Ayer, hoy, mañana

Han pasado 80 años. Quienes surcaron el Mediterráneo en barcos abarrotados no eran africanos. Se apellidaban García, Martínez, López…

ES UN BUEN MOMENTO para recordarlo.

Hace ahora 80 años se produjo una emergencia humanitaria de proporciones gigantescas. Más de medio millón de personas se vieron forzadas a abandonar su tierra y sus hogares, sus pertenencias y sus medios de vida, a sus padres, a sus hijos, a sus amigos, para intentar cruzar una frontera. Huyeron para salvar sus vidas, ante una situación de inseguridad jurídica tan atroz que ninguno de ellos podía considerar garantizada su supervivencia. Huyeron de las redadas nocturnas de br...

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ES UN BUEN MOMENTO para recordarlo.

Hace ahora 80 años se produjo una emergencia humanitaria de proporciones gigantescas. Más de medio millón de personas se vieron forzadas a abandonar su tierra y sus hogares, sus pertenencias y sus medios de vida, a sus padres, a sus hijos, a sus amigos, para intentar cruzar una frontera. Huyeron para salvar sus vidas, ante una situación de inseguridad jurídica tan atroz que ninguno de ellos podía considerar garantizada su supervivencia. Huyeron de las redadas nocturnas de brigadas incontroladas que sacaban de sus camas a personas vivas cuyos cadáveres nunca aparecían al día siguiente. Huyeron de procesos sumarios en tribunales donde los acusados no tenían derecho a elegir a sus abogados, y los que actuaban de oficio reclamaban su ejecución con tanta energía como el fiscal. Huyeron de las violaciones y de la cárcel, del hambre y de las epidemias, de las palizas y los trabajos forzados que aguardaban a los derrotados. Huyeron del paredón que acabó convirtiéndose en un rasero capaz de igualar muchas vidas, muchas ideas, muchas trayectorias diferentes. Ese fue el destino que alcanzó a, al menos, decenas de miles de sus compatriotas, que no pudieron huir porque vivían en zonas ocupadas desde el principio del conflicto, o demasiado lejos de las fronteras, o en ratoneras naturales, cercadas completamente por el enemigo.

Era imposible escapar, pero aun así, muchos lo intentaron. Salieron andando de sus ciudades, de sus pueblos, para formar grandes columnas de desesperados. Aunque resulte difícil de creer, alguna de estas larguísimas filas de civiles desarmados, casi en su totalidad mujeres, ancianos y niños, fue bombardeada simultáneamente desde el cielo, desde el mar, desde miradores situados en altura sobre cerros y montes. Quienes no fueron exterminados por el camino, siguieron avanzando por los bordes de las carreteras llevando a cuestas a sus hijos pequeños y todo lo que eran capaces de cargar. Maletas, baúles, bolsas se fueron quedando tiradas en los arcenes con todo lo que contenían. Sus propietarios, exhaustos, se desprendían de su peso cuando se quedaban sin fuerzas para acarrearlo, y seguían andando, intentando llegar a un puesto fronterizo, a un puerto, a un paso sin vigilancia por el que salir de su país. Allí, a un paso de la salvación, se quedaron. Allí, cuando todo parecía tan fácil como negociar con un oficial de policía, subirse a un barco, trepar por un monte, expiró su sueño. Porque las verjas no se abrieron, los barcos no llegaron, las autoridades de los países vecinos los devolvieron al suyo sin atender a sus explicaciones. Porque su suerte no le importó a nadie. Porque ningún Estado extranjero se interesó por ellos. Porque el mundo entero escogió mirar hacia otro lado.

Algunos, muy pocos, consiguieron subirse a algún barco. Cuando llegaron a lo que parecía un puerto seguro, no les dejaron desembarcar. Cuando lograron pisar tierra, no les dejaron dirigirse a ningún lugar. Cuando los reunieron detrás de una alambrada, los llevaron a otro recinto cerrado, un campo de trabajo donde les hicieron trabajar en condiciones penosas y sin recibir ningún salario a cambio. Muchos murieron de agotamiento, de desnutrición. Otros compartieron durante años la misma vida de aquellos que no habían logrado culminar la hazaña de escapar de su país. Habían sido tantos que también hubo muchos que tuvieron suerte, y llegaron a países hospitalarios donde pudieron rehacer su vida, labrarse un futuro lejos de su tierra, encontrar otro oficio, otro hogar, otra familia. Pero, en proporción, los afortunados de entonces fueron pocos. Tan pocos como los afortunados de ahora.

Han pasado 80 años. Quienes salieron de sus casas para echar a andar por una carretera no eran hondureños. Quienes surcaron el Mediterráneo en barcos abarrotados para no obtener permiso de desembarcar en puerto alguno no eran africanos. Quienes cruzaron ríos a nado, y treparon por alambradas, y peregrinaron por el mundo como parias desposeídos, privados de cualquier derecho, maltratados, explotados, humillados, se apellidaban García, Martínez, Fernández, López.

Habrían podido ser sus abuelos, o los míos. 

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