Diane de Beauvau-Craon, la última princesa rebelde: “Me drogué mucho, bebí mucho alcohol, me acosté con muchos gais y aquí sigo”
La aristócrata hispanofrancesa fue musa de Andy Warhol y Roy Halston, amiga de Robert Mapplethorpe y protagonista de una relación poliamorosa con Karl Lagerfeld y Jacques de Bascher. A sus 67 años, ha publicado las memorias de una vida plagada de sexo, drogas y desenfreno. “Aprendí a destruirme por placer y a reconstruirme por amor”, dice.
Diane de Beauvau-Craon nació dos veces. La primera, el 20 de agosto de 1955, cuando su madre, la aristócrata española María Cristina Patiño y Borbón, dio a luz en la clínica Belvédère, una maternidad de lujo a las afueras de París. La segunda, el 7 de noviembre de 2001, cuando los médicos del Hospital Cochin de la capital francesa la salvaron de una muerte casi segura. La princesa ingresó en estado inconsciente y pesando apenas 32 kilos, consumida por las drogas y el alcohol. “Ese día volví a nacer”, dice al otro lado del teléfono desde el dormitorio de su casa en Nápoles, una villa con vistas...
Diane de Beauvau-Craon nació dos veces. La primera, el 20 de agosto de 1955, cuando su madre, la aristócrata española María Cristina Patiño y Borbón, dio a luz en la clínica Belvédère, una maternidad de lujo a las afueras de París. La segunda, el 7 de noviembre de 2001, cuando los médicos del Hospital Cochin de la capital francesa la salvaron de una muerte casi segura. La princesa ingresó en estado inconsciente y pesando apenas 32 kilos, consumida por las drogas y el alcohol. “Ese día volví a nacer”, dice al otro lado del teléfono desde el dormitorio de su casa en Nápoles, una villa con vistas al Vesubio. Su voz, áspera por años de cigarrillos, no se corresponde con su figura. Tiene un cuerpo casi quebradizo, pero desborda vitalidad.
Mientras conversa, la aristócrata francoespañola prepara las maletas para pasar unos días en su piso de París y, luego, en su otro refugio, un chalet cerca de Gstaad, en los Alpes suizos. En fotografías, tiene un aire a Nancy Cunard, la trágica musa del surrealismo: pelo a lo garçon, ojos ligeramente felinos, labios rojos, muñecas adornadas con muchas pulseras y maneras elegantes y excéntricas. Al igual que Cunard, ha tenido una vida de privilegios, singular y frenética. Beauvau-Craon se crio entre el lujoso dúplex de su familia en la avenida de Foch de París, con vecinos como el magnate griego Aristóteles Onassis; el château de Haroué, un castillo en la región de Lorena, y la Quinta Patiño, la finca de su abuelo materno en Alcoitão (Portugal). Sin embargo, nunca sintió que esos lugares fueran su hogar. En 1973, con 18 años, se mudó a Nueva York y se convirtió en una de las chicas de moda de la ciudad: asesora del diseñador Roy Halston, musa del artista Andy Warhol, amiga del fotógrafo Robert Mapplethorpe y compañera de fiestas de Bianca Jagger y Margaux Hemingway en la disco Studio 54.
“Mis padres fueron muy infelices durante el tiempo que estuvieron juntos. Se casaron para contentar a sus familias, pero nunca se quisieron. Se separaron cuando yo tenía dos años. Así que desde muy pequeña tuve claro que no quería vivir como ellos”, explica. Su padre era el príncipe Marc de Beauvau-Craon, amigo de Charles de Gaulle y caballero de la Orden de la Legión de Honor. Su madre era la hija del magnate boliviano Antenor Patiño, apodado El Rey del Estaño, y de la duquesa de Dúrcal, una prima del rey Alfonso XIII. “Me educaron en los mejores internados. Se suponía que tenía que casarme con un hombre con un apellido ilustre, tener hijos y llevar una vida aburrida. Pero con 12 o 13 años supe que nada de eso me haría feliz”, dice con pasmosa claridad, mientras se la oye encender un cigarrillo. “Es el único vicio que mantengo”, aclara, antes de reanudar el relato de su vida. Este verano ha publicado sus memorias en Francia, Sans départir (Éditions Grasset). En español, el título podría traducirse como “nunca hay que rendirse”. Es un guiño al lema de su familia, los Beauvau-Craon, una dinastía con más de 500 años de historia. Pero esa idea también define su forma de ser.
