El final de la guerra

Aunque muchos creyeron que sería breve —como lo cree todo el mundo al principio de las guerras—, ahí sigue, impávida y letal

“Se creía tan poco en recaídas en la barbarie —por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa— como en brujas y fantasmas”, dijo Stefan Zweig (en la imagen).ullstein bild Dtl. / Getty Images

En 1814, poco antes de que Waterloo rematara 25 años de convulsiones bélicas que cambiaron el mundo, Benjamin Constant escribió: “El objetivo único de las naciones modernas es el reposo, con el reposo el desahogo y, como fuente del desahogo, la industria. La guerra es un objetivo cada día más ineficaz para alcanzar ese objetivo (…). Por tanto, la guerra ha perdido su encanto y su utilidad. El hombre ya no se ve obligado a entregarse a ella ni por interés ni por pasión”. Así que, a principios d...

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En 1814, poco antes de que Waterloo rematara 25 años de convulsiones bélicas que cambiaron el mundo, Benjamin Constant escribió: “El objetivo único de las naciones modernas es el reposo, con el reposo el desahogo y, como fuente del desahogo, la industria. La guerra es un objetivo cada día más ineficaz para alcanzar ese objetivo (…). Por tanto, la guerra ha perdido su encanto y su utilidad. El hombre ya no se ve obligado a entregarse a ella ni por interés ni por pasión”. Así que, a principios del siglo XIX, una de las mejores cabezas de Europa afirmaba que había acabado el tiempo de las guerras, que los hombres habían aprendido que ya no eran el instrumento adecuado para resolver sus problemas —como habían creído siempre—: las guerras ya no ofrecían “ni a los individuos ni a las naciones beneficios que puedan compararse con los frutos del trabajo apacible y los intercambios regulares”. Constant no era el único que alimentaba por entonces ese optimismo ilustrado: esperanzas semejantes albergaban desde Auguste Comte hasta los saintsimonianos, desde los liberales hasta los socialistas. Por supuesto, todos se equivocaban.

Pero al principio no lo pareció. De hecho, en los 100 años posteriores a Waterloo reinó en toda Europa una calma que parecía confirmar aquellos pronósticos triunfalistas; no es que en ese tiempo no se produjeran guerras: es que ninguna fue comparable a las napoleónicas y ninguna puso en peligro la arquitectura del poder continental; la tranquilidad llegó hasta el punto de que, ya en 1819, Schopenhauer señalaba al aburrimiento (el grand ennui) como el mal de su tiempo, a mediados de siglo Théophile Gautier exclamaba “¡Antes la barbarie que el aburrimiento!” y hacia 1914, como escribió Stefan Zweig, “se creía tan poco en recaídas en la barbarie —por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa— como en brujas y fantasmas”. Justo entonces, sin embargo, se acabó el tedio y regresó la barbarie, y además lo hizo de la manera más inesperada y más absurda: se han escrito libros magníficos sobre el verano calamitoso de 1914, pero seguimos sin entender por qué demonios (dejando de lado la infinita estupidez humana) estalló en aquel momento una guerra que no tenía por qué estallar, que provocó una matanza inaudita, que cambió de nuevo la faz de la tierra y que no duró cinco años, como dicen los manuales de historia, sino 30, porque la Segunda Guerra Mundial fue el resultado de la nefasta resolución de la Primera… Y vuelta a empezar. Quiero decir que aquí estábamos nosotros, convertidos tras casi 80 años de paz en los primeros europeos que no han conocido una guerra en el continente —al menos, una guerra entre grandes potencias: no olvido Yugoslavia—, casi seguros de nuevo, como Constant, de que “el objetivo único de las naciones modernas es el reposo” y de que “la guerra ha perdido su encanto y su utilidad”, casi tan convencidos como Zweig de que era imposible otra gran guerra en Europa, cuando estalló la de Ucrania.

El viernes próximo cumplirá un año y, aunque muchos creyeron que sería breve —como lo cree todo el mundo al principio de las guerras—, ahí sigue, impávida y letal. Sobre ella se ha escrito mucho, pero lo más inteligente que yo he oído decir lo han dicho ucranios de a pie, viejos y jóvenes, casi siempre antes de romper a llorar: “No entiendo cómo es posible que en Europa aún haya guerras”. Aunque Putin avisó desde el primer día —­igual que Hitler—, yo tampoco lo entiendo. Desde hace dos siglos, no digamos tras la creación de la UE, la guerra en Europa es un anacronismo, pero sigue ocurriendo. ¿Qué pasará ahora, en este segundo año de guerra? Nadie lo sabe. No hay que ser alarmista, pero tampoco ingenuo: aunque aspiramos a que termine de inmediato, esta guerra podría ser sólo el principio, podría destruir una Europa que creíamos para siempre —­como lo creían en 1789, 1814 o 1914—, y por eso no falta quien piensa que el mal menor sería que se enquistase en un conflicto local, y que en los próximos años se convirtiera en un rumor de fondo de nuestros telediarios, mientras en Ucrania se sigue muriendo y matando.

No tenemos remedio.

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