Siguiendo el rastro del jaguar en las selvas de Colombia
Tomarse un café de primera en la ciudad de Neiva, las vistas desde el curioso mirador La Mano del Gigante, estatuas llenas de dientes y la cascada del Fin del Mundo en un viaje por la majestuosidad del macizo colombiano
Una cima de la cadena trófica colombiana es el jaguar. Por primera vez en mucho tiempo, una cámara ha detectado a uno en el departamento de Huila y, progresando hacia el sur, la cantidad de jaguares asentados en el Putumayo revela que corren buenos tiempos para la fiera. Cuesta verlo, pero seguir su pista ayuda a entender la majestuosidad del macizo colombiano, una de las zonas con mayor biodiversidad del mundo, donde el tucán cohabita con el oso de anteojos y con insectos gigantes que comparten una vegetación ...
Una cima de la cadena trófica colombiana es el jaguar. Por primera vez en mucho tiempo, una cámara ha detectado a uno en el departamento de Huila y, progresando hacia el sur, la cantidad de jaguares asentados en el Putumayo revela que corren buenos tiempos para la fiera. Cuesta verlo, pero seguir su pista ayuda a entender la majestuosidad del macizo colombiano, una de las zonas con mayor biodiversidad del mundo, donde el tucán cohabita con el oso de anteojos y con insectos gigantes que comparten una vegetación antigua y colosal. Un lugar donde se construyen estatuas llenas de dientes y se masca hoja de coca para aliviar el ascenso, por ejemplo, a la cascada del Fin del Mundo. Así que esto es un viaje desde la ciudad colombiana de Neiva, donde el jaguar ya no está, hacia el interior de ese Putumayo donde aún se escucha su rugido.
En Neiva, capital del departamento de Huila, puede tomarse un café de primera contemplando cómo el río Magdalena riega la ciudad. Sus aguas van cargadas de bagres, carpas, mojarras, tilapias o truchas como las que, a veces, come el jaguar, y los pescadores rinden culto al mítico Mohán (un corpulento personaje selvático del folclore colombiano) levantándole monumentos en la orilla para que favorezca sus capturas. A cambio, ellos procurarán pescar solo lo necesario y mantener el río limpio. Es un pacto por el equilibrio que los colombianos cuidan en muchos otros ríos, bosques y lagos.
Remontando el río Magdalena, las plantaciones de café y las llanuras vastas se suceden al ritmo de canciones sentimentales con estribillos que rezan “tu defecto es ser perfecta” y dan paso a los nuevos cultivos rápidos de pimentón y repollo, además del aguacate, cuya rentabilidad entusiasma. Hay grafitis de aguacates dibujados dentro de corazones, porque aquí el corazón, en forma de ilustración o artesanía, trasciende al emoticono. Es un corazón más real, elaborado, no basta apretar el pulgar. En el mirador de La Cacica, por ejemplo, un gran corazón advierte sobre las virtudes de este enclave con vistas a la represa del Quimbo, aunque el balcón de referencia es La Mano del Gigante, una plataforma con forma de mano abierta desde donde se contemplan kilómetros de inmensidad, incluida la población de Gigante.
La Mano es cosa de Raúl Montealegre. En 2019, cuando Colombia comenzaba a imaginarse turística, Montealegre se prendó de una enorme mano artificial que había visto en Indonesia y decidió importar la idea convirtiéndola en mirador. Construyó una gran mano abierta trenzando ramas de eucalipto. Luego, un restaurante y varias cabañas con forma de nidos de aves, “como si el sitio lo hubieran hecho ellas”. La manopla y el homenaje al cardenal pico plata, el colibrí o la polícroma tángara cabecibaya sedujeron a unos curiosos que difundieron su experiencia y ahora La Mano se acompaña de una Manita, para que aún más personas se pasmen ante la asombrosa constelación de verdes y el lejano embalse del Quimbo. “La gente no venía a las montañas por los vetos de la guerra. Hemos demostrado que aquí ya se puede disfrutar”, dice Montealegre. “¿Y el jaguar?”, pregunto. “De eso no tenemos. Aunque pájaros, los que quiera”.
El jaguar, ese influencer
Además de animal, el jaguar es considerado un espíritu. Se trata de un genuino influencer cultural cuyo ascendente empieza a sentirse intenso en pueblos como La Jagua, con fama de haber albergado a brujas. Por eso el escultor Emiro Garzón instaló aquí su taller. Buscaba la inspiración en las mujeres a las que acusaron de brujería, y a partir de su rebeldía y de su supuesta capacidad para pronosticar futuros leyendo los posos del café o el humo de un cigarro, el artista ha creado una obra que alterna la sensualidad femenina con el misterio de divinidades locales muy ligadas a la naturaleza, desde la Madremonte (personaje femenino de la mitología colombiana) a la Pata Sola, una mujer monstruosa con una sola pierna terminada en pezuña.
