Columna

El privilegio de los confinados

Casi 2.500 millones de personas se han encerrado en sus casas para evitar el contagio. ¿Qué hacen los otros 5.000 millones de seres humanos?

Una mujer, fuera del perímetro del campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos, el 11 de marzo. Aggelos Barai (AP)

Una tercera parte de la humanidad está confinada. Casi 2.500 millones de personas se han encerrado en sus casas para evitar el contagio y 1.500 millones de niños y jóvenes han abandonado momentáneamente sus estudios. ¿Qué hacen los otros 5.000 millones de seres humanos?

Hay 2.200 millones que carecen de agua potable y 4.200 millones sin servicios de saneamiento. Son 1.600 millones los que habitan espacios insuficientes y precarios y, de estos, 1.000 millones malviven en cubículos improvisados o en la calle. Para ellos es imposible lavarse las manos y mantener la distancia social. No ca...

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Una tercera parte de la humanidad está confinada. Casi 2.500 millones de personas se han encerrado en sus casas para evitar el contagio y 1.500 millones de niños y jóvenes han abandonado momentáneamente sus estudios. ¿Qué hacen los otros 5.000 millones de seres humanos?

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Hay 2.200 millones que carecen de agua potable y 4.200 millones sin servicios de saneamiento. Son 1.600 millones los que habitan espacios insuficientes y precarios y, de estos, 1.000 millones malviven en cubículos improvisados o en la calle. Para ellos es imposible lavarse las manos y mantener la distancia social. No caben cuarentenas ni confinamientos en su caso. No hablemos ya de la protección de guantes y mascarillas, de difícil acceso en todas partes ante una demanda disparada.

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Si caen enfermos, y muchos caerán, difícilmente serán atendidos, especialmente en las zonas rurales, donde la asistencia sanitaria, que alcanza al 20% de la población urbana, solo llega a la mitad de quienes viven en el campo. Las carencias son ahora universales. También en países tan ricos como Estados Unidos faltan mascarillas, protección para médicos y enfermeros y sobre todo, los test, estas pruebas que la OMS considera indispensables para frenar la epidemia.

Los últimos de la cola son los que no están confinados, quizás dos terceras partes de la humanidad, y también serán los últimos en recibir medicamentos y vacunas, cuando existan. Son los que más sufrirán y también sus países, ahora con la epidemia y luego con sus efectos. Es un retroceso para todos, pero más para los más necesitados. De todo lo malo habrá más: pobreza, desnutrición, precariedad habitacional, incluso desigualdad y violencia de género. Naciones Unidas ha señalado que la población infantil más vulnerable comerá peor estos días y se verá sometida a malos tratos y matrimonios forzados.

Si hay clases entre los confinados, también las hay entre los que no pueden ni siquiera confinarse. En el fondo del pozo, a merced de la enfermedad, están quienes huyen de guerras y persecuciones. Los refugiados sirios se han hecho invisibles, pero siguen existiendo y ahora son todavía más vulnerables. También les sucede a los rohinyás de Myanmar (antigua Birmania) o a los refugiados palestinos de Cisjordania y especialmente de Gaza, a las columnas de migrantes expulsadas de las ciudades en la India o a quienes se hallan atrapados y bajo las bombas en Afganistán, Yemen y Libia.

También hay inconfinables cerca de donde habitan los confinados: presos hacinados en cárceles, internos de los centros para extranjeros, enfermos mentales, ancianos solitarios y personas sin techo, que abundan en las ciudades del mundo más desarrollado. Todos ellos son presa fácil y a la vez transmisores del virus.

No es una cuestión de solidaridad tan solo. La pandemia es global, como global será la crisis económica que se nos viene encima y también global y multilateral deberá ser la reacción si queremos encontrar pronto la salida.

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