Un romance platónico la liberó del destino convencional y burgués que había planeado su familia para ella. En 1973, su amigo Thierry Beherman, miembro de una acaudalada saga industrial belga, le propuso matrimonio y ella aceptó. “Thierry era guapo, inteligente, excéntrico… y gay. A mí solo me gustaban los gais y él estaba muy enamorado de mi físico andrógino. Me decía que tenía cara de maricón y cuerpo de mujer”, reconoce, antes de empezar a reír. “Siempre me han gustado más los homosexuales que los heterosexuales. Hasta el día de hoy. Me siento más cercana a ellos mental y físicamente y me hacen sentir especial. Cuando era joven, los hombres hetero me daban miedo. Y ellos pensaban que yo estaba loca. Los gais, en cambio, me veían como una hermana pequeña, o como un hermano. Me entendían, y yo a ellos”.
Los Beauvau-Craon recibieron la noticia del compromiso con agrado y regalaron a la pareja un viaje a Nueva York. Con 18 años, Diane y su prometido se instalaron en un hotel en el Upper East Side, en una suite con vistas al Museo Metropolitano de Arte. Pero la boda nunca llegó a celebrarse. El heredero belga regresó a Europa y ella se quedó en Manhattan. En una fiesta conoció a Roy Halston, que entonces era uno de los diseñadores más famosos de Estados Unidos. Desesperada por encontrar un motivo para no volver a París, le pidió trabajo. Y él, seducido por la idea de tener a una aristócrata en nómina, accedió. “Me gusta la forma original en que llevas la ropa. Me darás tu opinión sobre mis colecciones…”, recuerda ella que sentenció el modista, ofreciéndole un contrato como asesora. Diane empezó su vida laboral cobrando “en especie”. “No me pagaba, pero me regalaba joyas de Elsa Peretti [diseñadora de Tiffany & Co.]. Un salario real me habría hecho sentir como una prisionera. La idea de cobrar con joyas multiplicó por 10 mi deseo de trabajar con él”.
Halston celebró el fichaje con una cena en la que reunió a sus amigos: Mick y Bianca Jagger, Joe Uller, Elsa Peretti, Fred Hughes y Andy Warhol. Aquella noche, el artista pop dio a Beauvau un nuevo título: “La princesa bobo”. Su apellido era demasiado largo y complicado de pronunciar para un estadounidense. Sin embargo, su nombre no tardó en estar en boca de todos en Nueva York. Warhol quedó fascinado con su imagen ambigua y la adoptó como pupila. “Andy fue uno de mis mejores amigos. Vio mi inocencia y me cuidó. Era consciente de mi fragilidad y por eso fue muy protector conmigo. Solía escoltarme hasta mi casa. Me metía en la cama y me daba las buenas noches”, recuerda.
En noviembre de 1977, Diane apareció en Interview, la revista warholiana y boletín oficial de la Factory. Christopher Makos hizo la fotografía de portada y el propio Warhol retocó la imagen. Es la única cover en la que el artista pop intervino personalmente en la historia de la publicación. Dentro del número había una extensa entrevista a la princesa y fotos de ella en blanco y negro tomadas por un joven Robert Mapplethorpe. El fotógrafo y la modelo se entendieron desde el primer minuto.
