Vivir en la suspicacia
He acompañado de noche, hasta el portal y aun hasta el ascensor, a bastantes mujeres, así fueran mi novia o una recién conocida | Columna de Javier Marías
A estas alturas me pregunto —perdón— si a muchas mujeres, sobre todo articulistas, no les cansa vivir en un panfleto permanente y con la suspicacia a flor de piel. A veces se tiene razón, y a fuerza de exagerar se la acaba por perder. Es el caso del Feminismo IV o actual, abocado a la transitoriedad por agotamiento de quienes lo predican y padecen. El MeToo tuvo sus cosas buenas, aunque tendió a infantilizar a muchas mujeres, que, según sus relatos, parecían tener siete años, quedarse paralizadas y muda...
A estas alturas me pregunto —perdón— si a muchas mujeres, sobre todo articulistas, no les cansa vivir en un panfleto permanente y con la suspicacia a flor de piel. A veces se tiene razón, y a fuerza de exagerar se la acaba por perder. Es el caso del Feminismo IV o actual, abocado a la transitoriedad por agotamiento de quienes lo predican y padecen. El MeToo tuvo sus cosas buenas, aunque tendió a infantilizar a muchas mujeres, que, según sus relatos, parecían tener siete años, quedarse paralizadas y mudas ante los avances de un hombre y ser incapaces de articular: “No, no quiero, no he venido aquí a eso, me largo”.
Se inventaron los “micromachismos”, y su desbocada deriva ha llevado a alguna gente a verlos por doquier y a suprimir lo de “micro”. En pocos días he leído unas siete piezas condenando lo que, según sus autoras, era machismo evidente. Como para mí no lo era —sí, ya sé que soy varón—, me tomé la molestia de leerlas, a ver si se me había escapado algo tan manifiesto, y me ilustraban. Huelga decir que gran parte de esas columnas glosaban la bofetada de un tipo a otro en la ceremonia de los Oscars. Ahí el machismo consistía en que el agresor había salido en defensa de su mujer, sobre la que el agredido había hecho una broma pesada, cuando ella no le había pedido protección. Creer que las mujeres la quieren las disminuye, y perpetúa situaciones lamentables, hay que ver: la mitad de los jóvenes españoles de entre 15 y 19 años tienen interiorizado que deben proteger a sus novias. Estoy convencido de que parecido porcentaje de chicas piensan que deben proteger a sus novios, es decir: se trata de algo recíproco, y natural si se me apura. Ni siquiera es una reacción “inculcada”: yo he visto a un niño de tres años que todavía no sabía nadar lanzarse al agua para salvar a su padre, que fingía estarse ahogando ante sus amistades adultas; pero esa broma aún resultaba incomprensible para el crío. Y cada cierto tiempo leemos noticias de niñas o niños pequeñísimos que con serenidad han marcado el 112 al ver desmayados a su padre o madre. Las personas se ayudan y protegen instintivamente unas a otras, sobre todo si quien está en peligro es alguien querido. Lo extraordinario es que también, con frecuencia, se proteja y ayude a desconocidos, independientemente de su sexo, edad, raza o religión, sobre la cual no se le pregunta a quien acaba de sufrir un accidente.
Por lo demás, a lo largo de mi vida he acompañado, de noche, hasta el portal y aun hasta el ascensor, a bastantes mujeres, así fueran mi novia o una recién conocida. Sí, admito no sólo que soy varón, sino que se me enseñó a prestar escolta por una sencilla e innegable razón: salvo excepciones, los varones tenemos más fuerza física que las mujeres, y un posible asaltante o ladrón se lo piensa dos veces si una de ellas va acompañada, eso es todo. También caminé una vez junto a un hombre amenazado por ETA y lo dejé en su portal (él había esquivado a su guardaespaldas), pese a que, para semejantes asesinos, mi presencia no habría resultado disuasoria. He de añadir que en la mayoría de las ocasiones fueron las mujeres las que me pidieron esa escolta, o bien la daban por descontada. No es que yo, paternalista, se la impusiera. Si alguna me dijo “De verdad que no hace falta”, me abstuve, en la duda de si me lo decía por ahorrarme molestias o porque ansiaba perderme de vista.
Otro de los artículos leídos hablaba de no sé qué película de animación a la que sometía a interpretación muy intensa. Por lo visto la película está hecha por mujeres, lo cual es celebrado, según la autora, por las feministas más ingenuas. Porque ni ese detalle, ni que se trate la menstruación en un film para niños (un gran logro, por lo visto), impiden que la cinta en cuestión sea —lo han adivinado— machista. Pues comete dos pecados de machismo capital. Uno es que la madre de la protagonista es severa, exigente e insoportable, al aspirar a que su hija triunfe en lo que se proponga. Así que, en lugar de mostrarse a una mala madrastra, que era lo clásico, ataca a las madres del mundo; ergo, las mujeres causan la desdicha de las mujeres. Estoy seguro de que si la madre de esta película (que no voy a ver en ningún caso) hubiera sido dulce, la misma feminista u otra habrían criticado el retrato edulcorado y blando, no “empoderado”, de las progenitoras. El segundo pecado es que los varones de la película son unos zotes bonachones que no se enteran de nada. Esto es, no son lo suficientemente malvados, cuando el mundo sabe que todos los hombres somos intrínsecamente violentos, tiránicos y abusadores. Supongo que lo feminista fetén hoy sería que los personajes masculinos fueran padres horribles y fustigadores que sometieran a madres e hijas a sus órdenes y a sus palizas. Y que por supuesto jamás las protegieran de nadie, porque ellas se bastan y se sobran. Lamento reconocer que este feminismo, a diferencia del I, II y III, no me interesa lo más mínimo, porque está concebido para gente simplona.