La escuela francesa ante la amenaza del extremismo religioso

La decapitación del maestro francés Samuel Paty a manos de un yihadista en octubre de 2020 en un suburbio de París ha convertido la profesión de educador en una actividad difícil en Francia. Entre la laicidad que marca la ley y la amenaza terrorista, los profesores se enfrentan al reto de cómo enseñar valores democráticos en una sociedad cada vez más compleja

Una profesora de un suburbio del norte de París explica el sentido de la laicidad a sus alumnos.Ed Alcock / M.Y.O.P. (Ed Alcock / M.Y.O.P.)

Es extraño pasear por las calles de París con un hombre que se desplaza acompañado siempre de uno o dos agentes armados. El hombre era, hasta hace unas semanas, profesor de instituto. Se llama Didier Lemaire, tiene 55 años y vive bajo protección desde que empezó a denunciar en los medios de comunicación la presión del islamismo en las escuelas y barrios de Francia. “No tengo miedo, pero vigilo”, dijo en una mañana de marzo mientras, junto a uno de los policías que le hacen sombra día y noche, cruzaba a pie la ciudad.

El paseo nos llevó —al profesor, al policía y al periodista— por la es...

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Es extraño pasear por las calles de París con un hombre que se desplaza acompañado siempre de uno o dos agentes armados. El hombre era, hasta hace unas semanas, profesor de instituto. Se llama Didier Lemaire, tiene 55 años y vive bajo protección desde que empezó a denunciar en los medios de comunicación la presión del islamismo en las escuelas y barrios de Francia. “No tengo miedo, pero vigilo”, dijo en una mañana de marzo mientras, junto a uno de los policías que le hacen sombra día y noche, cruzaba a pie la ciudad.

Didier Lemaire, antiguo profesor de Filosofía, hoy bajo protección policial, en el coche donde viaja con dos agentes. Ed Alcock / M.Y.O.P. (Ed Alcock / M.Y.O.P.)

El paseo nos llevó —al profesor, al policía y al periodista— por la estación de Saint-Lazare, por la Ópera y los grandes bulevares, por el Louvre y, tras cruzar el Sena por el puente de las Artes, al barrio de Saint-Germain-des-Prés. “Lleve usted un día a su mujer a una velada a la Ópera. ¿Alguna vez ha visto los interiores?”, le recomienda al guardaespaldas este hombre de voz suave y melena de viejo hippy. Unos metros más allá se detiene ante unas chaquetas elegantes y caras en un escaparate. “Esto no es para mí”, suspira.

Podría parecer el paseo de tres provincianos durante un día laborable en la capital. En realidad, aquella conversación peripatética evidenciaba una anomalía francesa: la de un país en el que hay dibujantes, periodistas, profesores que corren peligro por expresar sus ideas. No habíamos encontrado otro sitio donde hablar. Los cafés estaban cerrados por la pandemia, y él no quería que fuese en su casa, ni en Trappes, la ciudad a 30 kilómetros de París donde llevaba 20 años dando clases cuando, en octubre, su vida dio un vuelco. “Sé que pueden asesinarme mañana”, dice.

El 16 de octubre de 2020, un hombre de 18 años y de origen checheno, Abdoullakh Anzorov, decapitó a Samuel Paty, un profesor de Historia y Geografía que acababa de salir de la escuela secundaria donde daba clase en Conflans-Sainte-Honorine, cerca de París. El docente había mostrado brevemente, en una clase sobre la libertad de expresión, una caricatura obscena del profeta Mahoma del semanario satírico Charlie Hebdo. En enero de 2015, dos terroristas mataron a tiros a 10 personas en la redacción del semanario. El padre de una alumna, que no había asistido a clase aquel día, protestó ante la dirección y difundió mensajes contra Paty en las redes sociales. Los mensajes inspiraron a Anzorov, quien murió por los disparos de la policía después de decapitar al profesor.

El Collège Bois d’Aulne, en Conflans-Saint-Honorine, donde enseñaba el asesinado Samuel PatyEd Alcock / M.Y.O.P. (Ed Alcock / M.Y.O.P.)

“¿Te has enterado?”, empezaba el mensaje de móvil que recibió aquella tarde Didier Lemaire. El profesor de Filosofía viajaba en autocar con sus alumnos camino de Versalles para ver una obra de teatro. “Por la noche, al volver a casa, me pregunté qué demonios pasa en este país”. Y decidió escribir una Carta abierta de un profe de Trappes y conceder entrevistas para hablar de la influencia islamista en la ciudad del Lycée La Plaine de Neauphle, donde dio clases hasta que este invierno se tomó una excedencia. Trappes es el municipio con más yihadistas en Francia: 67 jóvenes partieron de ahí entre 2014 y 2016 para combatir en Siria e Irak.