“Entonces mi vida en Nueva York se convirtió en un sueño”, reconoce. Pasaba los días trabajando con Halston y las noches de fiesta con Warhol y su pandilla. A veces, acompañaba a Mapplethorpe al Mineshaft, el club sadomasoquista más famoso de la ciudad, en el distrito neoyorquino de Meatpacking. Era un lugar oscuro al que se accedía con seudónimo. Los clientes iban disfrazados de policías, vaqueros o albañiles. “Solía ser la única mujer en esos sitios y eso me complacía. Como te decía antes, siempre he estado más cómoda rodeada de gais que de mujeres. A las mujeres no las entiendo o ellas no me entienden a mí. Me odian o me reprochan mi libertad”, dice. Llegó a vivir una temporada en el loft de Mapplethorpe. “Fueron tres meses de absoluta felicidad. Éramos como hermano y hermana, o como dos hermanos”. La convivencia terminó cuando ella empezó a salir con el director Oliver Stone y Mapplethorpe se puso celoso.
La princesa recuerda aquellos años como una fiesta sin fin salpicada de cocaína y vino blanco para “mantener el ritmo”. Era la época de la disco Studio 54 y de una nueva píldora blanca llamada quaaludes, un sedante-hipnótico similar a los barbitúricos. “Solo tenía un inconveniente. Al día siguiente, recordábamos poco o nada de lo que habíamos hecho la noche anterior”, reconoce al teléfono. No tiene problema en hablar de sus antiguas adicciones. Empezó a tomar drogas con 12 años. La primera sustancia que consumió fue tricloroetileno, un disolvente para limpiar manchas. Cada vez que lo usaba en sus juegos de manualidades, el aire de su habitación infantil se impregnaba de un agradable olor que le hacía “girar la cabeza”. Cuando la descubrieron, empezó un periplo por varias clínicas de Francia y Suiza. “Pero el daño ya estaba hecho. Había probado las drogas y realmente me habían gustado”, cuenta.
Con 15 años, mientras alternaba entre hospitales e internados suizos, probó el ácido y la cocaína. “Mi objetivo entonces no era destruirme, sino divertirme y vivir experiencias peligrosas”, explica al teléfono. “Nunca me he considerado una persona autodestructiva. Soy una apasionada de la vida. Pero disfruto viendo hasta dónde puedo llegar”. Pasó parte de su adolescencia en el hospital Garches, llamado pomposamente Château de Garches, una institución mental dirigida por un doctor “más sádico que médico”. Allí fue sometida a terapia de electrochoque, una práctica que la Organización Mundial de la Salud calificó en 2016 como una forma de tortura. Culpa a su madre de ese capítulo de su vida. “Nunca se ocupó de nosotras. No la conocí y por eso no puedo juzgarla. Aunque supongo que se podría haber ahorrado tener hijos”.
En Garches intentaron convencerla de que estaba loca. En realidad, toda la vida quisieron meterle esa idea en la cabeza. “Todos me decían que estaba desquiciada, pero yo pensaba: ‘Gracias a Dios que no soy como ellos’. Simplemente era joven e inocente”. En el alocado Nueva York de los años setenta encontró su lugar en el mundo. “Halston era encantador. Vi la serie de televisión sobre él [protagonizada por Ewan McGregor y dirigida por Ryan Murphy] y tuve que dejarla al tercer capítulo. Él no era así. Era bello, generoso y con un talento gigante”, dice. Es el único momento de la entrevista en el que se la oye molesta, indignada. “Lamentablemente, la gente no entiende cómo era la vida en los años setenta y ochenta. Drogarse y beber era lo normal. Ya no hay libertad. Ahora debes tener mucho cuidado con todo lo que dices y haces. Vivimos como en una prisión”.
Diane siempre ha huido de las convenciones. Al cumplir 21 años, dejó su trabajo con Halston y lanzó su propia marca de ropa. Todo Nueva York asistió a su debut como diseñadora: Truman Capote, Diana Vreeland, Andy Warhol, Bob Colacello, Robert Rauschenberg, Robert Mapplethorpe, Margaux Hemingway, Timothy Leary, Mick y Bianca Jagger, Lee Radziwill, Cristina Onassis, Nan Kempner, Steve Rubell, Ian Schrager. Halston no se presentó, pero le envió un ramo de flores con una cariñosa nota en la que le deseaba mucha suerte. La colección fue un desastre. Ese fue su primer y último show.
