El arte ya tiene a su marchante punk
Stefan Simchowitz, que lleva una década desafiando al sistema y al mercado, abre su primera galería en Los Ángeles con un objetivo: vender a todo el mundo en un planeta caótico.
—¿Qué sintió cuando The New York Times le llamó “el Satán del mundo del arte”?
Es la primera pregunta del diálogo. Las palabras saltan como astillas de madera desbastadas por un carpintero negligente. Stefan Simchowitz (Sudáfrica, 1970) viste una sudadera gris con capucha. Semeja uno de esos veinteañeros que sueñan millones en el valle tecnológico de San Francisco.
—Me sentí traicionado y utilizado por el periódico. Me usaron para contar algo que querían decir sobre el mercado del arte —co...
—¿Qué sintió cuando The New York Times le llamó “el Satán del mundo del arte”?
Es la primera pregunta del diálogo. Las palabras saltan como astillas de madera desbastadas por un carpintero negligente. Stefan Simchowitz (Sudáfrica, 1970) viste una sudadera gris con capucha. Semeja uno de esos veinteañeros que sueñan millones en el valle tecnológico de San Francisco.
—Me sentí traicionado y utilizado por el periódico. Me usaron para contar algo que querían decir sobre el mercado del arte —contesta.
—¿Y cuando el premio Pulitzer Jerry Saltz le llama “Lord Sith”, comparándolo con el villano de La guerra de las galaxias? ¿O cuando The Economist habla del “Donald Trump del arte”?
—Soy una víctima de los medios. No creo en una conspiración contra mí, los periodistas están mal pagados y persiguen clics. Soy liberal y progresista —defiende.
Nadie en el mundo del arte se parece a Stefan Simchowitz. Fotógrafo, coleccionista, marchante, galerista, asesor, comisario… y especulador para algunos. “Soy un polemista”, admite. Un insurgente que quiere subir el arte al cadalso o conducirlo a la redención.
Afincado en Los Ángeles, ha producido películas como Requiem for a Dream o The House of Yes. ¿Dinero? La venta de su archivo de fotografías (MediaVast) a Getty Images pintó en 2007 su cuenta de azul Klein. Persigue una algarada en el negocio del arte. “El establishment no me quiere porque soy una amenaza. Mis ideas son nuevas y radicales”, ahonda.
Hace una década ya compraba y vendía por internet y adquiría obras directamente a los artistas. Al igual que en el siglo XIX. Su estrategia es mezclar Montparnasse — cuando tenía toda la iridiscencia del comienzo de las vanguardias— y la tecnología. Vende a través de su plataforma (Simco’s Club) y las redes sociales (tiene 90.000 seguidores en Instagram). Es un connoisseur decimonónico habitando el cuerpo de un emprendedor digital. Podría ir a la Universidad de Yale y fichar a los mejores de cada promoción. Podría…, pero sería traicionarse. “Asumo un nivel de riesgo astronómico. Gasto cientos de miles de dólares en apoyar [paga los materiales o el estudio] a creadores que no me darán ningún beneficio durante años”, prevé. “Soy un romántico, y quiero construir un imperio”. Varios medios contaron que troceó una instalación de Ibrahim Mahama en 300 pinturas “individuales” para venderlas mejor. Simchowitz responde: “Porquería”. Ha cerrado un trato con ICM —una de las mayores agencias de representación de talentos de Hollywood— y ha instalado obras de 400 artistas en sus oficinas. Por ahí han pasado Ellen DeGeneres, Usher o Katie Holmes.
—¿Le parece importante? —pregunta el galerista.
—Sí.
—Pues tengo otros 100 proyectos como ese —lanza.
Ha abierto una galería tradicional en el Beverly Boulevard de Los Ángeles. Durante los próximos seis meses inaugurará cuatro más en Pasadena (California). En su arritmia del arte tiene la trascendencia de Bob Dylan cuando pasó de acústico a eléctrico. “El año pasado fue el mejor de la historia para las galerías, ganaron una fortuna, por eso he abierto yo también”, subraya. Pero sin el tú sí, tú no. “Vendo a todos”, aclara.
Simchowitz ama el arte y a los artistas. Recuerda el verso de Edmond Jabès: “Tú existes porque yo te espero”.
—Hasta luego —se despide en español. Son las once de la mañana y en Los Ángeles cae un orvallo de astillas de madera.