El nuevo apóstol de la psicodelia

Erik Tanner

Michael Pollan, reconocido periodista y activista de la comida saludable, decidió investigar los nuevos usos de drogas como el LSD o la psilocibina en el tratamiento para la depresión, la adicción o la ansiedad asociada al cáncer. Y de paso, se atrevió a probarlas a los 60 años. Lo cuenta en su último ensayo

El locutor Patrick Mettes tenía 53 años cuando un artículo cambió su vida. Mejor sería decir que le cambió la muerte. Enfermo de cáncer de pulmón, supo por el periódico que en la Universidad de Nueva York empleaban psilocibina, principio activo de los hongos alucinógen0s, para aliviar el “estrés existencial” de los pacientes terminales. Se apuntó de inmediato, pese a la resistencia de Lisa, su esposa, que identificó la decisión con una renuncia a seguir luchando. Mettes vivió 17 meses más y continuó en la pelea de la quimioterapia, que, según Lisa, compaginó con una plácida aceptación de que e...

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El locutor Patrick Mettes tenía 53 años cuando un artículo cambió su vida. Mejor sería decir que le cambió la muerte. Enfermo de cáncer de pulmón, supo por el periódico que en la Universidad de Nueva York empleaban psilocibina, principio activo de los hongos alucinógen0s, para aliviar el “estrés existencial” de los pacientes terminales. Se apuntó de inmediato, pese a la resistencia de Lisa, su esposa, que identificó la decisión con una renuncia a seguir luchando. Mettes vivió 17 meses más y continuó en la pelea de la quimioterapia, que, según Lisa, compaginó con una plácida aceptación de que el final se acercaba. Cuando la cosa ya no tuvo solución, hizo desfilar a sus seres queridos por la habitación de la unidad de cuidados paliativos del hospital Mount Sinai para despedirse de ellos.

Historias como esta convencieron al periodista estadounidense Michael Pollan de poner en juego su considerable reputación en un tema ciertamente delicado: un estudio sobre el resurgir del uso científico de las sustancias psicodélicas en pacientes como Mettes. El resultado es el ensayo Cómo cambiar tu mente. Lo que la nueva ciencia de la psicodelia nos enseña sobre la conciencia, la muerte, la adicción, la depresión y la transcendencia (Debate; traducción de Manuel Manzano).

El título original funciona mejor: How To Change Your Mind puede traducirse también por “cómo cambiar de idea”, que fue precisamente lo que hizo Pollan (Long Island, Nueva York, 1953). Fumador ocasional de hierba, estaba a punto de cumplir 60 años cuando decidió ir un poco más allá en el escarpado camino de las sustancias alucinógenas. Tiene la edad de un hippy, pero sencillamente nunca se atrevió a probarlas en su juventud. “Y casi mejor”, dice, “son drogas que conviene tomar cuando ya tienes la cabeza amueblada del todo”.

“De joven nunca me atreví a probarlas. Mejor, son drogas que conviene tomar de adulto”

Pollan no es un psiconauta trasnochado, ni el típico autor de literatura de enteógenos (sin duda, un género aparte), sino un periodista conocido sobre todo por largos artículos de investigación que publica en algunos de los medios más prestigiosos de Estados Unidos y luego convierte en libros sobre la industria agroalimentaria (El dilema del omnívoro), la obsesión contemporánea por la nutrición (El detective en el supermercado) o las virtudes de cocinar, a poder ser en familia, más allá del circo estomagante de la gastronomía (Cocinar. Una historia natural de la transformación, que también es una serie de Netflix). Suelen definirlo como “activista alimentario” por su interés en las implicaciones “políticas y medioambientales” del acto de comer. Colaboró como asesor con la Administración de Obama y hay una máxima suya que hizo tanta fortuna que le perseguirá siempre: “Come comida [de verdad]. Sobre todo verduras. Con moderación”. En 2010 fue incluido en la lista de los 100 personajes más influyentes del año por la revista Time.