Christophe Naudin, profesor de Historia y Geografía en Arcueil, al sur de París, conoció la noticia cuando iba a entrar en el cine con su novia. “Por desgracia, no me sorprendió”, dice. Naudin, de 46 años, llevaba tiempo pensando, cuando miraba a los ventanales de su aula, en lo fácil que sería un ataque y lo difícil que sería escapar. Eran pensamientos lógicos. El 13 de noviembre de 2015 asistía al concierto de Eagles of Death Metal en la sala Bataclan de París cuando irrumpió un comando del Estado Islámico y mató a 90 personas. Él sobrevivió.

Christophe Naudin es profesor de Historia y Geografía en un instituto público de Arcueil, un suburbio al sur de París. Sobrevivió al atentado terrorista de Bataclan, el 13 de noviembre de 2015. Ed Alcock / M.Y.O.P. (Ed Alcock / M.Y.O.P.)

Desde la decapitación de Paty ha adoptado la costumbre, al salir del colegio, de esperar unos minutos antes de colocarse los auriculares con la música de Led Zeppelin o Rage Against the Machine: quiere poner los cinco sentidos, estar atento a toda amenaza potencial.

Como Naudin y como Paty, Christine Guimonnet es profesora de Historia y Geografía, en su caso en el Lycée Camille Pissarro en Pontoise, al norte de París, cerca de Conflans-Sainte-Honorine. Guimonnet se enteró del ataque terrorista en Conflans por la red social Twitter. “Todos los alumnos en Francia tienen un profe de Historia, todo el mundo se sintió afectado”, dice. “Soy resistente, pero aquella noche me acosté mal”.

El terrorismo islamista ha matado en la última década a casi 300 personas en Francia. Pero el asesinato de Paty tuvo un impacto emocional y simbólico particular. Por el método: la decapitación. Y porque golpeó a la escuela pública, que en pocos países mantiene un vínculo tan íntimo con la nación como aquí. Es, como ha escrito el historiador Pierre Nora, “un vínculo absoluto que une en línea recta la Revolución con la República, la República con la razón, la razón con la democracia, la democracia con la educación, y que, paso a paso, hace que sobre la instrucción primaria repose incluso la identidad del ser nacional”. A principios del siglo XX, el escritor Charles Péguy llamó “húsares negros”, por el color de sus hábitos, a los jóvenes maestros “esbeltos, severos, devotos, serios, y un poco temblorosos por su precoz, su repentina omnipotencia”. Paty era algo mayor, 47 años, pero, por las fotos y los testimonios de quienes le conocieron, es fácil imaginarlo como un “húsar negro” que murió por hacer su trabajo. Ya nada fue igual para muchos de sus colegas.

Christine Guimonnet es profesora de historia y geografía, en el instituto Camille Pissarro, en Pontoise, un suburbio del norte de París, donde es fotografiada.Ed Alcock / M.Y.O.P. (Ed Alcock / M.Y.O.P.)

Hace un siglo se trataba de frenar en la escuela la influencia del catolicismo; ahora de contener al islam. El trabajo de los maestros consiste en explicar qué es la laicidad: la separación entre el Estado y las diferentes Iglesias, y el respeto a la libertad de conciencia. Es un trabajo cada vez más complicado.

—¿Qué no está permitido en clase? —pregunta la profesora Christine Guimonnet.

—Practicar la religión —responde una alumna.

—Influir en los demás —apunta otra.

—Y esto ocurre tanto si son personas religiosas que querrían que los otros hiciesen igual que ellos como si se trata de personas totalmente hostiles a las religiones y que querrían que los demás hicieran lo mismo.

Hay 13 alumnos en el aula de première, el primer curso del Lycée Camille Pissarro en Pontoise. Nueve chicas y cuatro chicos de 16 o 17 años.

—Bien —continúa Guimonnet—. E influir en los demás es lo que llamamos pro…

—… paganda —responde una alumna.

—Proselitismo.

Cartel del instituto Camille Pissarro, en Pontoise (norte de París).Ed Alcock / M.Y.O.P. (Ed Alcock / M.Y.O.P.)

Era un martes de finales de noviembre de 2020 y ya había pasado un mes y medio desde la decapitación de Paty, que coincidió con el inicio de las dos semanas de vacaciones escolares de otoño. El 2 de noviembre, primer día de clase, no fue un día sencillo. Los centros educativos franceses notificaron 793 incidentes. Un 5% eran amenazas; un 17%, apología del terrorismo; el resto incluía desde actos de provocación hasta la negativa a participar en los homenajes, según el Ministerio de la Educación Nacional francés. Los incidentes llevaron a 44 exclusiones definitivas y a más de 300 denuncias ante la Policía, la Gendarmería o la Fiscalía.

