescueza —y el de la inmensa mayoría de los pueblos pequeños de España— se convirtiera a la vez en el bálsamo contra la despoblación.
Herminia, a sus 83 años, es un ejemplo de esas personas —mayoritariamente mujeres— que se han quedado solas en sus pueblos, bien porque la pareja ha fallecido o porque los hijos emigraron en busca de trabajo y oportunidades. Son personas que tienen su pensión, su casa, que todavía se valen por sí mismas —es digno de ver cómo Herminia apaña la huerta o forcejea con la cancela herrumbrosa del cementerio—, pero que, por un lado, necesitan compañía y ciertos cuidados, y, por otro, sienten cada vez más cerca la necesidad de dejar su casa e ingresar en una residencia.
Este paso, tan temido para cualquiera en sus circunstancias —abandonar el lugar en el que se ha vivido, los vecinos de siempre, las calles por las que siguen transitando los recuerdos, las tiendas donde hacían la compra y, si era menester, les fiaban hasta que llegara el día de cobranza—, es aún más traumático si se trata de un pueblo pequeño. En lugares como Pescueza, donde los únicos negocios abiertos son el bar de la Satu y uno de esos colmados donde lo mismo se venden lonchas de jamón cocido que zapatillas de casa, no suele haber centros de día ni residencias de ancianos, de tal forma que las únicas opciones se reducen a aguantar —casi atrincherados en sus casas, cercados por la soledad y los achaques— o marcharse para siempre del pueblo, a una ciudad y un lugar extraño, poblado por otros ancianos con los que jamás han coincidido.
Y es justo aquí, en esta frontera del desarraigo, donde, allá por 2011, el alcalde José Vicente y el vecino Constancio empezaron a darle forma a algo nuevo. Un modelo de asistencia que sirviera para Pescueza, pero que pudiera ser imitado por otros municipios pequeños. Un centro de día que atendiese las necesidades de los ancianos que todavía se valiesen por sí mismos, pero que se convirtiera en residencia cuando ya no pudieran vivir solos. Un centro de día en el que, por ejemplo, se hiciera la comida tanto para los residentes como para aquellos ancianos que todavía viven en sus casas pero que, o bien por enfermedad temporal o por incapacidad para cocinar, necesitan que alguien les eche una mano. Un sistema de atención casi personalizada que, además —y aquí viene la cuadratura del círculo—, creara puestos de trabajo para frenar en lo posible la diáspora de los más jóvenes.
No hay más que pasar un par de días en Pescueza para comprobar que aquella idea, casi una utopía, sigue funcionando. Todos los días, a la hora del almuerzo y de la cena, un pequeño vehículo eléctrico —como los de los campos de golf— sale del centro de día y reparte la comida recién cocinada por algunas casas del pueblo. También llama la atención una franja azul pintada en el suelo de algunas calles que sirve para que los ancianos no se pierdan en el trayecto entre el centro de día y el dispensario. A lo largo de las fachadas hay pasamanos para evitar caídas, y hasta da la impresión de que todos los bancos para descansar que escasean en las grandes ciudades se han congregado aquí. Pescueza es un lugar tranquilo, donde un anciano no es un viejo sin más, ni un estorbo sin nombre, sino Herminia Sansón, Gabino Sánchez, Isidoro Martín, Constantina Rodríguez… Es verdad que Herminia ya no oye demasiado bien, que Gabino ya no es aquel galán que llegó a ser, que Isidoro —”yo soy socialista nato, y fui guardia civil hasta que una bala perdida me reventó la rodilla”— apenas tiene fuerzas para sostener el acordeón y que Constantina ya casi no se levanta de su sillón preferido, pero aquí en Pescueza, a solo un paseo de la Raya con Portugal, todos saben cómo se llamaban sus padres, cuántos hijos tuvieron, a qué se dedicaron durante aquellos tiempos tan lejanos y tan duros de la estrechez, el contrabando de tabaco, las madrugadas enteras al raso cuidando cabras… O las fiestas —un bautizo, una boda…— en las que todos aportaban algo y luego cada uno acudía con su plato y sus cubiertos, y Sidonio, que en paz descanse, tocaba el acordeón, y se cantaban coplillas picantes.