Cuando le digo que ahora es más probable que lo escojan para la publicación High Times, biblia neoyorquina de la cultura del cannabis, se echa a reír y comparte una confesión: “Uno de los motivos que me empujaron a escribir Cómo cambiar tu mente, aunque eso no lo supe hasta después, es que mi padre [a quien está dedicado el libro] tenía cáncer. Falleció en enero. Nunca comprendí cómo estaba procesando la inminencia de la muerte: a sus 88 años, ya iba perdiendo la memoria y cuando estaba en sus cabales tampoco quería hablar sobre lo que pasaba. Me dediqué a satisfacer mi necesidad de entender con otros pacientes a los que entrevistaba para el libro”. En el ensayo, Pollan da cuenta de “los increíbles resultados de los estudios con psilocibina para el cáncer en las universidades ­Johns Hopkins y de Nueva York, que habían aparecido publicados [en 2016] en un número especial del Journal Of Psychopharmacology (…). Alrededor del 80% de los pacientes mostró disminuciones clínicamente significativas de la ansiedad y la depresión medidas de maneras convencionales, un efecto que perduró al menos seis meses tras su sesión”.

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Hay varias fotografías de su padre, abogado y hombre de múltiples talentos, en el salón elegante a su manera entre tribal y setentera en el que se celebró la entrevista. La cita fue en septiembre en Nueva York, en casa de Corky, la madre, uno de esos refinados apartamentos de Park Avenue, en la parte alta de Manhattan, en los que el portero anuncia la llegada de las visitas por teléfono. Allí se mudó el joven Pollan en 1971. Ahora vive junto a su esposa, Judith, pintora, profesora y autora de algunos de los cuadros abstractos que adornan la casa de la suegra, entre Berkeley, localidad californiana que fue epicentro de la revolución hippy, y Cambridge, hogar de la excelencia educativa de Harvard. Cuando no está escribiendo, da clases de periodismo científico y no ficción creativa en ambas universidades.

Una noche de hace más o menos 10 años, durante una cena con amigos en Berkeley, escuchó la historia de una de las invitadas, “una psicóloga prominente”, y sus recién descubiertas experiencias con el LSD, que consideraba “intelectualmente estimulantes y valiosas para su trabajo”. Pollan le preguntó si tenía intención de compartir esos hallazgos con sus pares. La mujer le miró como quien contempla el desvarío de un loco.

Al día siguiente, el periodista rebuscó en su bandeja de entrada hasta dar con un artículo científico que un tal Bob Jesse le había enviado un par de años antes y al que no había hecho demasiado caso. Recogía las conclusiones de un estudio de la Johns Hopkins realizado con 30 pacientes sin experiencia lisérgica previa que recibían o bien “una dosis sintética significativa” de esa droga o bien un placebo activo. Se titulaba: La psilocibina puede ocasionar experiencias de tipo místico con un significado personal sustancial y sostenido y una gran importancia espiritual, y pretendía demostrar exactamente eso, el potencial de los hongos alucinógenos para los buscadores de un poco de trascendencia. A Pollan le sorprendió el uso de palabras como “mística” o “espiritual” en un entorno más bien empírico. “Coincidió con un momento en el que sentía que ya no tenía nada nuevo que decir sobre la comida”, recuerda. “Así que aparqué lo que estaba haciendo y me puse a investigar”.

El autor considera aquel ensayo clínico como uno de los hitos iniciales del viaje de vuelta de la psicodelia a la respetable superficie médica. Los otros dos, ambos de 2006, son la celebración en Suiza del centenario del nacimiento de Albert Hofmann, descubridor del LSD (que murió a los 102 años), y la decisión unánime del Tribunal Supremo de Estados Unidos de permitir a una pequeña secta la importación desde Brasil de la ayahuasca, pócima alucinógena empleada en sus rituales y que contiene DMT, una sustancia ilegal (los jueces antepusieron la libertad religiosa a la prohibición narcótica). Así, inadvertidamente, empezó el renacimiento de la investigación científica en torno a las drogas psicodélicas, un “cambio cultural” que tiene sus resistencias. “He escuchado a los médicos de la Universidad de Nueva York contar que muchos de sus compañeros oncólogos se oponen a administrar alucinógenos a sus pacientes con cáncer”, explica Pollan. “No me gusta la idea de que les des crac’, les dicen, lo cual demuestra sobre todo una gran ignorancia”.

