Cazadores de bulos: cruzados globales contra la mentira
La batalla de la desinformación es la guerra silenciosa más sofisticada de nuestra época. La expansión de falsedades se ha convertido en un recurso de los extremismos y populismos para desestabilizar la democracia. Pero la sociedad civil ha reaccionado activando sus propias armas con comandos civiles dedicados a desmontar la mentira
Si el primer hombre sobre la Tierra pronunció un nombre, después hizo una afirmación, constató un hecho o expresó una creencia y trazó una descripción, poco después, de su boca, probablemente no tardó en salir una mentira… Existe desde el principio de los tiempos. Hasta este siglo anduvo sujeta a una dimensión. Pero ahora ha multiplicado su ácido disolutivo a la velocidad de la luz gracias a la tecnología, sobre todo las redes sociales. Hoy es la vitamina perniciosa de quienes buscan hundir la democracia. Su más medida y destructiva estrategia: decisiva desde el referéndum del Brexit o el asce...
Si el primer hombre sobre la Tierra pronunció un nombre, después hizo una afirmación, constató un hecho o expresó una creencia y trazó una descripción, poco después, de su boca, probablemente no tardó en salir una mentira… Existe desde el principio de los tiempos. Hasta este siglo anduvo sujeta a una dimensión. Pero ahora ha multiplicado su ácido disolutivo a la velocidad de la luz gracias a la tecnología, sobre todo las redes sociales. Hoy es la vitamina perniciosa de quienes buscan hundir la democracia. Su más medida y destructiva estrategia: decisiva desde el referéndum del Brexit o el ascenso de Donald Trump al poder y especialmente venenosa durante la covid. La guerra de Ucrania ha supuesto un paso adelante en la sofisticación de las campañas de manipulación, con una red como Telegram como instrumento estrella y la aparición de páginas clonadas de medios de comunicación fiables para difundir propaganda rusa. Las redes no dejan de agitarse, ahora mismo, por ejemplo, con la reciente crisis del Parlamento Europeo: con ataques a políticos en activo, hayan o no tenido que ver con los sucesos que se investigan en torno al lavado de cara de Qatar.
La gravedad del asedio ha llegado a tal límite que ha generado sus anticuerpos. Son los cazadores de bulos: periodistas, ingenieros, activistas y educadores que tratan de detectar y desmentir las calumnias que multitud de agentes lanzan a las redes sistemáticamente. Estos cazadores neutralizan la desinformación y se organizan por todo el mundo. “La transparencia es nuestro escudo; la colaboración, nuestra arma”, dice Clara Jiménez Cruz, CEO de Maldita.es. Esta organización española cuenta con un método para la detención de mentiras que aplican cada día en su trabajo con sus 40 empleados: “Primero realizamos una escucha abierta en redes. Ordenamos lo detectado en tres niveles: lo verificable, lo viral y lo peligroso. Elegimos entre ello lo que vamos a investigar, le asignamos esa investigación a un periodista, auditamos su trabajo por medio de un equipo de edición y votamos si catalogamos el contenido de bulo o no. Para ello no puede haber ningún pronunciamiento en contra”.
Así es como han trabajado desde su creación en 2018, cuando echó a andar la fundación que da cobertura a Maldita.es, impulsada por Jiménez Cruz y Julio Montes. Se dedican a ofrecer información contrastada, realizan proyectos de investigación o educativos y montan plataformas en redes. Han vivido la guerra de la desinformación desde la pandemia hasta Ucrania. En relación con este conflicto han documentado 167 bulos reunidos en una plataforma creada específicamente: UkraineFacts. Un día pueden desmentir la autoría del derribo de un avión y otro desmontar bulos como que el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, es un satanista borracho, afirmación que sostienen canales negacionistas del coronavirus que ahora apoyan a Putin.