Pero, como en aquel libro de Mario Benedetti, hasta las primaveras más felices tienen una esquina rota. Hace meses que la residencia de Pescueza, ese proyecto tan innovador que atrajo miradas nacionales y extranjeras, da muestras de cansancio. Se nota en el rostro y en las palabras de Constancio Rodríguez, quien, además de poner en marcha la residencia junto al entonces alcalde, se dedicó durante años a exportar el modelo. Pero sobre todo se percibe, como un murmullo de preocupación, en algunas de las mujeres que atienden a los mayores. El punto más frágil de aquel proyecto tan innovador, de titularidad pública y gestión privada, era y es la financiación. Una residencia de 10 o 15 plazas —como la de Pescueza— no es sostenible, pero una de 50 plazas, que sí empezaría a serlo, no tiene sentido en un pueblo de 100 o 150 personas, sobre todo porque se perdería la esencia misma de la idea: que los mayores no se tengan que ir, que los jóvenes se puedan quedar. Rodríguez sostiene que las administraciones públicas —tanto la autonómica como la local— tienen buena voluntad, pero que la normativa es restrictiva, la financiación está pensada para centros estándar: “Por un lado, se quieren cambiar las cosas, pero por otro, no se hace nada nuevo, y esa es una contradicción que nos asfixia”. La traducción de todo esto es que, de un tiempo a esta parte, cada vez de forma más frecuente, la residencia tiene más problemas para llegar a fin de mes y las primeras que lo notan son las trabajadoras, que de vez en cuando ven cómo sus nóminas no llegan a tiempo.
Constancio Rodríguez aporta unos cuantos datos para demostrar otra contradicción que afecta de lleno a Pescueza y a esa multitud de pueblos que se van quedando vacíos. “Las personas mayores”, explica, “ya son el 20% de la población, en 10 años ya serán el 25%, pero es que en las zonas rurales son el 30%, el 40% o hasta el 50%. Y otro dato: ese 20% de la población ocupa el 80% de los municipios. Por tanto, no tiene sentido que se abandone a ese colectivo, porque no solo va a decidir las elecciones, sino que con sus pensiones va a seguir manteniendo el bar, la tienda, el taxi, la funeraria… Y, en cambio, nos encontramos que las zonas rurales se van abandonando cada vez más por todo el mundo, por las empresas, por la Administración, por los bancos… ¿Cómo hacemos para que el mundo rural no pague todos los males de la sociedad actual? ¿Por qué los mayores de Pescueza, o de cualquier otro municipio pequeño, tienen que renunciar al final a la vida que han vivido?”.
Las preguntas sin respuestas de Rodríguez cobran sentido en la historia reciente de Gabino Sánchez. Es la hora de la siesta, la residencia está en silencio. Gabino, como los demás, está ya un poco harto del trasiego de periodistas que han pasado por aquí en los últimos años, pero esta tarde se presta a la confidencia. Cuenta su vida desde que, con nueve años, dormía “solito” en el campo, cuidando ovejas. “Era un mocoso, y así empezó mi vida”. Habla de sus trabajos sucesivos, de la recogida de tabaco, de sus 16 meses de mili en Caballería, de aquel teniente que se ponía un guante blanco y acariciaba el lomo de los caballos: “Y si se quedaba algo de suciedad, te arrestaba”. Habla de personas y de nombres de otra época, de Licerio, de Domitila, del tío Florentino. De vez en cuando, al referirse a alguien del pasado, dice: “Ese era quinto mío”. La mili, explica Constancio, que lo escucha con atención y le apuntala a veces la memoria, era para ellos un rito de paso, de la juventud a la vida adulta. Gabino se ríe cuando recuerda algunas travesuras —sobre todo de amores—, y se pone muy serio, cercano a una emoción que solo fluye por dentro, cuando habla de la primera esposa que fue perdiendo dentro de una ambulancia, camino de Madrid, por unas carreteras que no son las de ahora.
Hasta no hace tanto, Gabino vivía en su casa junto a su esposa, Conce Clemente, pero ella enfermó y la tuvieron que ingresar en la residencia; él pasaba todo el día aquí, junto a ella, y luego se iba a su casa a dormir, pero la edad, o tal vez fue la soledad, le hicieron tomar la decisión. Ahora están los dos en la misma habitación, pero mantienen su casa abierta. “Yo voy casi todos los días, me siento un rato, me como unas perrunillas y regreso a la residencia”. Este detalle, tan sencillo, es en realidad la esencia del proyecto de Pescueza. La de no renunciar a que tu vida siga siendo tu vida, aunque tengas 90 años y vivas en un pueblo —tu pueblo— de 170 habitantes.