Isabel Muñoz: “El retrato más difícil es el del dolor ajeno”
La sexta mujer elegida académica de Bellas Artes fue una fotógrafa tardía que hoy acumula todos los premios: el Nacional de Fotografía (2016), dos World Press Photo o la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. La belleza y el dolor del cuerpo son constantes en su trabajo. “Me interesa esa dicotomía: luz y oscuridad, belleza en el sufrimiento y sufrimiento en la belleza”, dice la artista que recorre con su cámara calles, prostíbulos y mares en Cuba, Argentina, México, Turquía, Irán, Pakistán, Japón, Siria…
Nacida en Barcelona hace 71 años y crecida profesionalmente en Madrid, Isabel Muñoz Vilallonga es la sexta mujer elegida académica por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Tan reconocible por su trabajo como desconocida en lo personal, fue casi autodidacta, pero tuvo pronto proyección internacional. Su trabajo se centra en la veneración del cuerpo —y la danza— y en el retrato de las injusticias del mundo. Todo con idéntico cuidado formal. Sorprende l...
Nacida en Barcelona hace 71 años y crecida profesionalmente en Madrid, Isabel Muñoz Vilallonga es la sexta mujer elegida académica por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Tan reconocible por su trabajo como desconocida en lo personal, fue casi autodidacta, pero tuvo pronto proyección internacional. Su trabajo se centra en la veneración del cuerpo —y la danza— y en el retrato de las injusticias del mundo. Todo con idéntico cuidado formal. Sorprende la fuerza que logra sacar de un cuerpo menudo, aparentemente frágil, para sumergirse en agua helada o ponerse delante de caballos en pleno galope. Hija de una adinerada familia barcelonesa —su padre fue dueño del Hotel Ritz—, Muñoz se trasladó a Madrid cuando se casó, con 18 años. El descubrimiento del mundo y el sufrimiento propio, tras accidentes y pérdidas, le desarrollaron una mirada capaz de penetrar en el dolor de los demás. Esa es hoy su voz. Y desde ese tono jovial, pero reposado; dulce, pero extremadamente cauto, habla en su estudio, recogiéndose las piernas o apartándose la larga melena oscura. Allí están sus retratos. La espalda de un hombre, con una columna vertebral pintada de rojo a la que le falta una vértebra, la retrata a ella. “El respeto es con lo que te quedas”, repite a lo largo de la entrevista.
Todos tenemos un retrato. ¿Cómo llegar a él?
Me interesa lo que no se ve. Llegar a eso es complicado.
¿Quién llega?
Dejarse retratar es un acto de amor. Si el retratado no se te da, ya puedes bailar. La puerta la abre él y el que retrata debe estar atento. Un retrato es un pacto entre dos personas.
¿Qué debe hacer alguien para darse a un fotógrafo?
No hay fórmulas. Darse es confiar, y para mí eso es amor. Cuando calculas antes de amar o antes de fotografiar, el resultado es un trabajo con red. El mejor retrato es con atención, pero sin premeditación. Sin red.
¿Qué se arriesga?
El retrato retrata a dos: el que posa y el que dispara. Y cuenta lo que no se ve, que es la vida.
Asegura que los ojos no mienten.
Una sonrisa te indica una actitud, pero los que hablan son los ojos. Desde pequeñita me obsesioné con el ser humano. Nací con el interés por el otro. Lo decía mi madre: “Isabel, siempre abogando por las causas difíciles, nunca tendrá nada”.
Tiene mucho. ¿Cómo fue la relación con esa madre, Carmen Vilallonga?
Nunca mezclo mis temas personales con mi trabajo.
Asegura que todo está en la mirada: amor, poder, envidia…
Los todos son peligrosos y los utilizo poco. Pero sí que llego a muchos sitios a través de los ojos. Hay tantas formas de mirar como de amar. Lo más importante que puedes hacer en la vida es amar. Y lo mejor que puedes recibir es ser amado. Pero no hay fórmulas.