“¿Podéis entender lo que para mí, que soy profesora de Historia, significa que decapitasen a un colega?”, preguntó Guimonnet a los alumnos para abrir la discusión el día del regreso a clase. “Hubo alumnos que me dijeron que no entendían cómo el asesino podía matar en nombre de Dios, porque así no es como se considera la religión en su familia”, recordaría después. “Otros me contaron que había gente que criticaba todo el tiempo a los musulmanes. Yo les aseguré que nosotros reaccionábamos cuando los alumnos, fuese cual fuese la religión, agredían a los profesores, pero que también reaccionaríamos si hubiera alumnos que atacasen verbalmente a otros alumnos con motivo de su religión. Tenemos alumnos musulmanes con miedo de que se les asimile a terroristas, y el miedo, me parece, no es infundado”.

Guimonnet no vivió ningún incidente aquella jornada. Quizá fue suerte, o el resultado de un trabajo pedagógico que viene de mucho antes, tres décadas de experiencia y miles de horas de vuelo, un criterio afinado para transmitir a los alumnos qué es la República, la laicidad, la democracia. La clase de première en la que había explicado que el proselitismo estaba prohibido es un ejemplo.

Aquel día, cuando ya habían pasado semanas del asesinato de Paty y del regreso a las aulas, habló a los alumnos —algunos seguramente sin religión, otros de familias cristianas, otros musulmanes— de la ley de 1905 que separó las Iglesias del Estado y consagró el principio de laicidad. Y de otra ley más reciente, la de 2004, que prohibió llevar en la escuela signos religiosos ostentatorios, como el velo con el que algunas musulmanas se cubren el cabello o la kipá con la que se cubren la cabeza algunos judíos.

—¿Qué diferencia hay entre un signo ostentatorio y un signo discreto? —preguntó Guimonnet.

—Un signo ostentatorio lo puede ver todo el mundo —respondió una alumna.

—Un signo discreto está escondido. Si tenéis una pequeña cruz, una pequeña estrella de David o un versículo del Corán en una cadena, ¿eso es discreto u ostentatorio?

—Discreto.

—Es discreto y tenéis derecho a llevarlo. Si venís a clase con una cruz de cuatro centímetros atada a un cordón. ¿Es discreto u ostentatorio?

—Ostentatorio.

—¿Y si venís con una camiseta con fragmentos del Corán? ¿Es discreto u ostentatorio?

—Ostentatorio.

—Ostentatorio significa que, al ver esto, el alumno, el individuo, desaparece detrás del elemento que muestra la creencia. Porque estáis en clase como alumnos, no definidos por una religión. En la calle, o en casa, estáis en un espacio público, no escolar, y hacéis lo que queráis. En clase, ni cruz, ni velo ni kipá.

En las aulas y los pasillos de las escuelas de Francia la situación es mucho más compleja de lo que pueden indicar los estridentes debates políticos y mediáticos, a menudo polarizados entre quienes alertan sobre la islamización rampante de barrios y escuelas y quienes niegan el problema para denunciar la marginación de los musulmanes.

“No se debe minimizar, ni exagerar”, tercia en una entrevista telefónica el ministro de Educación Nacional, Jean-Michel Blanquer. “Es un fenómeno que no ocurre en todos los lugares ni en todas las escuelas. Pero puede pasar en cualquier lugar cuando, como en el caso del asesinato de Samuel Paty, hay una familia radicalizada con vínculos con sectores radicalizados”.

¿Qué caricaturas enseñar? ¿Hay que mostrar las más obscenas? “Hay que confiar en los maestros para escoger algo que corresponde a la edad de los alumnos y entender que la caricatura, por definición, crea un choque,  causa una reacción”, responde Blanquer. “Hay que explicar esto. Pero el proyecto no es que extrañe a los alumnos, sino hacerles entender algo”.

El ministro sostiene que la libertad de enseñanza está “amenazada en todo el mundo”. “Todo esto empieza, en cierta manera, con la fetua del ayatolá Jomeini en contra de Salman Rushdie”, resume. “En aquella época, era la fetua de alguien de la élite religiosa en contra de alguien de la élite de la literatura. Entre esa fecha y el asesinato de Samuel Paty, lo que ha ocurrido es, en cierta manera, una uberización de la fetua: cualquier persona, a través de las redes sociales, puede tener como víctima a cualquier persona. No es solamente una cuestión de la libertad de expresión, sino del uso de los medios de comunicación modernos para crear una amenaza generalizada”.

