La palabra papa
Tardó más de un siglo en llegar a la mesa de los humanos y allí se quedó, convertida en uno de sus alimentos principales
La palabra papa es un prodigio: pocas dicen tanto con tan poco. Son dos letras, la pe y la a, viciosamente repetidas, fáciles, un juego de niños. Papa es la contrapartida evidente de mamá, pero allí donde mamá es un concepto único —”madre hay una sola”— papa son varios muy diversos.
Papa puede ser papá: en muchos lugares del castellano se usan indistintas. O, mejor, se escalonan en una línea ascendente de cariño: padre-papá-papa. Hasta que choca con el uso más solemne: el papá de —supuestamente— todos, ese papa que algunos fans escriben con mayúscula.
Dicen que durante sus 1.000 ...
La palabra papa es un prodigio: pocas dicen tanto con tan poco. Son dos letras, la pe y la a, viciosamente repetidas, fáciles, un juego de niños. Papa es la contrapartida evidente de mamá, pero allí donde mamá es un concepto único —”madre hay una sola”— papa son varios muy diversos.
Papa puede ser papá: en muchos lugares del castellano se usan indistintas. O, mejor, se escalonan en una línea ascendente de cariño: padre-papá-papa. Hasta que choca con el uso más solemne: el papá de —supuestamente— todos, ese papa que algunos fans escriben con mayúscula.
Dicen que durante sus 1.000 primeros años el rebaño llamaba papa —del griego , papas— a todos los obispos: era un signo de respeto, lo mismo que hace cualquier fiel cuando llama padre al cura de su barrio. Pero los jefes supremos de esa Iglesia se prendaron del poder de ese nombre y decidieron apoderarse de él, empoderarse. Desde entonces, el papa es uno solo y es el representante de su dios sobre la Tierra y el jefe de un Estado cada vez más chiquito: el Vaticano. Lo elige, como sabemos, el Espíritu Santo, que necesita, para manifestarse, confinar a un montón de cardenales en unas salas muy ornadas donde se venden mutuamente los pescados. Una vez elegido, ese papa se dedica a presidir la organización más machista de Occidente: una donde ninguna mujer puede llegar a ningún puesto de —módico— poder, una que se dedica a limitar de todas las formas posibles la libertad de las mujeres. Por eso no es raro que su jefe se llame papa: cumple las funciones represivas que solían cumplir los padres de familia —los patrones de familia— cuando su organización se puso en marcha.
Por suerte la palabra papa tiene otras opciones. La más curiosa, quizás, es esta de definir qué castellano estás hablando. No hay español que la diga, no hay sudaca que no. Tú dices patata, yo digo papa —y, por una vez, diría el segundo, yo tengo razón, si es que existe razón en estas cosas.
La historia parece dársela. La papa es famosamente originaria de América: allí se cultivó durante milenios antes de que se plantara ningún europeo. Y los primeros españoles no encontraron papas sino algo que les gustó: era el camote, que los naturales de La Española —ahora Santo Domingo— llamaban batata. Años más tarde, cuando descubrieron las verdaderas papas del Perú, las confundieron con aquellas batatas y las llamaron parecido: patata. No importaba mucho: en esos días el tubérculo era comida para cerdos. Y todavía no vivían en este reino más chanchos que personas.
La papa tardó más de un siglo en llegar a la mesa de los humanos y allí se quedó, convertida en uno de sus alimentos principales, algo parecido a un estandarte. Las tortillas de patatas españolas, las papas fritas belgas —o french fries—, el puré tan francés, la kartoffelsalat tan germana, la musaka tan helena, la pérdida de esas cosechas de papas irlandesas entre 1845 y 1848 que hizo que varios de los hombres más poderosos de las últimas décadas —Kennedy, Nixon, Reagan, Bush, Bush, Biden— remonten su origen a esa isla famélica.
Con el tiempo, la papa se difundió tanto que en muchos países ñamericanos se llama así a cualquier comida de un chico chico —”ahora te hago la papa”—, a algo fácil de hacer —”es una papa”— o a lo más verdadero —”te digo la papa”—. Y eso para no hablar de la papada y el papado, tan diversos, los papanatas o papamoscas o papagayos o paparazzi —o los papables impalpables, papisas y papillas.
Papa es, en cualquier caso, una palabra afortunada, donde la vocal manda: pipí, popó y pupú lo cambian casi todo. Y sigue siendo una palabra que nos divide, que marca diferencias. En España el tubérculo nunca dejó de llamarse patata: lo que algunos llamarían la persistencia tozuda en el error. U otros, la forma en que las lenguas, al errar, encuentran sus caminos nuevos.
Imagínense, si no, a todo un grupo de pequeños educandos castellanos posando para la foto tradicional mientras repiten papa papa papa. Patata es, sin duda, una opción muy superior. La naturaleza es sabia; la cultura no, pero sabe engañarnos cada vez mejor.