Garzón no ha trabajado mucho al carnívoro, pero, advertido sobre las nuevas tendencias, ya diseña esculturas de jaguares y compañía. Para documentarse podría viajar hora y media hasta San Agustín, cuna de la civilización indígena extinguida que levantó una necrópolis de referencia planetaria tocada por el misterio. Aún nadie sabe explicar quiénes fueron esos genios de la luz que orientaban las tumbas de sus chamanes hacia el solsticio, ni cómo trasladaron las enormes rocas que cincelaron con estiletes de andesita hasta lograr unos rostros mixtos, entre humanos y animales. Se ha discernido, eso sí, que tuvieron cinco animales sagrados: cada muerto está representado por una estatua que señala su animal de referencia, y aunque gran parte de las tallas se parecen las distingue la dentadura. Si entre los colmillos hay cuatro incisivos, el muerto fue mono; si hay ocho, caimán. Los jaguares tienen seis. Entre las 513 estatuas del parque Arqueológico de San Agustín, el guía Aníbal Ordóñez ha contado 26 jaguares.
En la pendiente que lleva al estrecho del Magdalena, donde el río se angosta hasta los 2,20 metros, hay vendedores que ofrecen narigueras y máscaras de jaguar, además de achiote, la fruta que produce una tintura con la que pintarse bigotes felinos, aunque también se usa en los rezos o para atraer la buenaventura a los bebés. Y es que la naturaleza provee, incluso a los músicos, que fabrican instrumentos a base de semillas de enredadera, barro, huesos y troncos que agujerean para interpretar temas en los que se puede escuchar el viento, la lluvia o el trueno, además de un sinfín de animales. Según la bióloga Karen Ordóñez, la trompeta y la ocarina son los que mejor reproducen el sonido del jaguar.
La cascada del Fin del Mundo
Rumbo a Mocoa, capital del departamento colombiano de Putumayo, hay que remontar una sinuosa y empinada carretera. Varias piscifactorías a pie de río ofrecen menú con trucha y jugo de papaya, mango o piña rematado por el tinto (café solo) de rigor antes de acceder al páramo, la fascinante desolación que alterna palmeras aisladas con racimos de frailejones, el preludio de Mocoa.
El río que comparte nombre con la ciudad galopa —más que fluye— a pie de casas con una furia que levanta lodo y amarrona el agua, hasta el punto que a un afluente lo llaman Mulato. Y, como si los felinos compartieran la influencia oscura, en el Centro Experimental Amazónico, donde se recupera y se cuida a los animales, puede visitarse a Negrita, la hembra melánica de jaguar, excepcionalmente negra, que desde hace más de dos años ha establecido con su cuidadora, Camila Guarín, una relación que da lugar a auténticas conversaciones. Cuando, tras una toma de yagé (ayahuasca, una droga alucinógena obtenida de una liana de la selva), Camila vislumbró a su animal espiritual —”soy jaguar”— se entregó no solo a velar por Negrita sino también por los otros 88 seres vivos que habitan en el centro, y con los que literalmente charla a diario.
Las tomas de yagé son habituales en la Colombia campera. Lo normal es que las supervise un taita, un chamán experto que guía física y emocionalmente durante la toma en la que, con frecuencia, el consumidor se transforma en su álter ego animal. “Puedes ver lo que él ve”, repiten los que lo han probado. El taita Pablo Evanjuanoy tomó yagé por primera vez a los seis años y lleva treinta comunicando este saber. Evanjuanoy no especifica cuál es su animal, dice que él se limita a canalizarlos todos, pero dice que ha conocido y guiado a varios humanos jaguares. Su atuendo ceremonial incluye, además de numerosos collares pequeños y una colorida cinta craneal, un gran collar de dientes de puerco manao (pecarí, una especie de jabalí) rematado por dos colmillos de jaguar. Vive en una reserva indígena a hora y cuarto de Mocoa. Para acceder a la maloca —el pabellón ceremonial— de su pueblo inga hay que pedir permiso y traspasar un puesto de control indígena. De todas formas, es posible que cualquier taita invite a un ritual en una maloca cercana. O que un joven líder de, por ejemplo, la comunidad de Los Pastos, como Jerson Zambrano, ofrezca una armonización —rito purificador— antes de ascender la montaña que conduce desde las afueras de Mocoa a la cascada del Fin del Mundo.
Zambrano llena un cuenco con mambe, masca un poco de ese estimulante polvo hecho con hojas de coca, y arranca a andar. Por el camino, cabe detenerse a beber jugo de caña de azúcar recién exprimido en un refugio del sendero, o recoger con el dedo unos gramos de la medicinal resina que produce el caraño, un árbol de la zona. Con él resulta más fácil acceder a Ojo de Piedra, dos pequeñas cascadas que estallan contra la deliciosa laguna donde un buen chapuzón ayuda a remontar el último tramo entre troncos, musgos y lianas. Así se llega al Fin del Mundo, un salto de agua que cae 70 metros en vertical. El agua se desploma tendiendo un estético velo diáfano que diluye la selva. Cuando la vegetación se cimbrea en las colinas de enfrente, no cuesta preguntarse si ahí estará el jaguar.
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