El sueño roto de las mujeres afganas
La fotógrafa Kiana Hayeri salió de Afganistán rumbo a Doha el 15 de agosto, después de trabajar durante siete años en este país. Centrada en la situación de las mujeres y los niños afganos, esta imagen la tomó el 5 de mayo pasado en la escuela femenina Marshal Dostum, en Sheberghan. Esta ciudad fue tomada por los talibanes el 6 de agosto. Las afganas tienen miedo, pero sobre todo desesperanza. Y lo cuentan en primera persona.
Si la comunidad internacional no escucha nuestra llamada y unos pocos países reconocen a los talibanes, será una catástrofe”, alerta Farzana. Esta ingeniera afgana de 42 años ha dedicado su vida adulta a trabajar por una sociedad civil y los derechos de las mujeres. Ahora ve en peligro todo por lo que ha luchado. Incluida su vida y la de su familia. Su caso es un ejemplo, entre millones, de las posibilidades que la derrota del régimen talibán por parte de Estados ...
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Si la comunidad internacional no escucha nuestra llamada y unos pocos países reconocen a los talibanes, será una catástrofe”, alerta Farzana. Esta ingeniera afgana de 42 años ha dedicado su vida adulta a trabajar por una sociedad civil y los derechos de las mujeres. Ahora ve en peligro todo por lo que ha luchado. Incluida su vida y la de su familia. Su caso es un ejemplo, entre millones, de las posibilidades que la derrota del régimen talibán por parte de Estados Unidos abrió para los afganos en 2001, y que ahora ven cerrarse sin remedio con los barbudos de nuevo en Kabul.
Farzana (nombre supuesto para proteger su identidad) nació en una de las provincias del norte de Afganistán en 1979. Aquel año fatídico que comenzó con la revolución iraní iba a concluir con la invasión soviética de su país y desatar una ola islamista que cambió el mundo para siempre. Pero, sobre todo, marcó su vida y la del resto de los afganos, muy en especial las mujeres. Antes de que cumpliera 11 años, ya había estallado la guerra contra la ocupación soviética, a la que siguió un aún más brutal conflicto civil. A la edad en que debería haber entrado en la universidad, una milicia de fanáticos religiosos se hizo con el poder y trajo la paz, pero destruyó sus sueños.
"Será un desastre". Farzana, de 42 años, ingeniera y activista social
— “Los mayores avances de los últimos 20 años han sido la Constitución, la democracia, la libertad de expresión y de prensa, el trabajo de las mujeres fuera del hogar, libertad de movimientos de las mujeres. Todo lo que estamos a punto de perder”.
— “Lo que más temo es que si la comunidad internacional no escucha nuestra llamada, y unos pocos países reconocen a los talibanes, será una catástrofe para Afganistán. Si los países que nos ayudaban dejan de hacerlo, afrontaremos una grave crisis humanitaria. Ya se está produciendo una fuga de cerebros. Además, tendremos al frente del país a una gente que piensa que lo más importante es la ley islámica, sin experiencia de gobierno.
Es muy peligroso”.
En la calle, la gente se refería a ellos como “los talibanes” (estudiantes) porque habían sido reclutados en los seminarios islámicos del vecino Pakistán, donde durante los años precedentes se refugiaron cientos de miles de afganos que huían de la guerra. Bajo su particular y extrema interpretación del islam, las mujeres perdieron los escasos derechos que tenían en una sociedad patriarcal, pobre y atrasada. A partir de los 10 años, ya no podían salir a la calle sin que las acompañara un hombre de su familia y sin cubrirse con un burka (el sayón que oculta el cuerpo salvo una rejilla a la altura de los ojos). Para ellas, estudiar, más allá de la escuela primaria (donde la hubiera), quedó prohibido.
Por más que las crónicas periodísticas lo repitan una y otra vez, resulta muy difícil alcanzar a comprender lo que eso significa. Tal vez los agobios vividos durante el confinamiento por la reciente pandemia permitan hacerse una idea. Multipliquen ese encierro por cinco años, en casas muy modestas, sin comodidades y, a menudo, sobresaturadas con familias ampliadas por parientes huidos de zonas de combate. Con las niñas y mujeres de la casa a merced de los hombres para limpiar, cocinar y satisfacer sus apetitos sexuales. Sin ningún contacto con el exterior. No había internet y los talibanes incluso prohibieron la televisión.
Fui testigo de ese horror en un viaje a Kabul en 1422. Sí, han leído bien, no es un error tipográfico. Ese era el año del calendario islámico que utilizaban los islamistas y así quedó marcado en mi pasaporte aquel mayo de 2001. No era un régimen medieval, era un régimen cruel. Hasta en el medievo las mujeres pudieron ganarse la vida. Los talibanes, en cambio, les prohibieron trabajar fuera de casa. Con el agravante de que, para entonces, dos décadas de guerra habían dejado casi dos millones de viudas, que eran el único sustento para sus hijos. En la capital, entonces un villorrio de apenas un millón de habitantes, la mitad de las familias tenían al frente a una mujer.
