Los últimos serán los inmortales
La pandemia se está quedando con los mejores meses —años— de adolescentes y jóvenes en todas partes
En mi adolescencia sentí muchas veces la certeza de haberme perdido algo que, aunque se repitiera, no volvería a repetirse: no para mí. Quizás esa conciencia —”después no será lo mismo, el momento es ahora”— se me hizo carne porque mi padre me leyó desde chica aquel poema de Bécquer que dice: “Volverán las oscuras golondrinas”, y que luego machaca con: “Esas no volverán”. Pero creo que era la adolescencia, nomás. La inmortalidad, las hormonas, la rabia contra los adultos. Eso —”después no será lo mismo, el momento es ahora”— era lo que sentía cuando mis padres, por ejemplo, no me dejaban ir a ...
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En mi adolescencia sentí muchas veces la certeza de haberme perdido algo que, aunque se repitiera, no volvería a repetirse: no para mí. Quizás esa conciencia —”después no será lo mismo, el momento es ahora”— se me hizo carne porque mi padre me leyó desde chica aquel poema de Bécquer que dice: “Volverán las oscuras golondrinas”, y que luego machaca con: “Esas no volverán”. Pero creo que era la adolescencia, nomás. La inmortalidad, las hormonas, la rabia contra los adultos. Eso —”después no será lo mismo, el momento es ahora”— era lo que sentía cuando mis padres, por ejemplo, no me dejaban ir a una fiesta en el campo en la que habría piscina, alcohol, música maravillosa y ni un adulto; o cuando me impedían ir a una disco fantástica en un pueblo a cien kilómetros de distancia en un auto conducido por otro adolescente como yo. Eran cosas que implicaban peligro, pero cuando me prohibían hacerlas me arrasaban el odio y una pena nauseosa: nunca volvería a ser tan feliz como hubiera podido serlo en todas esas fiestas a las que no me dejaban ir, en todos esos autos a los que no podía subirme. No hablo de lo malo que pudo haberme pasado: hablo de lo que sentí. La pandemia se está quedando con los mejores meses —años— de adolescentes y jóvenes en todas partes. El aislamiento, el cierre de colegios, bares, discos, la imposibilidad de encontrarse con amigos, la angustia por la pérdida del trabajo de sus padres y de ellos mismos, la falta de expectativas: todo eso los está aniquilando. ¿Para qué estudiar si no va a haber trabajo, para qué hacerse ilusiones si nada será como se suponía que iba a ser? Toda esa vida efervescente no la deponen por su bien —ellos no corren demasiado riesgo—, sino por el de otros: pueden contagiar a sus padres, tíos, abuelos. Así, dan lo mejor que tienen —tiempo de calidad inhumana, el tiempo de cuando somos dioses— en nombre de una solidaridad obligatoria.
No sé cuándo decidimos que los jóvenes están de acuerdo con ser mártires, ni por qué suponemos que esos momentos únicos, perdidos para siempre —no es lo mismo irse de viaje de egresados a los 17 que a los 19; salir a bailar todos los sábados a los 14 que a los 16—, son entregados con gozo por quienes, además, sólo reciben hostilidad desde el discurso público: son los “irresponsables” que organizan fiestas clandestinas; son los “egoístas” que se saltan las reglas porque se creen invulnerables. Yo también fui inmortal. Y recuerdo cómo me enfurecía el mundo adulto, sordo a cualquier argumento, con sus imposiciones brutales. Si al principio de la pandemia los viejos tenían que escuchar quinientas veces por día que iban a morir, los jóvenes no sólo se han vuelto los malos de la película —¡nos quieren matar!— sino que no tienen más participación en este asunto que la obligación de detenerse. ¿Qué se les da a cambio? Creo que nada. En Italia, las hospitalizaciones de jóvenes que intentaron suicidarse aumentaron un 30% durante la segunda ola. En los hospitales de Bélgica hay cada vez más ingresos de jóvenes por intentos de suicidio. En enero se cerró el edificio Vessel de Nueva York porque desde allí se arrojaron, entre diciembre y enero, una chica de 24, uno de 19 y otro de 21. En Japón se suicidaron 20.000 personas durante 2020, un 3,7% más que en el año anterior. El alza se debió al aumento de suicidios de mujeres y de jóvenes: hasta noviembre de 2020, más de 300 escolares se habían quitado la vida, un 30% más que en 2019. Para contener la situación, el primer ministro japonés creó el Ministerio de la Soledad. Suena hermoso. Un edificio vivo y triste albergando, en su centro, una pulsación en el vacío, algo deslumbrante y horrible. Ahora se empieza a hablar con fuerza de un pasaporte covid que permitiría traspasar fronteras sólo a quienes estén vacunados. Con una vacuna escasa, que se destina en primer lugar —y razonablemente— a personas mayores, ese documento relegará una vez más no sólo a ciudadanos de países pobres, sino a jóvenes de casi todas partes: son la última prioridad en el esquema de vacunación. Puesto que los países centrales acaparan más del 90% de las dosis, ¿cuándo se vacunará a alguien de 18, 15, 13 años que viva en América Latina o en África? ¿En 2022? Lo sé. De pronto, en medio de ideas tan oscuras, me sobreviene ese absurdo rayo de optimismo: 2022.