Laaldja Mahamdi, directora de una escuela primaria de París y coautora de un libro sobre el sistema escolar francés y la laicidad.Ed Alcock / M.Y.O.P. (Ed Alcock / M.Y.O.P.)

“Aquí anticipamos”, afirma Laaldja Mahamdi, directora de la École Simón Bolívar, un centro en el norte de París con 278 alumnos de entre seis y diez años y multitud de lenguas y religiones. “En el programa de Historia de los mayores, por ejemplo, abordamos la idea de la religión. Nos reunimos con los padres para explicarles lo que diremos. Si quieren preguntar algo, los recibimos. Por ahora, funciona. Tocamos madera”.

Mahamdi conoce íntimamente el valor de la educación pública y laica. “Nací en Argelia hace 47 años. Llegué a Francia a los ocho. No hablaba una palabra de francés. Lo aprendí en la escuela de la República”, recuerda. “La escuela de la República es mi vida”.

Iannis Roder, profesor de Historia y Geografía en el extrarradio norte de París, recuerda que hace 20 años tenía alumnos que decían que “Hitler no había acabado el trabajo [de exterminar a los judíos]” o que “Hitler habría sido un buen musulmán”. Él fue a hablar con la directora del colegio, quien le respondió con una pregunta: “¿Qué les cuenta usted para que le digan esto?”.

Iannis Roder, profesor de Historia y Geografía en el extrarradio norte de París.Ed Alcock / M.Y.O.P. (Ed Alcock / M.Y.O.P.)

Un sondeo de la Fundación Jean-Jaurès publicado este invierno señala que uno de cada cuatro profesores se autocensura “de vez en cuando”. “Es evidente que todo docente de Francia sabe hoy que se puede matar a un profesor por lo que ha mostrado en clase, o por lo que ha dicho”, dice Roder, que dirige el observatorio para la educación en la citada fundación. “Se quiera o no, los docentes se autocensurarán, pero ¿quién va a arriesgar su vida por mostrar una imagen o decir algo? Estamos ahí para enseñar, para abrir el espíritu de los alumnos, no para perder la vida”.

El profesor Lemaire, mientras pasea por París junto a su guardaespaldas y el periodista, declara no haber tenido problemas en clase, donde sus enseñanzas eran teóricas y no abordaba la actualidad. “Yo no he recibido amenazas directas. ¿Sabe por qué?”, se pregunta. “Muy sencillo: no estoy en las redes sociales”. Pero cuenta cómo, unas semanas después de la decapitación de Paty y de que él empezase a aparecer en los medios denunciando la supuesta islamización de Trappes, entendió que su vida podía correr peligro y el Ministerio del Interior le acabó poniendo una protección.

Lemaire se ha convertido en una pequeña celebridad, una figura polémica. El alcalde de Trappes le ha acusado de exagerar y mentir, y está bajo protección tras recibir amenazas. Incluso el prefecto, representante del Estado del departamento de Yvelines, donde se encuentra la ciudad, ha marcado distancias con él.

Un día de clase en marzo, en la pausa del mediodía, Christophe Naudin salió del Collège Dulcie September, en Arcueil. Naudin, que ha escrito un librito sutil, Journal d’un rescapé du Bataclan (Diario de un superviviente del Bataclan), describió cómo ahora sus alumnos son a la vez más y menos tolerantes: todo lo respetan en principio, pero a algunos les cuesta más aceptar que se cuestionen las identidades o las religiones. Respecto a la autocensura de los profesores, recordó que muchos medios de comunicación se han autocensurado a la hora de decidir si publicar o no las caricaturas de Mahoma, y añadió: “Yo no conozco docentes que se hayan autocensurado o tengan intención de hacerlo. Ahora bien, que vayan con cuidado con lo que se muestra y con no hacerlo de cualquier manera sino por motivos verdaderamente pedagógicos, sí”. Contó que la última vez que mostró las caricaturas de Charlie Hebdo en clase, el pasado septiembre, no hubo ninguna reacción reseñable de los alumnos. Él tiene alumnas que llevan el velo en casa y que se lo quitan antes de entrar en la escuela, como obliga la ley; otras lo llevan forzadas por los padres y apuran al máximo, hasta llegar a casa, para volvérselo a poner: la escuela es el ámbito de la libertad.

Y, sin embargo, la escuela francesa tiene muchos otros problemas: la pandemia, el exceso de alumnos en clase, la precariedad social de algunos estudiantes. Naudin cita el caso de una chica víctima de violencias familiares, o el de un chico con problemas de aprendizaje y concentración. “Tenemos que gestionar estas cosas también”, recuerda.

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