RELATO

Doña Alicia

Cristina Durán

Eran las últimas Navidades de Elena en la residencia antes de jubilarse como cuidadora de ancianos y quería despedirse.

Elena había puesto en las ventanas un poco de espumillón rojo, verde, azul y dorado. Con cinta adhesiva y algo de pericia, decoraba los cristales formando lazos, espirales y campanas. A Elena las guirnaldas navideñas le solían gustar mucho de niña, aunque en las habitaciones de los ancianos no tenían el mismo efecto festivo que en los grandes ventanales del aula del colegio. Sin embargo, Elena seguía insistiendo, llevaba 25 años poniendo decoraciones navideñas por toda la residencia, pero este año, por culpa de la covid, todo eran restricciones y no le habían dejado sacar el belén que siempre ...

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Elena había puesto en las ventanas un poco de espumillón rojo, verde, azul y dorado. Con cinta adhesiva y algo de pericia, decoraba los cristales formando lazos, espirales y campanas. A Elena las guirnaldas navideñas le solían gustar mucho de niña, aunque en las habitaciones de los ancianos no tenían el mismo efecto festivo que en los grandes ventanales del aula del colegio. Sin embargo, Elena seguía insistiendo, llevaba 25 años poniendo decoraciones navideñas por toda la residencia, pero este año, por culpa de la covid, todo eran restricciones y no le habían dejado sacar el belén que siempre instala sobre dos mesas en la parte de atrás del comedor, en la zona de visitas.

—Nada de trastos y cosas absurdas, que el horno no está para bollos. En cualquier momento brota otra vez esta pesadilla y volvemos a tener al ejército desinfectando y a las televisiones buscando noticias —le dijo Mabel, su jefa, con cara de desagrado.

—Al menos el portal, son solo cinco figuritas —le rogó Elena.

—¡Qué empeño! ¡Si los viejos no se enteran de nada!

Mabel había llegado cuatro años atrás a dirigir la residencia y le parecía ridícula la costumbre de Elena de montar un belén gigantesco con la anunciación, los pastores, los rebaños, las lavanderas en el río, el pueblo, los romanos, hasta la casa de Herodes en lo alto de la colina, con los detalles más sorprendentes, incluidas la figurita de un diablo rojo mexicano con un presente para el niño y un caganer catalán detrás del portal.

Cada 8 de diciembre, Elena abría las tres cajas que guardaban en el almacén e iba colocándolo todo con meticulosidad. Forraba con hule las dos mesas y organizaba el paisaje con ramas, arena, serrín, piedras y papel de aluminio y de seda de colores. Quería que la cronología navideña avanzara a lo largo del calendario, moviendo las figuras de los Reyes Magos hacia el pesebre. Cuando su hijo Jerónimo era pequeño, solía venir a verlo emocionado, y ya de adolescente se sumaba a ayudarla en el montaje. Elena había quedado viuda joven, pero conservaba muy buenos recuerdos de las Navidades que pudo pasar con su esposo y su hijo disfrutando de las fiestas. Esos días, en vez de hacerle sentirse melancólica, la motivaban a estar contenta y tratar de transmitírselo a los demás. Tenía el don del optimismo, el temperamento cordial que tanto irrita a alguna gente de perfil avinagrado.

Estas eran sus últimas Navidades en la residencia antes de jubilarse de su trabajo como cuidadora de ancianos, y le hacía ilusión despedirse poniendo un último nacimiento. Coincidía justo en el año infernal en que tantas personas habían muerto por la pandemia. En su propia residencia fue un horror, muchos enfermaron y bastantes ancianos murieron en cuestión de días. También ella y su hijo se contagiaron, fue a comienzos de abril, pero tuvieron la suerte de salir bien, y no solo eso, Jerónimo desarrolló potentes anticuerpos y desde entonces donaba plasma.

Eran sus últimas Navidades antes de cruzar el umbral de la tercera edad, de colgar la bata blanca y convertirse en una señora retirada y apuntarse a los viajes del Imserso y disfrutar tranquilamente de la vida. Había sido un año terrible, pero el siguiente prometía ser mejor, con varias vacunas en marcha que todos esperaban que llegasen. Mientras tanto, Elena quería montar su belén, celebrar con ese sencillo gesto la Navidad, aunque en su residencia muchos de los ancianos tuvieran demencia y “no se enteraran de casi nada”, como decía su jefa.

—A los compañeros les gusta tener el nacimiento — Elena trató de persuadirla.

—Este año covid creo que debemos cambiar muchas cosas —Mabel tenía la excusa perfecta para deshacerse de una costumbre que consideraba rancia—.Mira, Elena, esto no es un centro religioso, lo mejor es que dones ya todo eso que tienes a la parroquia de tu barrio y que zanjemos el asunto.

