No se nos enseña a caer

Nos gustaría vivir en un mundo que diera muchas oportunidades, pero no estamos dispuestos a concederlas las copas y las letras

Uno puede pactar con su fracaso, pero nos es en extremo difícil convivir con el ridículo. Quizá la manera más enteriza de afrontar el propio descrédito se la pudimos ver a alguien insospechado: David Cameron. ¿Lo recuerdan? Nada más dimitir por el Brexit, se retiró silbando y canturreando, en medio de la tormenta, a ­Downing Street. Lo captó uno de esos micrófonos que alguien se olvida de apagar. No cabe descar...

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Uno puede pactar con su fracaso, pero nos es en extremo difícil convivir con el ridículo. Quizá la manera más enteriza de afrontar el propio descrédito se la pudimos ver a alguien insospechado: David Cameron. ¿Lo recuerdan? Nada más dimitir por el Brexit, se retiró silbando y canturreando, en medio de la tormenta, a ­Downing Street. Lo captó uno de esos micrófonos que alguien se olvida de apagar. No cabe descartar que, en este caso, el personaje, simplemente, fuera un frívolo. O que, con una carrera política basada en órdagos no poco desvergonzados, estuviera entrenado para manejarse en la desvergüenza. Se cuenta, y quizá venga al caso recordarlo, que los soldados más arriesgados y heroicos en la guerra suelen ser los más lampiños y aniñados: aquellos que —frente a los machotes oficiales— creen tener que demostrar algo. Y no sé si es casualidad o no que, al ver a Cameron, lo que más impactara fueran sus mejillas bien orondas y rosadas de bebé. Pero algo de cuajo necesitó, sin duda, para acompañar la propia caída —el propio fin— con un tarareo; para ir salmodiando, dijéramos, con su propia cabeza bajo el brazo.

Solíamos oír que todas las carreras políticas terminan en lágrimas: es una frase que casi hemos olvidado al ver tantas carreras terminar en los juzgados. Lo que está claro es que, al contrario que en las artes marciales, en la vida —pública o privada— no se nos enseña a caer. Recordemos el paso desnortado de Mariano Rajoy en la tarde para la sentencia de sus whiskys. O la última mirada atrás, con los ojos borrosos de llanto, de toda una Thatcher al ser desalojada de su puesto. Ninguno de ellos lo había visto venir: rara vez llegamos a trazar el momento en que una suerte se tuerce o un destino se decanta. En El rector de Justin, la magnífica novela de Auchincloss, leemos: “Tú puedes pensar que vas a lo tuyo, de un modo modesto, inofensivo (…), pero no te equivoques. Alguien te está mirando, y te está mirando con odio”. No sabemos, no, el momento en que la vida cambia de gesto y baja el pulgar. Tomemos a un caído reciente, Pablo Casado. Nunca dudó de que sería presidente del Gobierno; nunca lo dudó su entorno; yo, que lo conocí de joven, tampoco lo dudé. El suyo era un destino manifiesto. Pero una tarde de diarrea de un actor secundario —el diputado Alberto Casero— propició un error en una votación. Y ese error en la votación propició a su vez que la conjuración contra Casado coagulara. Y ahí está: dos o tres muletazos del destino y uno pasa de los titulares triunfales a esa otra crónica periodística ya para siempre encabezada con las palabras “qué fue de” o “qué pasó con”. A morirse, y a otra cosa.

Si es tan difícil caer es porque rara vez permitimos a nadie levantarse. Rivera será siempre un perdedor, el Bigotes —¡o Griñán!— serán siempre unos chorizos. Nos gustaría vivir en un mundo que diera muchas oportunidades, pero nosotros mismos no estamos dispuestos a concederlas: seamos de la tribu ideológica que seamos, no hay mayor temor que el de ser acusado de blando. Pienso en un último caído: Chris Pincher, por cuya culpa también ha caído Boris Johnson. Era un personaje bien conocido en Londres, siempre de club en club, bajito, arrogante hasta lo despectivo; uno de esos hombres que retiran la mirada al topar con otros ojos. Una semana antes de caer aún se ufanaba de su gloria: tras décadas de cucaña en el partido, haberse convertido en uno de los hombres del jefe. Si él no inspiraba ninguna piedad, sus actos —propasarse con uno o dos jóvenes tories en público— tampoco han podido merecer la menor indulgencia. Al mes de caer, sin embargo, la prensa encuentra a Pincher y lo que vemos es un destrozo, una voz que no sabe ya decir su nombre, alguien cuya vida solo pesa lo que pesó su error. No busco sentimentalismos que exculpen, moralejas que edifiquen, menos aún coartadas que igualen bien con mal. Ante algunas cuestiones, solo vale lo de Dante: guarda e passa, mira y pasa. Pero me sigo pasmando ante lo que hace la vida con las vidas de los hombres

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