Más que las moscas en verano

No consintamos que lo normativo haga que algunos terminen convertidos en torturadores de quienes son diferentes | Columna de Rosa Montero

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Me gusta la gente. Me gusta mucho la gente, aunque en ocasiones me asqueen los mezquinos, me desesperen los dogmáticos y me horroricen los malvados, que como es obvio existen. Pero son los menos. Los más somos nosotros, la medianía, a veces más generosos, a veces más egoístas y cobardes. Me emociona que, en el fondo, seamos todos iguales, porque muy dentro de cada uno de nosotros está la humanidad entera; y me entusiasma que, al mismo tiempo, seamos todos distintos. Las pecu­liaridades de cada cual son fascinantes. Aquello que a veces llamamos rarezas.

En las últimas décadas (cielos, so...

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Me gusta la gente. Me gusta mucho la gente, aunque en ocasiones me asqueen los mezquinos, me desesperen los dogmáticos y me horroricen los malvados, que como es obvio existen. Pero son los menos. Los más somos nosotros, la medianía, a veces más generosos, a veces más egoístas y cobardes. Me emociona que, en el fondo, seamos todos iguales, porque muy dentro de cada uno de nosotros está la humanidad entera; y me entusiasma que, al mismo tiempo, seamos todos distintos. Las pecu­liaridades de cada cual son fascinantes. Aquello que a veces llamamos rarezas.

En las últimas décadas (cielos, soy tan mayor que ya puedo decir como si nada: “En los últimos 20 o 30 años”…) he ido descubriendo de forma progresiva que ser raro es muy normal. Todos intentamos ocultar nuestras divergencias y adaptarnos a lo normativo para que no nos vean como diferentes. Y ese disimulo, a menudo tan incorporado desde niños a nuestras herramientas defensivas que no somos ni conscientes de lo que silenciamos, hace que ignoremos que los otros son iguales a nosotros, y que las rarezas abundan más que las moscas en verano en un rebaño de vacas. Hace muchos años (ya he contado esto alguna vez) conocí a una mujer, amiga de amigos, que me parecía, y probablemente lo era, una persona muy sensata y serena. Un día me explicó que guardaba todos los recortes de sus uñas, de manos y pies, en cajitas de cerillas, y que cuando se separó le mandó una de esas cajas a su ex. Me resultó tan curioso que lo mencioné en un artículo, y lo más extraordinario es que recibí varias cartas de lectores diciéndome que ellos hacían lo mismo (lo de conservar los recortes, no lo del ex, supongo). Fue una revelación.

En la presentación en Madrid de mi último libro, que aborda estos temas, se me ocurrió pedirle a la gente que anotara anónimamente sus manías en un papel y me lo diera. Más de 120 personas se apuntaron al juego y ahora tengo un precioso alijo de rarezas. Hay muchas muy comunes, como las obsesiones numéricas: convertir cualquier cifra que ven en porcentajes, sumar los asientos de los anfiteatros por filas… Las matrículas de los coches, esos números andantes, dan mucho juego: alguno considera que los capicúas traen buena suerte; otro, que ver cuatro números iguales augura desgracias. Hay varias manías con las pinzas de tender la ropa; por ejemplo, no poder usarlas si no tienen el color de la prenda. Uno duerme con el mismo jersey enrollado alrededor de la cabeza desde hace 30 años (lo lava de cuando en cuando, eso sí), otro tiene que acostarse con calcetines blancos de algodón. Luego hay rarezas más curiosas, algunas desternillantes, como ésta: “No puedo evitar (si estoy solo) dar tres palmas antes de ducharme”. O tiernísimas, como la siguiente: “Siempre que entra una mosca en mi casa creo que es mi madre que viene a avisarme de algo. No puedo usar insecticida”. Ésta era genial: “Estoy convencida de que la muerte va a hacer una excepción conmigo”. Pero también hubo mensajes estremecedores: “Siempre creo y pienso que molesto, por lo que habitualmente estoy como desaparecido”. O: “No hacer nada ni ir a ningún sitio por si me pasa algo. Lavarme las manos y las cosas todo el tiempo” (aunque obviamente había tenido el coraje de acudir a la presentación del libro: bravo).

Y es que a veces las rarezas se convierten en fobias obsesivas y son muy penosas para quienes las sufren. Pero también en ese caso (aún más en ese caso) hay que hablar de ellas y sacarlas a la luz; no hay que avergonzarse, como no nos avergonzaríamos de tener apendicitis, por ejemplo. Además, esas manías inhabilitantes no sólo se pueden curar, sino que son muchísimo más habituales de lo que la gente cree y calla.

La realidad es caótica, la vida es un susto, no controlamos nada de lo que nos sucede, como la pandemia ha demostrado. Muchas rarezas no son más que un juego irracional, un pequeño consuelo de nuestra mente, que intenta buscar orden y protección. Si a ti no te hacen daño, bienvenidas sean. Reivindiquemos la absoluta normalidad de las rarezas. No consintamos que lo normativo, la necesidad desesperada de encajar, haga que algunos individuos (quizá los más inseguros) terminen convertidos en matones de colegio o de oficina, en torturadores de quienes son diferentes.

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