¿Cuál ha sido su retrato más difícil?
Los más difíciles se dan cuando retratas el dolor ajeno. Por ejemplo, los niños sometidos a tráfico de personas. Pero siempre he dicho que no puedo retratar nada que no ame. He tenido que ir encontrando mi hueco. Cuando comencé haciendo foto fija para películas como Sal gorda debía hacer lo que me pedían.
También le parecía que fotografiar una situación dramática era utilizar el dolor ajeno. ¿No una denuncia necesaria?
Claro, si sirve como denuncia, sí. De lo contrario, es despreciable. De lo que sí me he dado cuenta es de que nunca seré una buena reportera. El reportero vence el pudor suyo ante el otro. Y yo no. Me cuesta. Al final, todo depende de cómo cuentes las cosas. Y el respeto es con lo que te quedas.
¿Antepone la belleza a cualquier información?
Esa belleza existe. En lo peor y más duro de la vida hay belleza. Es lo que nos permite vivir. Cuando estás metida en el hoyo, es esa luz la que te permite seguir. Procuro buscar esa belleza. También como ser humano.
¿Qué le enseñó a buscarla?
Creo que la vida, algo ligado a tu niñez. Cómo te vas formando fuera de colegios y educaciones. Hay cosas que vas añadiendo, corrigiendo las enseñanzas, pero el origen está ahí, en la personita.
¿Qué es lo primero bello que recuerda?
Hay muchos momentos buenos. Pero la memoria incluye también los malos. Entre los buenos hay juegos. En aquella época, tú creabas tus juegos y hacías tus películas. Eran momentos bellos que compartía con mis hermanas. Somos cuatro. Yo, la segunda.
¿Usted es la suma de lo que ha visto o de lo que ha vivido?
De lo que he vivido.
¿Y eso aflora?
Me gustaría que apareciera en mi trabajo. Lo vivido me ha desarrollado la mirada. Soy capaz de gozar, afortunadamente. Pero me cuesta separar el dolor de la felicidad. Creo que son dos caras de la misma moneda.
¿Por qué le ha interesado tanto el dolor ajeno?
Bueno…, desde pequeña sentí el dolor de los otros. He estado yendo 17 años al psicoterapeuta Fernando Egea y un día me dijo: “No te preocupes, Isabel. La forma de amar no cambia. Lo bueno es aceptar cómo somos”.
¿Le ha costado aceptarse?
Yo me acepto. Me conozco. Pero soy luchadora. Y hay cosas por las que he tenido que cambiar. Con los años he aprendido a no juzgar. Creo que a los demás se les entiende dándote cuenta de que no somos nada y amándolos.
Habla mucho de amor. ¿Se puede amar a todo el mundo?
Creo que el amor es lo único esencial que necesita el ser humano. Entiendo que a veces no te sale amar. Otras veces no le sale al otro.
Profesionalmente se ha dedicado a hacer visibles belleza y sufrimiento.
Me interesa esa dicotomía: luz y oscuridad, belleza en el sufrimiento y sufrimiento en la belleza.
En la mayoría de su obra, la belleza está centrada en el cuerpo danzando…
La danza ha sido fundamental en mi vida. Hice mis primeros trabajos con bailarines de tango. Y luego trabajé con Víctor Ullate y Antonio Canales. Esos cuerpos son belleza y esfuerzo, belleza y dolor. Cuando conoces el dolor de otra persona, eso te habita. Se queda en ti. Por eso creo que fotografiarlo sirve para algo. Y fotografiar la belleza te da fuerza para lidiar con eso. Y para recordar que belleza y dolor existen en el mismo mundo. Es tremendo y es esperanzador.
¿Su obra retrata su evolución como persona?