Abrumada por el fracaso, escapó a Marruecos. En Tánger conoció a Ahmed Mohamadialal, un seductor revolucionario marroquí educado en París y amigo de Bernard-Henri Lévy, Jean-Paul Enthoven y Gilles Hertzog. Al poco tiempo, se quedó embarazada de él, se casó y se convirtió al islam. “Mi felicidad duró poco. Ahmed cambió radicalmente. En su mente, él creía que yo le pertenecía por habernos casado y por haber adoptado su religión”. En las memorias desvela que un día de abril de 1980, tras dar a luz a su hijo, sufrió un episodio de violencia machista a manos de su marido. Tras este incidente, huyó del país con la ayuda de Lalla Aïcha, hermana del rey marroquí, y tardó cinco años en poder recuperar a su niño.
Tras regresar a París, comenzó a trabajar para el modista Hubert de Givenchy. Nunca congenió con el diseñador, que terminó despidiéndola después de ausentarse de un desfile por estar de fiesta con el bajista de Eric Clapton. Entonces, inició una relación con el apuesto enfant terrible Jacques de Bascher, novio de Karl Lagerfeld. El modista dio su bendición a esa relación poliamorosa. “Karl nunca estuvo enamorado de mí y yo nunca estuve enamorada de él. La prioridad de los dos era amar a Jacques. Para nosotros fue una situación muy normal”, aclara. El primer año fue “idílico”, la complicidad entre los tres era “maravillosa”. “Acepté con alegría y diversión la homosexualidad de Jacques. Nunca sentí celos de sus relaciones gais porque yo sabía que no podía proporcionarle lo que un hombre le daba. No las consideraba infidelidades. Y encontré en Karl una protección paterna de lo más indulgente. Aprendí mucho de él”.
Jacques era un alma libre. Y Diane creía que ella también lo era. Pero al año se dio cuenta de que él era tan celoso como los otros hombres con los que se había cruzado en su vida. Y rompieron. En 1986 a Bascher le diagnosticaron sida y retomaron la amistad. Tres años después, el enfant terrible más famoso de París murió en los brazos de Lagerfeld y de ella en un hospital de la capital francesa. “Él lo quería así”, dice. “Fue la relación sentimental más bonita que he tenido. Yo estaba enamorada de él y él estaba enamorado de mí. Fui la única mujer en su vida”.
Diane y Lagerfeld siguieron siendo grandes amigos. “La muerte de Jacques nos unió mucho”, reconoce al otro lado del teléfono. “Sufrí mucho por esa pérdida. Durante un tiempo me sentí como una superviviente y no paré de hacerme la misma pregunta: ‘¿Por qué no me había tocado a mí?’. He perdido a demasiados amigos”. Warhol, Halston, Mapplethorpe… El último ha sido Lagerfeld, que falleció en febrero de 2019. La princesa permaneció al lado del “káiser de la moda” hasta su muerte. “Hace poco alguien me dijo que deberían levantarme un monumento. Tomé muchas drogas, bebí mucho alcohol, me acosté con muchos gais y aquí sigo. Soy la última de una especie”.
Ahora, a sus 67 años, Diane de Beauvau-Craon lleva una vida apacible entre su villa napolitana, su piso parisiense de Saint-Germain-des-Prés y su chalet suizo. Está casada y no bebe alcohol ni consume drogas desde hace dos décadas. “Cuando estaba drogada o borracha no podía leer un libro porque no entendía ni una sola frase. Tampoco podía ir a un museo porque veía todo triple. Ahora llevo la vida normal que no tuve de joven. Tengo un marido al que amo y una existencia sencilla, acorde a una persona de mi edad”, dice. “Me divertí como nadie, conocí a gente muy interesante y, cuando mi cuerpo dijo basta, paré. Como digo en mi libro, aprendí a destruirme por placer y a reconstruirme por amor”.