Erik Tanner

Los detalles de la génesis de la primera oleada psicodélica son, como parte del gran relato de la contracultura, más conocidos que los de la segunda. Albert Hofmann sintetizó el LSD por casualidad en 1938 en un laboratorio de Basilea (Suiza), pero no fue hasta cinco años después cuando probó la poderosa sustancia (una simple gota es suficiente para pegarle a la conciencia un buen meneo de unas 10 horas). Aquel día, ­Hofmann se fue a casa en bicicleta. Durante ese viaje inaugural, comprobó por primera vez los inesperados efectos de su criatura. La nueva droga, que se exportaba legalmente a Estados Unidos desde los laboratorios suizos Sandoz, gozó de una saludable reputación más o menos en la misma época en la que la experiencia con setas mexicanas de un banquero de Nueva York, R. Gordon ­Wasson, ocupó la portada de la revista Life (que entonces tenía una tirada de 5,7 millones de ejemplares). Fueron los años de la luna de miel entre los alucinógenos y la ­opinión pública estadounidense. Ambas poderosas moléculas, la dietilamida de ácido lisérgico y la psilocibina, empleada en México y Centroamérica desde hace cientos de años, dejaron una honda muesca en la historia social, cultural y política del siglo XX, desde el escritor Aldous Huxley, un temprano entusiasta, hasta el actor Cary Grant, que cantó las bondades de un buen viaje (en realidad, se sometió a 60 sesiones, al final de las cuales sintió cómo “se desvanecían la tristeza y la vanidad”, según contó en una entrevista en 1959).

El establishment psiquiátrico veía ante sí un horizonte de posibilidades mientras Richard Alpert y el extrovertido Timothy Leary conducían experimentos con psilocibina en la Universidad de Harvard, que fueron prohibidos tras un escándalo en la prensa en 1963. Ahí sitúa Pollan el final de la edad dorada de la investigación con psicotrópicos, que hasta 1977 sobrevivió sigilosamente en una unidad psiquiátrica del Estado de Maryland para “tratar el alcoholismo, la esquizofrenia y el malestar existencial de los pacientes de cáncer”.

Los historiadores de los sesenta suelen definir lo que vino después de Harvard con una eficaz imagen: las drogas psicodélicas saltaron la tapia del laboratorio para atrapar los sueños y las pesadillas de una generación que descubrió en el LSD un rito de paso, fascinante, aterrador y radicalmente distinto de las iniciaciones por las que habían pasado sus padres. La cosa ya fluía fuera de control cuando en enero de 1967, año del verano del amor, unos 25.000 hippies escucharon en el festival Human Be-In de San Francisco la célebre invitación a enchufarse, sintonizarse y fluir (“Turn on, tune in and drop out”) de boca de Leary, tal vez la figura más controvertida de esta historia; un tipo que en menos de una década pasó de anónimo profesor con blazer a prófugo de la ley con túnica y bestia negra de la sociedad estadounidense.

Cuando los Beatles, tras sus propias experiencias psicotrópicas, colaron un consejo para superar el vértigo inicial y rendirse a una experiencia lisérgica —“Desconecta tu mente, relájate y flota río abajo”, cantaba John Lennon en Tomorrow Never Knows, el LSD, ya ilegalizado, era consumido con fines poco científicos por decenas de miles de jóvenes de pelo largo que habían abandonado a ritmo de rock psicodélico el nido familiar en pos del sueño hippy. A Leary se le consideraba “el hombre más peligroso de Norteamérica” (en la definición de Nixon), y medios de comunicación, padres y profesores propagaban noticias falsas para aterrorizar a los potenciales consumidores que hablaban de chicos de ácido que se quedaban ciegos mirando el sol. La historia que persuadió al joven Pollan de jugársela circuló a principios de los setenta y aseguraba que el consumo de LSD podía “dañar los cromosomas”.