Lo que hacemos habla de nosotros. De lo que somos y de lo que hemos sido. Una obra en la mayoría de los casos es un autorretrato. He viajado y he visto un mundo. He regresado y he visto otro. ¿Quién o qué ha cambiado? Somos cambio, todo evoluciona.
¿Cuándo le perdió el miedo al peligro?
Nunca. Pero llega un momento en que necesito vencerlo. Me costó mucho, en Camboya, fotografiar a niños y niñas que habían vivido lo que habían vivido (prostitución infantil). Ante algo así debes tener muy claro qué fotografías. No puedes utilizar esa imagen. Debes ponerte a su servicio. El impacto no puede estar por encima del respeto. Cuando fotografías a un niño, la manera de hacerlo decide el mensaje. Mapplethorpe es un fotógrafo maravilloso. Pero hay una ambigüedad en sus fotos que cuando yo fotografío a niños esquivo. Los niños no se pueden sexualizar. Uno retrata como mira. Necesito respetar. La elegancia, como el amor, es una forma de respeto. Pero yo no soy una persona que se analice mucho.
Ha dicho que lleva 17 años yendo a un psicólogo.
A ver, todos necesitamos ayuda de vez en cuando. Es un terapeuta que te da las pautas para vivir con tu propia mochila. Soy más intuitiva que cerebral. Eso no quiere decir que no piense. Pero procuro no darle vueltas a las cosas.
Ha dedicado su vida a hacer visibles a muchas personas. Y de pequeña se sentía invisible.
Me gusta sentirme invisible. Y desde esa invisibilidad, mirar. No necesito protagonismo.
¿Tiene mal recuerdo de la Barcelona donde nació?
Tengo mis cosas. Pero quiero a Barcelona. Es algo físico, sientes tus raíces. Allí me siento feliz. Estuve hasta los 18 años.
Allí vivía en el palacete del Marqués de Alella, de la calle de Muntaner, hasta que se enamoró.
Me enamoré de un señor y me vine a vivir a Madrid. Y Madrid me lo ha dado todo: a mis hijos, mi profesión.
En esa casa había una colección de obras de Goya, Velázquez… ¿Ha vuelto?
Ya no la tenemos. Tenemos la del Maresme, donde jugábamos de pequeñas.
Se ha pasado la vida retratando el cuerpo de bailarines cuando su madre no la dejó seguir en la danza.
Es cierto. Hubo un momento en que Mrs. Palmer le pidió que me quedara más horas porque creía que tenía aptitudes y mi madre dijo que no. Pero una cosa es lo que deciden los demás, otra lo que decides tú y otra lo que hace la vida, que es la que suele mandar.
Con 13 años se compró una Kodak Instamatic con sus ahorros. Pero en su casa no había penuria.
Para mí es importante lo que consigues tú. Nos daban las estrenas en Navidad, porque mi madre era valenciana y es una costumbre de allí. Luego, cuando necesitabas algo, pues gastabas ese dinero. Yo ahora lo hago con mis nietos.
Con todo, su familia la ayudó a encontrar su vocación.
Llegó un momento, cuando los gemelos tenían cuatro años, que mi marido, Jesús, me animó a que retomara esta pasión. Vi un anuncio en el metro de un curso CEAC y me apunté.
¿Se casó con 18 años por amor?
Sí, estaba enamorada de él desde los 14 años. Y era 13 años mayor que yo.
En 1996, tras 24 años de matrimonio, se separó. ¿Empezó, tras su separación, su compromiso social, la otra cara de su obra?
El viaje ha estado siempre ahí: la curiosidad por lo desconocido. Había viajado tanto sin olor a queroseno… Había imaginado el mundo tanto desde el sillón…, había viajado tanto mentalmente…
Irán, Siria, Etiopía, Turquía, Burkina Faso, Malí, Egipto… ¿Qué buscaba?
Es evidente que esa nueva independencia también se refleja en lo que hago. Está claro que en los últimos casi 30 años he sido cada vez más libre: por edad, por experiencia y por independencia. Pero no viajo a ver qué encuentro. Me muevo buscando una cosa concreta.