Los frentes han ido variando desde que la estrategia de la desinformación comenzara a desestabilizar el mundo. Sus dos primeros grandes golpes de efecto saltaron con el referéndum del Brexit —celebrado el 23 de junio de 2016, con el resultado del 51,9% a favor de la retirada del Reino Unido de la Unión Europea— y la campaña electoral que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca en enero de 2017. Según una investigación del diario The Washington Post publicada en enero de 2021, Trump hizo 30.573 afirmaciones falsas o engañosas en cuatro años. Durante la campaña circularon bulos como el Pizzagate, una inventada red de pedofilia en el sótano de una pizzería de Washington DC de la que formaban parte Hillary Clinton y algunos de sus colaboradores. Durante la pandemia de la covid, en 2020, los bulos rompieron la dimensión política, con efectos nocivos en la salud pública. Más sutiles o más burdos, hoy los bulos lo mismo se lanzan para influir en las estrategias de la guerra de Ucrania, para apoyar los argumentos de ideas ultras y populistas en España o para desacreditar a personajes públicos, como Meghan Markle, de la que se ha llegado a afirmar que es un robot.
La guerra de la desinformación moderna está marcada por la aparición y el auge de las redes sociales: Facebook se lanza en 2004 y Twitter en 2007. En 2009 se sumó WhatsApp y posteriormente, en 2013, Telegram. Estas se convirtieron en el campo de ensayo por parte, sobre todo, del Gobierno de Vladímir Putin. Rusia en hoy una potencia en la materia. Para equilibrar sus debilidades ha encontrado la forma de influir dañinamente con una estrategia diseñada para influir en la política global con el empleo de bots para desestabilizar. Los emplean de manera sofisticada y han creado escuela en los populismos o en gobiernos y partidos de corte autoritario, a los que asesoran.
Las alarmas saltaron en 2013. Entonces, la empresa Cambridge Analytica había captado datos de 87 millones de usuarios de Facebook para influir en sus comportamientos políticos asediándolos con noticias inventadas con las que decantar su voto. Fueron bombardeados sistemáticamente con mensajes que sirvieron para inclinar la balanza a favor del Brexit en el Reino Unido y de la elección de Trump en 2016. Uno de los creadores de la empresa había sido Steve Bannon, el principal asesor del líder republicano estadounidense. Alexander Nix, su director, mantuvo vínculos con la empresa petrolera rusa Lukoil. La presencia del Kremlin en ambos casos resultó evidente y probada.
Las acciones fueron denunciadas por dos empleados de Cambridge Analytica, Christopher Wylie y Brittany Kaiser: un experto en tecnología y una asesora de comunicación que cambiaron de bando escandalizados por las técnicas de manipulación masiva. Lo denunciaron en The Guardian y The New York Times, y comparecieron ante las comisiones del Parlamento británico sobre el asunto. La dimensión narrada fue tan estremecedora que comenzaron a plantarse barricadas contra una guerra silenciosa dispuesta a desplegar el arsenal de la mentira como arma de destrucción masiva para cambiar el orden mundial.
Se imponía volver a evitar lo que Hanna Arendt afirma en Los orígenes del totalitarismo y que es lo que los nuevos fascismos denominan ahora verdades alternativas: “El sujeto ideal del dictado totalitario no estriba en convencer al nazi o al comunista, sino a la gente de que la distinción entre los hechos y las ficciones (la realidad de la experiencia) o lo verdadero y lo falso (los estándares del pensamiento) ya no existe”. Muchos tomaron conciencia. Era necesario movilizarse.
Clara Jiménez Cruz lo hizo junto a Julio Montes, director y cofundador de Maldita.es, pionera en España en este campo junto a otras plataformas, como Newtral, la start-up fundada también en 2018 por la periodista Ana Pastor, su única accionista, que se dedica a la producción de programas. Cuando alguien anima a Jiménez Cruz a lanzar una teoría bajo el enunciado “Tú ¿qué crees?”, reacciona sin dar opción: “Yo no creo nada, me dedico a constatar hechos”. Su contundente trabajo les ha llevado a forjar redes de colaboración en Europa y América Latina. Al otro lado del Atlántico, con organizaciones como Chequeado, junto a la que ha creado la plataforma Factchequeado. En ella se pueden consultar desinformaciones como las que han circulado durante el Mundial de Fútbol de Qatar. Por ejemplo, aclaran que la imagen de la Torre Eiffel de París supuestamente iluminada con los colores de la bandera de Argentina que circuló tras la victoria de su selección era un montaje. La cooperación y las alianzas internacionales son clave. La International Fact-Checking Network (IFN) suma 120 miembros y la red European Fact-Checking Standards Network (EFCSN) conecta 50 organizaciones similares de 30 países en el continente.