“Muchos lectores con problemas me han pedido ayuda para participar en un ensayo clínico”

En el libro, el periodista sostiene que es virtualmente imposible morir de una sobredosis de esta droga o de psilocibina, y que ninguna de las dos sustancias es adictiva. “Después de probarlas una vez, los animales no buscan una segunda dosis, y el uso repetido por parte de las personas le resta efecto. Es cierto que las aterradoras experiencias que algunas personas han vivido con las drogas psicodélicas pueden arrastrarlas a estados psicóticos, por lo que nadie con antecedentes familiares o predisposición a la enfermedad mental debe tomarlas”. También es verdad que la gente puede hacer cosas realmente estúpidas bajo su influencia. Cosas como cruzar la calle sin mirar, arrojarse al vacío o llegar al suicidio. “Los malos viajes son muy reales y pueden convertirse en una de las experiencias más duras de la vida. Por ello es importante conocer qué puede suceder cuando estos fármacos se utilizan en situaciones no controladas, sin prestar atención a la actitud y al escenario, al revés de como sucede en condiciones clínicas, después de un cuidadoso examen y bajo supervisión. Desde que se ha reactivado la investigación controlada a partir de la década de 1990, casi un millar de voluntarios han recibido dosis, y ni un solo suceso adverso serio ha sido notificado”.

He ahí una cuestión clave: Pollan no habla en su libro del uso recreativo de las drogas, ni de tomarlas para ir a dar una vuelta por los bares, sino de su empleo bajo supervisión médica. “El afán evangelizador de Leary lo embrolló todo al borrar la frontera entre la ciencia y la fiesta”, advierte. Los psiconautas más viajados dan mucha importancia a dos conceptos: el set (el estado mental en el que uno se encuentra en el momento del consumo) y el setting (las condiciones ambientales). Los experimentos descritos en el libro se llevan a cabo en lugares similares a la silenciosa consulta de un dentista, con el paciente tumbado, con auriculares, música suave y un antifaz puesto para favorecer la introspección.

Así se viene trabajando desde hace años en instituciones como las universidades de Nueva York, Los Ángeles, Nuevo México, Zúrich o el Imperial College de Londres, que tiene un programa que estudia la influencia de los psicoactivos en la actividad cerebral. En septiembre, expertos de la Johns Hopkins pidieron a las autoridades estadounidenses que sacaran la psilocibina del saco de las drogas de mayor peligrosidad (donde convive desde 1970 con la heroína) para meterla junto al Valium o el Xanax en la categoría IV de sustancias con bajo potencial de abuso o dependencia. Para Pollan, la prohibición del empleo científico de las drogas psicodélicas durante décadas como consecuencia de los desmanes hippies en los años sesenta es como si se hubiese hecho desaparecer del botiquín de los médicos la morfina en respuesta a los estragos de la heroína.

Por Cómo cambiar tu mente desfila una galería de excéntricos personajes que han empleado sus vidas en que eso cambie: además de Hof­mann y Leary, el lector descubre a tipos como Paul Stamets, que confía en la inteligencia de los hongos (y no solo los alucinógenos) para salvar el mundo (tiene una charla TED que ha superado los 4,5 millones de visitas); Al Hubbard, que introdujo aproximadamente a 6.000 personas en el LSD entre 1951 y 1966 y ayudó a definir el protocolo terapéutico que permanece hasta hoy; o Myron Stolaroff, que abandonó un puesto directivo en Ampex, empresa pionera de Silicon Valley, para dedicarse a la investigación lisérgica. El ensayo es también un testimonio del empecinamiento de la generación del baby boom, los nacidos durante la bonanza que siguió a la II Guerra Mundial. Muchos de los que tiraron del carro la primera vez también están detrás del resurgir de los últimos años.