Buscó las maras, las pandillas juveniles violentas, en El Salvador, la prostitución en Camboya…
Al final, cuando conoces algo, buscas llevarle luz.
¿Cómo implicarse y protegerse?
No vas al otro lado del mundo para blindarte. Pero cada edad te permite ver algo. Igual meterse en ese mundo desde una actitud no de reportera robando imágenes, sino de crearlas, sorprende más al retratado.
¿De qué hablará su discurso como académica?
La fotografía es un invento y un arte del siglo XIX y está considerada como nuevo lenguaje visual. Creo que hay mucho por hacer. Hablaré de la evolución de la fotografía y de la mía. De la voz de las mujeres. El mundo me ha descubierto otra forma de mirar que es no dando nada por hecho.
¿Ha tenido alguna vez la sensación de ser una intrusa? ¿Una aficionada?
No. Eso ha sido una constante entre muchas mujeres de mi edad dedicadas profesionalmente a algo creativo, pero no es mi caso. Una cosa que aprendes rápido siendo mujer es que no puedes gustarle, ni personal ni profesionalmente, a todo el mundo. Y es liberador aprenderlo.
Con 31 años empezó otra vida en Nueva York. ¿Qué hizo con sus hijos?
He llevado mal separarme temporadas de ellos y mal dejar de aprender y trabajar por estar con ellos. Por eso hacía los cursos los veranos y los niños se quedaban con su padre.
¿Cómo los educó?
No soy buena educando. Me cuesta mucho decir que no. Su padre ponía los límites, yo el amor.
Ha sido muy afortunada, pero también ha vivido mucho dolor.
Soy una superviviente. He llorado de dolor metiéndome en el agua helada para fotografiar icebergs. Tuve un accidente de esquí, hace 13 años, que me destrozó la espalda. Perdí una vértebra y tardé un año en recuperar la movilidad. Pero luego me volví a caer corriendo en Tailandia. Todo eso tratando de cuidarme.
Se autorretrató pintando la columna roja, rota, en la espalda de un hombre.
Rota porque me falta una vértebra.
Tuvo un accidente de coche y perdió la hija que esperaba. Sin embargo, ha elegido contar el dolor de los demás antes que el propio.
No lo había visto nunca así. Pero sí, perdí a mi hija el 2 de agosto de 1975.
¿Conecta desde su dolor?
A lo mejor, el dolor, el de todos, es uno, el mismo.
Con 17 años, su hijo Julio murió en un accidente de moto. ¿Cómo cambia eso la mirada?
Detiene la vida. Y debes decidir si te quedas o sigues. Pero sí, el dolor conecta, une. Y te hace ver. Puede incluso llegar a ser un compañero.
Su hijo Manuel, ¿a qué se dedica?
Gestiona patrimonio inmobiliario. Y es padre de mis cinco nietos. Intenté inculcarle la emoción que proporciona el mundo creativo, ese descubrimiento. Hasta que me dije: “¡Isabel, eso también son prejuicios!”. Entendí que él era feliz con lo que había elegido. Era su libertad.
Su hijo fallecido, Julio, llevaba el nombre de su padre, un magnate de los tiempos del franquismo, dueño del Ritz de Barcelona, cuya fortuna está en los juzgados.
La vida de mi padre no es la mía.
¿Se llevaba bien con él?
Mi padre es mi padre. Y tengo recuerdos. Mis padres bailan. Y yo me recuerdo bailando feliz con él. Ese era para mí mi padre.
Ha dedicado su vida a hacer hablar a los demás. ¿Nunca se ha planteado hablar más alto?
He aprendido a huir del siempre y del nunca. Por eso no sé lo que podrá pasar. Pero no me interesa gritar. Por lo menos, hasta ahora, he encontrado otras formas de expresarme.