De Steve Jobs a Will Still: la rebelión de los no titulados
Will Still, el entrenador de moda del fútbol europeo, a los 21 años ya había colgado las botas como jugador y afirma haber aprendido lo que sabe de táctica en los videojuegos. El belga se une a la estirpe de autodidactas que incluye también a Mark Zuckerberg o Carlo Scarpa
El intrusismo profesional va por barrios. Nadie en su sano juicio se pone en manos de un dentista, un abogado o un controlador aéreo que no tenga al menos un diploma que acredite sus conocimientos. Pero algunos de los mejores periodistas, arquitectos, cineastas e incluso científicos han sido diletantes audaces, autodidactas geniales o, en general, espíritus libres a los que resultó imposible encadenar a un pupitre los cuatro o cinco años que se suele tardar en obtener un título universitario.
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El intrusismo profesional va por barrios. Nadie en su sano juicio se pone en manos de un dentista, un abogado o un controlador aéreo que no tenga al menos un diploma que acredite sus conocimientos. Pero algunos de los mejores periodistas, arquitectos, cineastas e incluso científicos han sido diletantes audaces, autodidactas geniales o, en general, espíritus libres a los que resultó imposible encadenar a un pupitre los cuatro o cinco años que se suele tardar en obtener un título universitario.
Gabriel García Márquez, que ejerció el periodismo —ese apresurado sucedáneo de la literatura, que diría Borges— en la Bogotá de finales de los años cuarenta, mientras estudiaba Derecho, definía la crónica como “un cuento que es verdad”, y para contar cuentos resultan más útiles la elocuencia y el talento que los estudios. Algo similar podría decirse de Oriana Fallaci, polizón de lujo en la chalupa del periodismo. O de Hunter S. Thompson, Tom Wolfe, Truman Capote, Rodolfo Walsh y tantos otros desertores de las aulas que supieron contar el cuento de la realidad con pulso maestro.
Más chocante resulta aún constatar que la arquitectura contemporánea ha producido una auténtica constelación de genios que no cumplieron con el engorroso trámite de frecuentar un claustro universitario, de Frank Lloyd Wright a Le Corbusier, pasando por Carlo Scarpa, Tadao Ando o el paradigma del orgullo de la clase obrera sin estudios, Mies van der Rohe. A ninguno de ellos, que se sepa, se le ha caído un edificio como consecuencia de un cálculo estructural deficiente. ¿Y qué decir de los grandes ingenieros, diseñadores e inventores? Nikola Tesla, Thomas Alva Edison, Mark Zuckerberg, Bill Gates, Steve Jobs: quintales métricos de talento y ningún título superior colgado de la pared.
El último antídoto contra la titulitis inmisericorde es la historia de Will Still, entrenador de moda ahora mismo en los banquillos europeos, cenicienta provinciana en esta era de fútbol metropolitano y multimillonario. El hombre se hizo cargo de un equipo en ruinas, el Stade de Reims, sepultado en las catacumbas de la Ligue 1 francesa, y lo ha convertido en un muy bien engrasado pelotón de estajanovistas y supervivientes. Un hueso muy duro de roer incluso para el fastuoso y mediático PSG de Messi, Mbappé, Neymar y compañía, con el que empató el pasado 29 de enero en un partido memorable. Según la crónica de L’Équipe, los del Reims jugaron con “intensidad febril” y ahogaron a los parisienses en un océano de “sudor y adrenalina”.
Al volante de la nave va este tipo singular, belga de padres británicos, de apenas 30 años y un pasado como subalterno en banquillos de medio pelo. Still no ha obtenido aún la licencia UEFA Pro, la que se exige casi en todas partes para entrenar a un equipo profesional de primer nivel, así que cada vez que ejerce de director técnico de las casacas rojas del Reims su equipo paga una multa de 22.000 euros. El presidente del club, Jean Pierre-Caillot, asegura que la pagan gustosos. Es un modesto peaje que les permite contar con los servicios del hombre que les ha devuelto el orgullo, con el que han recuperado la capacidad de competir, la conexión con la grada y con “el alma”.
Para hacer la historia aún más redonda, Still, un loco del fútbol que no tuvo la oportunidad de practicarlo a un alto nivel y que colgó las botas en la universidad a los 21 años, cuenta en sus entrevistas que su verdadera escuela de gestión deportiva fue Football Manager, el videojuego al que dedicó miles de horas perdidas en la adolescencia, cuando compartía habitación con sus hermanos mayores en una ciudad valona de la periferia de Bruselas. Manejando el teclado y el joystick, Will ha sido campeón de Europa en múltiples ocasiones al mando del club de sus amores, el londinense West Ham.
Justo es reconocer que no toda la formación que ha recibido este posmoderno francotirador de los banquillos ha sido virtual. Estuvo en la escuela universitaria del Preston North End, uno de los clubes más antiguos de Inglaterra; fue analista de vídeo en el Sint-Truidense a las órdenes de Yannick Ferrera, se integró en el cuerpo técnico del Lierse, Standard de Lieja y Beerschot de Amberes. El verano pasado cruzó la frontera francobelga para ejercer de segundo de Óscar García Junyent en el Reims. La temporada arrancó de manera calamitosa, con cinco derrotas y un empate; el entrenador catalán fue cesado y a Will le ofrecieron hacerse cargo del equipo como interino en el corto tramo que quedaba hasta el parón por el Mundial de Qatar.
Lo hizo de fábula. Llevó a otro nivel a una escuadra de meritorios cuyos principales activos son el internacional marroquí Abdelhamid; una eterna promesa del fútbol japonés, Junya Ito, y un joven depredador del área cedido por el Arsenal, Folarin Balogun. El míster se ganó el cariño de la afición y la confianza de la directiva. Y ahí sigue. Con talento, pero sin título. Van der Rohe y García Márquez estarían orgullosos. Para llegar a santo no hace falta ser sacerdote. A veces son los polizones los que se encargan de impedir que la nave se vaya a pique. Los mejores cuentos de hadas suelen ser los que son verdad.