Después de escuchar de una docena de personas relatos de experiencias “místicas y llenas de significado”, Pollan se sintió preparado para vencer el miedo y probar “bajo supervisión” una dosis alta de tres sustancias: LSD, psilocibina y DMT. En su libro deja fuera drogas sobre las que no existen estudios científicos, como la ayahuasca (que está viviendo un boom también fuera de los países de Sudamérica donde se usa desde hace siglos) o las microdosis de LSD, cuyo ritual —tomar en días alternos cantidades imperceptibles de la sustancia— hace furor en Silicon Valley como herramienta para mejorar el rendimiento y la creatividad. (Pollan ve ahí una lógica perversa: “Es la típica maniobra del capitalismo, cogen una droga como el LSD, con un alto poder subversivo y antijerárquico, y la convierten en algo productivo y útil, como tomarse un café”).

Para sus viajes, explica el periodista, habría preferido participar como voluntario en uno de los ensayos experimentales de una universidad que estuviera “cerca de las urgencias de un hospital”, pero estos no aceptan a “personas de salud normal”. Tuvo que recurrir al gremio subterráneo de los orientadores psicodélicos que trabajan en la clandestinidad; preparan a los voluntarios, les acompañan durante la experiencia y les prestan consejo a posteriori para asimilar lo vivido. Él contó con la ayuda de Fritz, un alemán que vive retirado en las montañas; Mary, “una mujer en la sesentena sobria y compasiva”, y Rocío, “terapeuta mexicana de 35 años”.

El capítulo en el que lo cuenta, titulado Diario de viaje, es “lo más personal” que ha escrito nunca, acostumbrado como periodista a hablar más de lo que les pasa a los otros que de lo que sucede en su mente. En sus experimentos describe “un torrente de amor” por todos los miembros de su familia, se funde con una suite para violonchelo de Bach y se siente desaparecer “desintegrado en una nube de confeti por una fuerza explosiva que no podía localizar” en su cabeza. Esas páginas se encuentran también entre lo más embarazoso de su obra. Tan embarazoso como cuando describe una urgencia de orinar en mitad de un subidón. “El arco de líquido que emití era, realmente, la cosa más bella que había visto en mi vida, una cascada de diamantes que caía en una piscina, rompiendo su superficie en mil millones de sonoros fractales de luz”, escribe. “Me impuse a mí mismo no dejarme vencer por la vergüenza”, se excusará durante la entrevista. “No es fácil narrar una experiencia en esencia inefable. Y luego está el hecho de que la mayor parte de mi público nunca ha pasado por eso, así que tuve que ser muy didáctico”. De la lectura de sus aventuras queda la sensación de que Pollan, que no ha vuelto a probar las drogas, se queda a las puertas de la experiencia mística que andaba buscando.

Al temor de alienar a sus seguidores, más acostumbrados a leerle sobre el cultivo extensivo del maíz en Iowa o la cocción lenta del cerdo, se añadían las preocupaciones legales. “Tenía miedo de poner en riesgo a los orientadores”. Antes de su publicación, el texto lo revisó “con dos abogados”. El ensayo se publicó en Estados Unidos en mayo con una amplia repercusión en los medios y una “sorprendente acogida crítica y comercial”. “Y eso que decían que los libros sobre drogas no venden bien”, aclara. “He recibido un montón de llamadas y mensajes de lectores que sufren de ansiedad, depresión, miedo o algún tipo de adicción, y que me piden ayuda para saber cómo participar en un experimento. Ahora mismo, me temo, la demanda sobrepasa con mucho la oferta”.

Preguntado por si opina que esa recepción confirma que el renacer psicodélico no tiene vuelta atrás, responde: “Diría que sí, sobre todo por la crisis mundial de salud mental que estamos viviendo. Necesitamos respuestas alternativas. No ha habido ningún avance relevante en ese campo desde el descubrimiento de los antidepresivos a finales de los ochenta. Estamos más cerca del día en el que se permita el uso medicinal de los fármacos psicodélicos que cuando empecé con el libro”.

A eso podría ayudar, añade, que en el contexto de la guerra contra las drogas, las psicodélicas están lejos de la primera línea de batalla de sustancias como los opiáceos o la cocaína. “Tampoco parecen ansiosas las farmacéuticas por entrar: no son rentables, no hay patentes que explotar y no se pueden tomar cada día. Y ya se sabe: a las grandes compañías les interesan más que nada los fármacos que te tengan pendiente a diario”.

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