En 2020, con la pandemia, se dispararon todas las alarmas a raíz de la difusión de supuestos remedios contra el coronavirus. La muy dañina recomendación de beber dióxido de cloro a la cabeza, entre otras barbaridades hizo que la UE tomara conciencia de la necesidad de actuar de manera más activa y con urgencia. Reforzaron así un departamento dentro de su división de Asuntos Exteriores y Defensa. El alemán Lutz Gellner es responsable de comunicaciones estratégicas del European External Action Service (EEAS). “La covid lo cambia todo. La difusión de mentiras interesadas empezó a cobrarse víctimas. Las democracias liberales no podían admitir el ataque. Debíamos actuar con contundencia. Es uno de nuestros mayores retos políticos y sociales presentes. Quienes promueven estas acciones buscan destruir el sistema”, afirma en su despacho de la Comisión Europea, en Bruselas. Es un día tranquilo en los cuarteles que rodean Berlaymont, el núcleo de poder en la capital, y apenas contamos una decena de personas en las oficinas. Gellner está al frente de una división de la Unión Europea encargada de analizar el fenómeno de los bulos y combatirlo desde las instituciones y con apoyo de las iniciativas civiles. Todo suma. Él diferencia entre tres conceptos: los bulos, la desinformación y la falta de información. En el último campo, sostiene, no existen intenciones ocultas. Si hablamos de desinformación, sí, pero no representa una práctica ilegal. En cuanto a los bulos, nos referimos a otra cosa: “Persiguen objetivos, están coordinados y se basan en la manipulación”.
Desde su puesto, Gellner aprecia tres maneras de distribuir noticias no probadas: “Por medio de la ampliación de diversos temas. Para ello se usan identidades falsas y resulta muy difícil detectarlas por los comprobadores de hechos, los fact-checkers”. Ahí entran las organizaciones de carácter civil, como las mencionadas españolas o las organizaciones sin ánimo de lucro EU DisinfoLab y Lie Detectors en Bruselas, aparte de Les Surligneurs (Francia), Faktograf (Croacia), Correctiv (Alemania), Teyit (Turquía), Demagog (Polonia), Full Fact (Reino Unido), Pagella Politica (Italia) o TjekDet (Dinamarca), entre otros. La mayoría forman parte de la EFCSN, que cuenta con el apoyo institucional de la UE. Las autoridades de la Comisión y el Parlamento europeos conceden una importancia máxima a esta lucha: las alianzas en ese sentido con medios de comunicación fiables y organizaciones de comprobación de datos son primordiales.
Alexandre Alaphilippe, responsable de EU DisinfoLab, habla de dos campos en los que las estrategias de falsedad se han multiplicado desde la guerra de Ucrania: “Lo más novedoso son las páginas clonadas de medios de comunicación fiables”, afirma en la terraza de un café situado en el barrio de Uccle, en Bruselas. Es lo que destapa el último informe de esta organización sobre bulos titulado Doppelganger: Media Clones Serving Russian Propaganda (Doppelganger: clones de medios al servicio de la propaganda rusa). “Cuenta cómo al menos se han hecho copias efectivas de 17 medios de comunicación, con sus cabeceras y su tipología, para distribuir propaganda rusa mediante artículos, vídeos o encuestas”.
En el contexto de la guerra de Ucrania, un canal marca la diferencia, según Alaphilippe: “Telegram se ha convertido en la nueva plataforma favorita para la expansión de bulos porque no existen restricciones”. Tanto Twitter como Meta, con Facebook y WhatsApp, andan ahora demasiado bajo control, aunque la desinformación sigue circulando por ellos. WhatsApp, por ejemplo, empezó en 2018 con las primera medidas para limitar el envío masivo de mensajes e introdujo la doble flecha para marcar los mensajes muchas veces compartidos.
Los bulos encuentran su caldo de cultivo de partida en las redes sociales. Según un estudio de la Universidad Carlos III de Madrid, el 55,5% de los estudiantes de entre 11 y 16 años se informan a través de estas plataformas y un 29,1% mediante la televisión. Los periódicos digitales son ya marginales en sus preferencias: solo el 6,55% los consulta. Los jóvenes destacan como un objetivo para la desinformación. Pero también los mayores de 70 años, asegura Clara Jiménez Cruz: “Por su falta de dominio de la tecnología”. Ambos grupos se muestran más sensibles a cualquier campaña. Y estas mutan. Tras la covid “se multiplicaron los mensajes negacionistas científicos”, apunta. En Maldita.es se dieron cuenta de que los grupos negacionistas, antes más aislados, comenzaron a formar comunidad. “Puede que esos grupos tengan una patita detrás”, dice Jiménez Cruz. Un nexo de unión, según han comprobado después de analizar 10 de ellos. “Uno de nuestros cometidos es buscar el origen y seguir el dinero”, afirma. Este último aspecto es importante. Cuando denuncian sus prácticas, las plataformas donde se mueven pueden cortarles el grifo de la publicidad y mermar sus recursos.
