¡Viva la ley, abajo la autoridad!

La división de poderes no es más que la institucionalización de la desconfianza en el poder y quienes lo ejercen

A veces me pregunto por qué desconfío tanto de los políticos. De los políticos como políticos, claro está, no como personas (aunque casi nunca es fácil distinguir entre ambos). No tengo un solo amigo político, jamás he frecuentado ambientes políticos y me cuesta casi tanto trabajo admirar a los políticos como le costaba a Borges, quien le confesó a Vargas Llosa en una entrevista recogida en Medio siglo con Borges: “Yo no sé si uno puede admirar a políticos, personas que se dedican a estar de acuerdo, a so...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

A veces me pregunto por qué desconfío tanto de los políticos. De los políticos como políticos, claro está, no como personas (aunque casi nunca es fácil distinguir entre ambos). No tengo un solo amigo político, jamás he frecuentado ambientes políticos y me cuesta casi tanto trabajo admirar a los políticos como le costaba a Borges, quien le confesó a Vargas Llosa en una entrevista recogida en Medio siglo con Borges: “Yo no sé si uno puede admirar a políticos, personas que se dedican a estar de acuerdo, a sobornar, a sonreír, a hacerse retratar y, discúlpenme ustedes, a ser populares”. No obstante, como los políticos se ocupan de administrar lo que es de todos, empezando por mis impuestos, siempre acepto hablar con los que me lo piden (la única invitación que rechacé fue una de José María Aznar a La Moncloa, y no lo hice porque fuera Aznar, sino porque me olió a encerrona; así que busqué una excusa y me largué con mi maestro Sergio Beser a un congreso sobre el maquis). Insisto: ¿por qué tanta desconfianza?

La respuesta, me parece, es que la democracia se basa en desconfiar de los políticos; es decir, en desconfiar del poder. Entiendo que esto suene mal, pero es por dos razones: primero, porque la verdad con frecuencia suena mal (de ahí que las mentiras gocen de tanto crédito); y, segundo, porque muchos políticos y aspirantes a políticos llevan años dándonos la lata con la pamema de que sin confiar en los políticos no puede haber democracia, y confundiendo, deliberadamente o no, la desconfianza en los políticos con el famoso “todos los políticos son iguales”, que en realidad significa “todos los políticos son unos chorizos” y que ha sido el trampolín perfecto para los políticos más chorizos de la historia, tipo Francisco Franco, que acuñó una frase inmarcesible: “Haga como yo y no se meta en política”. Pero no: la verdad es exactamente la opuesta, y es que no hace falta haber leído a Montesquieu para entender que la desconfianza de los políticos (y del poder) representa la principal garantía de una democracia. Esto se explica por la naturaleza misma del poder, que es, por definición, como el dinero, insaciable: igual que el dinero quiere siempre más dinero, el poder aspira siempre a acumular más poder. De ahí que cualquier poder, sea del signo que sea, tienda a ser absoluto, y que cualquier político contenga en germen un tirano, o al menos un tiranuelo. La democracia es el mejor sistema inventado de momento para frenar esa doble, innata y letal propensión, y se fundamenta precisamente en la división de poderes; ésta no es más que la institucionalización de la desconfianza en el poder y quienes lo ejercen: cada uno de los tres poderes democráticos —ejecutivo, legislativo y judicial— controla a los otros dos porque desconfía de ellos, o sea, porque teme con razón que, dejados a su arbitrio, acabarían engulléndolo todo y convirtiéndose en absolutos; dicho de otro modo: la democracia se basa en que todos los poderes piensan mal de todos, y todos tienen razón. Ese equilibrio de fuerzas contrapuestas nos protege de la voracidad del poder y quienes lo ejercen, pero es por completo insuficiente si a la desconfianza institucional no se añade la individual: si no entendemos que, en una democracia, no son los ciudadanos los que están al servicio del poder sino el poder el que está al servicio de los ciudadanos, si no mantenemos una vigilancia inflexible frente a su avidez inagotable y no conseguimos que las leyes —que nos igualan a todos y constituyen por lo tanto nuestra única protección frente a los dueños del poder y el dinero— estén a nuestro servicio, y no al de quienes cada cuatro años elegimos para elaborarlas.

Hacia 1873, un revolucionario impenitente llamado Mark Twain escribió en La edad dorada: “Ningún país puede ser bien gobernado a menos que sus ciudadanos como colectivo crean firmemente en la idea de que ellos son los guardianes de la ley, y de que los oficiales de policía son tan sólo la maquinaria para su ejecución, y nada más”. Estas palabras bien podrían traducirse en el lema de una próxima revolución; si quieren saber cuál es, vuelvan al título.

Más información

Archivado En