Elena, que desde hacía 10 años se prestaba voluntaria para las guardias de Nochebuena y convertía la llegada de la figurita del niño Jesús al belén en el gran acontecimiento que entretenía a los ancianos, se sintió muy contrariada. Encima, su jefa se había puesto graciosa: “Ya sabes que nos han limitado el número de visitas, y son tantos los personajes que hay en tu belén que tendríamos un exceso, y no llevan mascarillas”.

Como la jefa no solía subir nunca a las habitaciones de los ancianos, Elena decidió darles un toque navideño sin pedir permiso. El espumillón quedaba bonito en los cristales.

—Mi niño vendrá estas Navidades —doña Alicia, una anciana de 88 años, parecía hablar sola desde la silla mientras contemplaba los adornos de la ventana.

Elena la miró con lástima, nadie venía nunca a verla. La residencia se comunicaba con una sobrina a la que daban parte de su estado de salud de vez en cuando.

—Mi hijo Héctor vendrá a verme por Nochebuena.

Héctor se convirtió en el tema cotidiano de la habitación de doña Alicia. Parecía que el simple lacito de espumillón azul y dorado en el cristal de la ventana había activado unas neuronas perdidas del cerebro de la anciana.

En la conversación telefónica para dar parte del estado de salud de doña Alicia, Elena no pudo evitar preguntar por Héctor.

—¿No me diga que ahora se acuerda de su hijo?

—Sí, habla mucho de él, espera que pueda hacerle una visita en estas fiestas. O tal vez podemos organizar un encuentro telemático con él si ponen restricciones.

—Me temo que va a ser imposible.

La sobrina le explicó a Elena que el hijo de doña Alicia había muerto de sida a finales de los noventa, siendo todavía mozo. Fue de aquella generación de jóvenes que cayeron en la heroína y compartían jeringuillas. Pudo desengancharse de las drogas, pero cuando quiso darse cuenta, el sida, esa otra pandemia que mató a millones, lo consumió y se lo llevó.

Elena entendió entonces que en el cerebro de doña Alicia habitaban los buenos recuerdos de su hijo y no iba a ser ella la que le recordara que había fallecido. Mientras la cuidaba, dejaba que le hablara de aquel muchacho a quien tanto quería:

—Cuando venga ya verás qué guapo es. Mira las fotos que tengo, están por alguna parte.

La anciana insistió de tal modo que Elena tuvo que revolver entre sus cosas y buscar las fotos que guardaba en un sobre. Cuando las encontró y las fue mirando con doña Alicia se sorprendió mucho.

—Te he dicho que es muy guapo.

Elena no daba crédito a lo que veía; aquel joven que aparecía en las fotos tenía un aire con su propio hijo Jerónimo. Las variadas fotos que la anciana guardaba eran de la niñez y de la juventud, y ese muchacho tenía un enorme y sorprendente parecido con el hijo de Elena.

Viendo aquellas fotos envejecidas por los años se le ocurrió la idea a Elena. No consultó con nadie ni pidió permisos en la residencia, estaba decidida a que en Nochebuena se cumpliera el sueño de doña Alicia. Ella se quedaba de guardia con algunos compañeros y les comentó que su hijo Jerónimo vendría a traerle la cena y a verla. A todos les pareció bien porque son convivientes y es lógico que un hijo quiera pasar un rato de esa noche con su madre. Jerónimo no estaba demasiado convencido del favor que le había pedido su madre. Ir con ella a la habitación de una de las ancianas y hacerse pasar por un hijo fallecido.

—Mamá, no sé si es una buena idea hacerme pasar por un espectro.

—No, Jerónimo, no me estás entendiendo. Vas a entrar y simplemente estar en la habitación con nosotras.

—Va a pensar que soy su hijo muerto.

—No, no se va a acordar de que estás muerto, te va a ver vivo, le vas a hacer sentirse inmensamente feliz.

—Mamá, esto es muy extraño, es raro, tienes ocurrencias disparatadas.

—La vejez es muy injusta, y la soledad, y doña Alicia se merece un abrazo de su hijo en Nochebuena, y tú se lo vas a dar.

—Es un engaño, mamá.

—Es como los Reyes Magos, los Reyes Magos no son un engaño. ¿No trabajaste de paje de los Reyes en unos grandes almacenes el año pasado?

—¿Y si se da cuenta?

—Tú no digas nada, deja que te mire. No se dará cuenta, está deseando que vayas a verla.


—Pero no soy su hijo.

—Eres el mío y yo quiero que ella sienta la dicha de su hijo en ti. ¿Entiendes?

En Nochebuena, Jerónimo acompañó a su madre a la habitación de doña Alicia, y tal y como ella había planeado hicieron que doña Alicia fuera la madre más feliz y orgullosa del universo. Su hijo Héctor había venido a verla aquella noche mágica.

—¡Héctor, has venido! ¡Ves, Elena, te dije que vendría! ¡Qué guapo estás, ven, dame un abrazo! ¡Qué alegría, qué alegría tan grande!

La escritora Ana Merino ganó el Premio Nadal 2020 por su obra El mapa de los afectos.

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