Al entrar en otras esferas más allá de la actualidad, las noticias falsas expandían su red de influencia, como explica Michiko Kakutani en La muerte de la verdad (Galaxia Gutenberg). Del ámbito del periodismo saltaron después con el negacionismo como bandera a la ciencia falsa y a la historia falsa, poniendo en tela de juicio hechos probados como el Holocausto. O, en España, con las causas de la Guerra Civil y el revisionismo que blanquea justificaciones en pro de los golpistas. Pero también el bulo ha entrado en la guerra de competencia entre empresas, hasta el punto de que varias contratan los servicios de fact-checkers o desarrollan su división para combatirlos.
Hasta ahora, las organizaciones de comprobación de datos han ido colaborando con diversas plataformas y compañías para detener la expansión de bulos. Pero faltaba otra iniciativa determinante. La ley. Y esta ha llegado desde la Unión Europea. El Reglamento de Servicios Digitales, conocido como DSA por las siglas de su denominación en inglés (Digital Services Act), busca convertirse en el referente regulador a nivel mundial en la materia. Ha sido aprobado el pasado 19 de octubre y representa la gran esperanza en la persecución de los contenidos ilegales en línea, incluyendo los audiovisuales, falsificaciones de productos o informaciones falsas. Sin embargo, cuenta también con sus limitaciones.
La ley sustituye a una directiva de comercio electrónico más que superada y que data de 2000. Las plataformas de redes sociales no habían nacido entonces. El espíritu de la nueva norma se resume en esto, según Carlos Hernández-Echevarría, de Maldita.es: “Lo que es ilegal fuera de internet lo es dentro de la Red también”. Su cometido es acabar con la jungla digital. El problema se presenta a la hora de delimitar el marco de la desinformación. Esta no está considerada ilegal, sino dañina. ¿Cómo trasladar a las plataformas el control de contenidos?
Los legisladores han elaborado un código para las marcas que tengan por encima de 40 millones de usuarios. Un pliegue de intenciones en el que han colaborado las organizaciones de desmentidos a nivel europeo. “Es la segunda oportunidad que se les da desde Bruselas”, afirma Hernández-Echevarría. La primera se basó en la autorregulación. Produjo el caos. La tercera consistiría en endurecer los castigos. Hasta el momento, lo han firmado todas las grandes: Google, Microsoft, Meta, TikTok… Y Twitter antes de la llegada de Elon Musk con un mensaje posterior de la vicepresidenta de la Comisión, la danesa Margrethe Vestager: “Tendrá que cumplir la ley”. El acuerdo llama a llevar a cabo el código; en caso contrario, la UE prevé multas de hasta el 6% de la facturación global de estas empresas.
Una legislación en ese campo al que toda la UE puede adherirse es un paso gigante. No existen leyes similares en Estados Unidos. Ni se esperan. Allí comienzan a llevar la iniciativa los tribunales, otro frente abierto. Reciente, pero muy efectivo, como se puso de manifiesto con la sentencia que condenaba a pagar 965 y 44 millones de dólares a su web Infowars por la difusión sistemática de bulos.
En España también se ha dictado sentencia contra otra falsedad. Ocurrió el pasado 8 de noviembre. Al carecer de un instrumento legal específico, caben otras penas que aplicar, como las contempladas por lesionar la dignidad de las personas por motivos discriminatorios. Un guardia civil difundió un vídeo falso acusando a migrantes menores de un delito inexistente en Cataluña. La denuncia fue impulsada por la Dirección General de la Infancia y Adolescencia de la Generalitat y guiada en los tribunales por la Fiscalía de Barcelona, entre cuyos miembros el fiscal Miguel Ángel Aguilar lleva a cabo varias acciones que relacionan falsedades con delitos de odio.