La experiencia fue dura. Las imágenes fuera de Kabul eran bíblicas, con niños descalzos trasladando burros cargados de paja. En la capital llegó a ser incómodo. Las miradas de los hombres parecían desnudarte. “Hace cinco años que no han visto el rostro de una mujer que no fuera de su familia inmediata”, se disculpó un empleado de Naciones Unidas.
Ahora bien, los políticos son políticos en todas partes. El régimen de apartheid que los talibanes imponían a las afganas dejaba fuera a las periodistas extranjeras, convertidas por birlibirloque en una especie de hombres honorarios. Cierto que el acceso al país era complicado, pero a la hora de transmitir su mensaje los extremistas no hacían diferencias. Hasta pude entrevistar a su ministro de Exteriores, Wakil Ahmad Muttawakil, la cara visible del sector moderado del grupo talibán.
Las lecturas previas a mi viaje advertían de que, en estos casos, la reportera debía situarse en la habitación contigua y hacer las preguntas con una cortina de por medio. Llegado el momento, al ministro solo le faltó darme la mano. Nos sentamos frente a frente en sendas butacas. Hablaba buen inglés y se mostró cordial. Tampoco rehuyó la mirada directa que otros talibanes con los que interactué evitaban. Incluso aceptó que le hiciera un par de fotos, a pesar del tabú al respecto del régimen. Salieron demasiado oscura. No sé si porque la cámara era desechable o por el ambiente.
Fuera por convicción o por la situación de emergencia humanitaria que vivía el país, Muttawakil ofrecía un discurso presentable para Occidente. Admitía que las niñas tenían que ser educadas, pero “de acuerdo con los principios del islam”. La misma coletilla que 20 años después repiten sus sucesores. Su interpretación de esos principios limitaba mucho el alcance de sus palabras.
Sea cuales sean las promesas de los talibanes hoy, esa es la sombra que planea sobre las afganas. También la experiencia que vivió Farzana hasta que los bombardeos de Estados Unidos en represalia por el 11-S derribaron la dictadura islamista a finales de 2001. No tardó en matricularse en la universidad, donde obtuvo su título de ingeniera en 2011. A la vez que estudiaba, empezó a colaborar en organizaciones que se ocupaban de la infancia y la salud. “Desde entonces he trabajado muy duro para mejorar la vida de las mujeres y de la gente de las zonas rurales”, confía, sabedora de que esa labor en la promoción de la educación, la salud y los derechos de las niñas la ha puesto en el punto de mira de los extremistas.
Gracias a su trabajo y al de miles de mujeres como ella, la sociedad afgana ha dado un vuelco en estas dos décadas: la escolarización de las niñas en primaria llegó al 80% (desde un punto de partida cercano a cero), se redujeron significativamente los embarazos en adolescentes y un número sin precedentes de afganas se incorporó al mercado laboral. La Constitución democrática les reservó uno de cada cuatro escaños del Parlamento. Ellas, con su empeño, se han hecho con un 20% de los empleos públicos, según datos recogidos por el Banco Mundial.
Bastaba darse una vuelta por la zona de Paktonistan Wat a la hora de salida de los ministerios para apreciar la numerosa presencia femenina. No solo en el de Economía o Asuntos Exteriores. También en Defensa e Interior, donde Munera Yousufzada y Hosna Jalil (retratada por Kiana Hayeri en estas imágenes) rompieron tabúes como viceministras. Además de médicas y profesoras, dos ocupaciones más fáciles de aceptar en una sociedad conservadora, las afganas también quisieron ser militares como la capitana Rahima Ataee, policías como la teniente Zala Zahai (también fotografiadas) o raperas como Ramika Khabari.
“Las mujeres han hecho progresos extraordinarios”, constata Freshta, el seudónimo con el que pide ser identificada la hasta ahora directora de un medio de comunicación provincial, de 39 años. “Que la Constitución consagrara la igualdad de derechos entre hombres y mujeres nos ha permitido votar y ser candidatas, dirigir organizaciones oficiales y no gubernamentales, abrir empresas o dedicarnos a las actividades culturales”, asegura antes de recordar que “todo eso se ha conseguido en las dos décadas pasadas; no existía con los talibanes”.
“Hemos perdido todo”. Freshta, de 39 años, directora de un medio de comunicación y defensora de la libertad de prensa
— “Lo más importante de las últimas dos décadas fue que la Constitución consagrara la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Eso ha permitido que las mujeres participaran en la vida política, social, económica y cultural, algo que antes no era posible”.
