Viaje en busca de la inspiración gastronómica

Viajar es explorar otras culturas, y explorarse a uno mismo. Es en ese camino donde afloran las mejores ideas, también las culinarias. Incluso cuando no todo sale bien.

Marajó, isla situada en la desembocadura del Amazonas, en Brasil.Pedro Vilela (Getty Images) (Getty Images)

Hace algún tiempo amanecí en Marajó (Brasil), entre el sonido de pájaros extraños y el zumbido de insectos, también extraños. En la epidemia de la gripe española de 1918 esta isla del tamaño de Suiza fue de las pocas zonas pobladas donde no se registró ningún caso. Allí todo es familiar, esa es su riqueza. Lo abrumador lo ponen el paisaje y la simpatía de la gente. El tiempo en este emplazamiento de la desembocadura del Amazonas tiene sus propias reglas, no hay prisas. La vida transcurre entre el deseo de poner orden e impulsos estériles que tratan de compensar ese deseo utópico. La fazenda São Jerônimo es como la casa de unos familiares lejanos, reconocibles y cariñosos, pero también exóticos. Me recuerda a la casa que mis padres tenían en Fitero, un lugar sencillo, siempre lleno de gente, con las puertas y las voluntades abiertas. La visité por primera vez hace 15 años, y 10 después seguía con las mismas sillas y mesas de madera, tan vividas como sus moradores, que marchan al vaivén de la vida cotidiana.

De igual forma, aquella mañana en São Jerônimo las hamacas se mecían junto a las habitaciones, los espectaculares manglares, la interminable playa desocupada, su mar de agua dulce ligeramente sazonada, y las cocineras nativas con las arrugas de su rostro rivalizando con las humeantes ollas de aluminio con las que trajinaban en una cocina abierta a la foresta. Este lugar es el paraíso o el infierno, según lo inmune que se sea a la espontaneidad, lo diferente e inesperado; y, por supuesto, al calor, la humedad y la presencia de insectos. Es uno de esos lugares donde se asimila que lo admirable no tiene que ser ostentoso. Porque admirable es lo auténtico, lo que no se cubre con demasiados filtros.

Y en ese pequeño mundo enorme, las reglas que protegen la convivencia están marcadas por su holgura. Así, la experiencia se vive desde dentro, involucrándose, porque no te permite ser un mero observador. Siempre pensé que viajar era explorar otras culturas, pero sobre todo explorarse a uno mismo atendiendo a los sentimientos e ideas que afloran cuando los acontecimientos rebotan en el ánimo.

Y allí estaba, pensando en esto, en un claro abierto entre árboles escuchando a la bellísima soprano Gabriela Geluda cantar descalza acompañada por un pianista. Es tan inusual contemplar un recital operístico en un bosque de árboles retorcidos sobre el agua como ser parte de un público mayoritariamente formado por campesinos y chicas jóvenes amamantando a sus pequeños. La propuesta prometía por insólita y audaz. Me convocaron a participar como público a ese evento junto a las inmensas praderas salpicadas de búfalos y cebúes. Los organizadores contaban con el soporte de media docena de cantantes de ópera, el coro y la orquesta de cámara de la Fundación Carlos Gomes, y un reputado chef que firmaba una cena servida en una de esas características playas de la isla fluvial más grande del mundo. Pese a lo cual, todo lo que podía salir mal salió mal.

La primera jornada, un chaparrón retrasó la salida por el curso de un igaporé —camino del agua en tupi—, y al abrirse el arroyo en una confluencia con el cauce de un río mayor, las canoas fueron impulsadas contra la orilla, ocupada por una espesura llena de espinas. El agua encharcó los senderos por donde se repartían varios recitales embarrando el humor y el calzado de algunos asistentes arreglados para ir al Bolshói de Moscú. El chef que debía dar la cena nunca se presentó, y el concierto en la playa se tuvo que suspender. La consideración general de aquella aventura consagrada a fundir los latidos del corazón con el placer que da la contemplación de tanta belleza fue de estropicio. Esencialmente porque a la naturaleza no le perturban nuestros sueños o valores morales.

Pese a ello, recuerdo aquel episodio como algo asombroso que brotó en un lugar extraordinario. Lo poco que salió bien compensó lo demás. Tal vez porque, como dijo hace años el célebre escritor inglés John Ruskin, desterrar la imperfección es destruir la expresión, oponerse al esfuerzo y paralizar la vitalidad. O quizá porque mi búsqueda de nuevos claros en la espesura de las verdades culinarias es una ruta saciada de equívocos vibrantes.

‘Succade’ de limón y hierbas

Óscar Oliva

Ingredientes

Para 4 personas

La piel de limón

  • 5 limones pequeños
  • 20 gramos de cal
  • 1 litro de agua
  • 1 kilo de azúcar
  • 1 litro de agua

La crema de limón

  • 400 gramos de leche
  • 70 gramos de nata 35%
  • 63 gramos de leche en polvo
  • 80 gramos de azúcar
  • 250 gramos de zumo de limón

El acabado

  • Las cáscaras de limón
  • Crema helada de limón
  • Hinojo
  • Hierbaluisa

Instrucciones

1. La piel de limón

Cortar los limones en diagonal y vaciar la pulpa con una cuchara teniendo el máximo cuidado de no romper la piel.

2.

Poner un litro de agua en un recipiente, agregar la cal y mezclar hasta disolver. Añadir los limones y mantenerlos inmersos durante 3 horas. Remover el conjunto de vez en cuando, pues la cal tiende a reposarse y no actúa bien de esta manera. Retirar las cáscaras del baño y lavarlas bien con agua fría. Mezclar el otro litro de agua con el azúcar y cocinar a fuego suave hasta conseguir un jarabe. Introducir en el almíbar resultante los limones pasados por cal y cocer 120 minutos a fuego muy suave. Limpiar el limón con mucho cuidado, retirando el albedo (la parte blanca bajo la corteza) hasta dejar únicamente la piel traslúcida. Congelar.

3. La crema de limón

Mezclar la leche y la nata. Mientras agitamos con una varilla, agregar en forma de lluvia la leche en polvo. Triturar todo con un brazo eléctrico para que no queden grumos. Calentar la mezcla hasta 40 grados, añadir el azúcar, llevar la mezcla hasta 85 grados y luego enfriar rápidamente hasta alcanzar los 4 grados. Triturar y colar. Incorporar 250 gramos de zumo de limón y congelar.

4. Acabado y presentación

Triturar en un robot de cocina a máxima velocidad la crema helada para que tenga una textura untosa. Sobre un plato, colocar la piel de limón congelada. Sobre esta, una porción de crema de limón y aplanarla ligeramente para que quede bien repartida. Colocar las hierbas encima y comer con la mano.

Aporte nutricional

El limón aporta unas 22 kilocalorías por cada 100 gramos de porción comestible. Es una gran fuente de calcio, magnesio y vitamina C: proporciona 30 miligramos de ella por cada 100 gramos de esta fruta.

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