“El castigo penal del bulo es muy difícil”, asegura Hernández-Echevarría. “Cuando una persona miente, resulta complicado probar si lo hace a sabiendas o ha repetido algo en lo que cree. Crear un delito de desinformación resulta muy complejo. Muchos países han renunciado a ello. Por eso se impone perseguirlos mediante otros tipificados en el Código Penal que tienen que ver con el odio, la calumnia o el racismo”.
Legislación y tribunales concienciados es lo que falta en América Latina, según Laura Zommer y Pablo M. Fernández, directora general y responsable ejecutivo y periodístico respectivamente de Chequeado. Tienen la sede en Buenos Aires y son una de las organizaciones de fact-checkers más importantes del continente. Así como el Brexit se contempla como la fecha fundacional del fenómeno del bulo contemporáneo en Europa, ambos fijan como equivalente en América Latina el referéndum por los acuerdos de paz en Colombia. Aunque Peter Pomerantsev en La manipulación de la verdad (RBA) habla de las elecciones mexicanas de 2012 y los conocidos como peñabots, utilizados por el candidato del PRI, Enrique Peña Nieto.
Aun así, en 2016 Colombia sufrió una campaña bestial. Elevaron su eficacia hasta revertir el resultado en favor del “sí” que impulsaba desde el Gobierno el presidente Santos. Por entonces, Chequeado llevaba dos años de actividad. Casi una década después, sus responsables desgranan las características especiales de América Latina respecto a los bulos. “En esta área, aparte de los mismos problemas que sufren otras zonas, tenemos nuestras propias carencias”, asegura Zommer. “Para empezar, no existen leyes que lo combatan, también el acceso a la información pública es opaco, pero, sobre todo, en muchos países la desinformación parte en gran medida desde los propios gobiernos”. Si en ese sentido les pedimos un ranking, dirían: el Brasil de Bolsonaro, Venezuela, Cuba y México, principalmente, junto a Nicaragua y El Salvador.
En Chequeado se han preocupado de desarrollar herramientas tecnológicas para la comprobación de datos en español. “Las que existían principalmente estaban en inglés”, asegura Pablo M. Fernández. Eso también les permite seguir el ritmo al que se expanden los bulos que se difunden desde otras partes. “En Argentina, algo que surge en México llega dos días después y una semana si procede de España”. La batalla para combatirlos tiene dos fases fundamentales. “La primera es el desmentido en sí, la segunda consiste en llegar a quien expande el bulo de manera sistemática. Esta resulta más lenta y costosa”, asegura Fernández.
Lento también es el último frente de la batalla. Pero quizás, a la larga, sea el más importante: la educación. Cada organización de comprobadores de datos cuenta ya con una división al respecto. Pero existen algunas que lo desarrollan de manera prioritaria, como Lie Detectors, con sede en Bruselas: más de 250 profesionales dedicados a lo que llaman alfabetización periodística. Lo dirige Juliane von Reppert-Bismarck. Un comando cada vez más creciente de periodistas y expertos que se han repartido hasta el momento por más de 5.000 clases desde su creación en colegios de seis países —Austria, Alemania, Suiza, Bélgica, Luxemburgo y Polonia, a los que hay que sumar entrenamientos especiales también en Eslovaquia, Eslovenia y República Checa— para concienciar a 24.000 niños y adolescentes del peligro que corren de ser manipulados a través de sus smartphones. “Todo empezó por mi propia experiencia personal. Después de años ejerciendo la información, en mi familia, tras algunas discusiones, me decían: ‘¿Por qué creerte si eres periodista?”. Eso le dio una idea del desprestigio que sufría la profesión. Quería atajarlo. Corría el año 2017. ¿Desde dónde? “De raíz, en las escuelas”. No supo a qué edades comenzar. “Tampoco lo tenían claro los profesores. Ahora lo hacemos con alumnos de entre 10 y 15 años”. ¿Cree que ha sembrado algo positivo? “Sí, cuando un periodista se dirige a ellos honestamente y les cuenta en qué consiste su trabajo, se corta el silencio, les marca”.
En España también han surgido organizaciones similares. Desde el proyecto Junior Report hasta el programa Desfake. La escuela se convierte en el primer frente dentro de esta lucha del bien contra el mal para salvar la democracia. Armar cabezas y sentido crítico es, con mucho, la manera de desbaratar la ventaja con la que los creadores de mentira cuentan: la ignorancia.