— “Personalmente, mi trabajo en favor de la libertad de expresión y en contra de los planteamientos de los talibanes nos ha puesto en riesgo a mí y a mi familia, por eso me he ido de mi ciudad y me he escondido. Estoy preocupada por el resto de mis colegas que no pudieron salir. Además, temo la pérdida de esos valores y libertades que tanto nos costó conseguir”.
No fue fácil. Tuvieron que superar muchos obstáculos para hacer realidad sus sueños. “En la universidad y en mi barrio, tengo que cubrirme la cara para evitar los insultos”, me contó Khabari cuando la entrevisté. En ocasiones pasaron miedo, como muchas lo están pasando ahora ante la incertidumbre que cierne sobre el futuro de su país, que es también el suyo. Pero siempre creyeron que merecía la pena. Tenían esperanza en que las cosas estaban mejorando poco a poco. Incluso Wajmah, quien tras casarse optó por quedarse en casa y cuidar de su familia, agradecía salir a la calle sin burka (aunque se cubría con un pañuelo) y saber que sus dos hijas podrían estudiar.
Zoha, una periodista independiente que ha trabajado sobre todo en las zonas rurales, subraya que también allí “los cambios han sido enormes”, aunque admite que “en las comarcas más inseguras niñas y mujeres han tenido dificultades para ir a la escuela o no han podido ejercer sus libertades básicas”. Para ella, el derecho a participar en la vida política ha dado a las afganas “el poder para luchar por sus derechos y trabajar por otras mujeres”.
“No queremos que decidan por nosotras”. Zoha, de 37 años, periodista 'freelance' (ya ha salido de Afganistán)
— “Una de las cosas más importantes de los últimos años ha sido la participación política de las mujeres. Eso ha permitido a las afganas cambiar muchas cosas y eliminar muchas barreras. El derecho a participar en la vida política nos ha dado el poder para luchar por nuestros derechos y trabajar por otras muchas mujeres en este país”.
—“Después de 20 años, mi mayor temor es regresar a aquellos días negros y tener que quedarme encerrada en casa. Creo que es algo que compartimos todas las mujeres afganas. Ahora la mayoría conocemos nuestros derechos y no queremos que alguien decida por nosotras”.
Ahora ha vuelto el miedo, sí, pero sobre todo la desesperanza. “Los logros de las dos últimas décadas, la democracia que tanto luchamos por conseguir, están gravemente amenazados”, advierte Farzana. “La Constitución, la libertad de expresión, la libertad de prensa, el trabajo de las mujeres fuera del hogar, su libertad de movimientos…, da la impresión de que lo hemos perdido todo”.
Una joven artista, que ni siquiera acepta identificarse con un apodo, considera que lo que está pasando es horrible. “No sé cómo voy a sobrevivir. Ni siquiera los hombres pueden aguantar esta situación y están desesperados intentando salir [del país]. Prefieren morir [intentándolo] antes que vivir bajo el régimen talibán. Así que cómo mujeres como yo, una artista para quien la música es su pasión, vamos a ser capaces de soportarlo. Ahora mismo, estoy buscando alternativas”, admite destruida ante la idea de tener que dejar Afganistán y convertirse en una demandante de asilo en un país lejano.
Freshta recuerda con anticipada nostalgia que su trabajo la llevó a viajar por medio mundo y a recibir numerosos premios. “Y eso en un país tradicional y con un ambiente social poco favorable porque la mayoría de la comunidad se oponía a que las mujeres trabajaran, en especial en los medios de comunicación. Nuestra generación abrió camino para las jóvenes que han venido después”. Por eso ahora teme que, una vez en el poder, los talibanes intenten imponer de nuevo sus normas. “Eso significaría que no hay lugar ni oportunidades para las mujeres en Afganistán”, concluye.
Reconocen que el suyo es un país conservador, pero el rigorismo del que hacen gala los talibanes lo sienten ajeno a ellas. “Con mi trabajo podía acceder a mujeres de las aldeas que no hablan con hombres, que confiaban en mí y cuya voz intentaba transmitir”, cuenta Zoha. ¿Quién recogerá ahora sus cuitas y preocupaciones?
A Farzana le cuesta incluso verbalizar lo que les espera. La idea de que se prohíba trabajar a las mujeres, como ya está pasando en algunas provincias, que se les exija ir acompañadas de un varón cuando salen de casa o que se les imponga el burka le resulta demasiado dolorosa. Es el esfuerzo de 20 años perdido. Pero ahora que conocen sus derechos, las afganas van a ser más difíciles de silenciar. Algunas valientes se han atrevido a pedir a los talibanes que las incluyan en su Gobierno. Están dispuestas a luchar desde dentro por mantener cada centímetro conquistado. Otras no pueden arriesgarse y trabajarán desde fuera. Todas luchan en su fuero interno contra la desesperanza que las invade.