La exposición del MoMa de Nueva York que cambió para siempre el diseño de los muebles
Se cumplen 50 años de la muestra de diseño italiano radical que anticipó los debates del siglo XXI
Distribuidas en estricta cuadrícula en el patio del MoMA de Nueva York, las vitrinas recordaban a acuarios o jaulas de un zoológico. No era una imagen descabellada: tras los cristales, aquellos muebles y objetos exhibían su rareza como si acabasen de aterrizar desde el espacio exterior, una obsesión muy recurrente en unos años marcados por la carrera espacial, las misiones Apollo, el cine intergaláctico y la ficción distópica. Sin embargo, aquellos entes no habían llegado de otro planeta, sino de Ital...
Distribuidas en estricta cuadrícula en el patio del MoMA de Nueva York, las vitrinas recordaban a acuarios o jaulas de un zoológico. No era una imagen descabellada: tras los cristales, aquellos muebles y objetos exhibían su rareza como si acabasen de aterrizar desde el espacio exterior, una obsesión muy recurrente en unos años marcados por la carrera espacial, las misiones Apollo, el cine intergaláctico y la ficción distópica. Sin embargo, aquellos entes no habían llegado de otro planeta, sino de Italia. Corría 1972 y la exposición Italy: The New Domestic Landscape (Italia: el nuevo paisaje doméstico), comisariada por el arquitecto Emilio Ambasz, trataba de resumir el presente turbulento y creativo del sector transalpino del mueble. El propio Ambasz explicaba en el catálogo sus dilemas en torno a una exposición que revelaba “las contradicciones y los conflictos que subyacen a una producción febril de objetos constantemente generados por diseñadores y que a su vez generan un estado de incertidumbre sobre el significado último de su actividad”. O, dicho de otro modo: la obsesión por diseñar objetos que sean algo más que objetos.
Medio siglo después, el legado de aquella muestra vive. La exposición no solo fue un escaparate para creaciones extravagantes y con contenido político; también significó el desembarco en EE UU de un colectivo de diseñadores —de Mario Bellini a Ettore Sottsass, de los colectivos Archizoom y Superstudio a la carga conceptual de Gaetano Pesce, de la artesanía humanista (y humorística) de Afra & Tobia Scarpa a la elegancia de Gae Aulenti— que pondrían las bases para un éxito comercial duradero. La leyenda del design italiano se gestó en la posguerra con la elegancia ligera de Gio Ponti, pero el alcance de esta exposición generalizó su papel disruptivo. No eran años de placidez. En 1967, el Salone del Mobile, la feria de mobiliario de Milán, se había internacionalizado definitivamente. Pero solo un año después, en primavera de 1968, las protestas por la política cultural del Gobierno habían frustrado la inauguración del festival de la Triennale, cuya sede había sido ocupada por los manifestantes durante varias semanas.
En el MoMA, Ambasz trataba de aportar soluciones imaginativas para un mundo imprevisible y contaminado, más obsesionado con las cabinas de las misiones de la NASA que con las residencias convencionales. La arquitecta Gae Aulenti ideó con la colaboración de la firma especializada en plástico Kartell módulos habitacionales en forma de pirámide truncada que el usuario podía personalizar para crear distintos tipos de estancias. No era la única; aquella sección contaba con entornos domésticos condensados y transformables que recordaban al reciente Nakagin Capsule Tower de Kisho Kurokawa, una joya metabolista en Tokio que concebía los apartamentos como pequeñas células automatizadas.
La actualidad planeaba sobre cada pieza. En vísperas de la crisis del petróleo de 1973, el diseñador Mario Bellini reflexionaba sobre el problema del automóvil y, en lugar de eliminarlo, apostaba por un rediseño completo que iniciara “la redención de este fascinante monstruo mecánico”. En su Kar-A-Sutra, un prototipo desarrollado por Cassina con la colaboración de Citroën y Pirelli, proponía sustituir las estrechas cabinas de las berlinas por un “espacio humano en movimiento”. Para ello, en lugar de imitar la distribución de una caravana —”una miniatura fiel y a menudo grotesca de una casa de vacaciones”, sentenciaba Bellini—, apostaba por un único espacio interior sin divisiones. En él, argumentaba el diseñador, se podría hacer cualquier cosa, desde dormir o jugar a las cartas hasta estirar las piernas o “hacer el amor de un modo no condicionado por el automóvil”. Todo ello gracias a una superficie dotada de grandes almohadones de un material plástico que recuperaba su forma fácilmente.
Una tecnología similar había dado carta de legitimidad a uno de los éxitos más deslumbrantes de la época. Gaetano Pesce había ideado en 1969 el sistema de sofás Up, cuyas primeras versiones venían comprimidas en un paquete plano. Al desembalarlo, el sillón adquiría volumen, en una demostración casi mágica cuyas formas evocaban el cuerpo humano.
Los muebles se sexualizaban y el plástico era el futuro. El propio Bellini lo utilizaba en su tragadiscos para la empresa Minerva, sencillo, colorido y ligero: “El abuelo del iPod”, llegó a calificarse el propio diseñador en 2019, en una entrevista con La Repubblica. En su versión más imaginativa, los laminados de madera con recubrimiento plástico daban colores brillantes y superficies pulidas a los muebles. En la exposición, el colectivo Archizoom presentó una serie de aparatosas camas de líneas rectas con estampados que iban desde trampantojos de muebles decimonónicos hasta imitaciones de mármol o leopardo. Fueron un éxito de ventas durante años.
El poliuretano era el material base de I Sassi, una colección de asientos creada por Piero Gilardi para Gufram. Sus formas y colores recordaban a un conjunto de rocas dispersas por el suelo. ¿Inspiración geológica, regreso a los orígenes o atrezo de Los Picapiedra? Para Gaetano Pesce era una mezcla de todo lo anterior. No lejos de sus sofás había una instalación en forma de cueva prehistórica donde Pesce había imaginado un futuro yacimiento arqueológico que, en el año 3000, permitiría reconstruir la “Era de las Grandes Contaminaciones”, un periodo que ubicaba en el entonces lejano año 2000. Sus vaticinios algo catastrofistas hoy no parecen tan descabellados.
Medio siglo después de aquella exposición, algunos iconos del diseño radical italiano siguen en producción —eso sí, con técnicas mejoradas y materiales más duraderos— y protagonizan reediciones muy celebradas, como el Up de Pesce para B&B Italia o el mullido sofá Soriana de Afra & Tobia Scarpa para Cassina. Sin embargo, puede que la influencia más prolongada se haya dado en la propia noción del diseño y en su siempre tortuosa relación con el consumo en una época en que ya hemos dado nombre al cambio climático. ¿Puede el diseño resolver las consecuencias del consumo desaforado de objetos de diseño? Medio siglo después, la pregunta persiste.