Adiós y muchas gracias

Cada año, Eduardo Arroyo congregaba a sus amigos en la pedanía de Robles de Laciana. Por aquel escenario pasaron los mejores músicos y artistas

EN EL VERANO DE 2012 tuve la suerte de que Eduardo Arroyo me invitara a un acontecimiento tan especial que no recuerdo haber participado en ninguno semejante. Cada año, desde hacía muchos, el pintor congregaba a sus amigos en Robles de Laciana, una pedanía de Villablino (León) que cuenta con poco más de un centenar de habitantes y un paisaje abrumadoramente hermoso. Allí, unos pocos músicos extraordinarios y el piano de Rosa Torres-Pardo ofrecían cada n...

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EN EL VERANO DE 2012 tuve la suerte de que Eduardo Arroyo me invitara a un acontecimiento tan especial que no recuerdo haber participado en ninguno semejante. Cada año, desde hacía muchos, el pintor congregaba a sus amigos en Robles de Laciana, una pedanía de Villablino (León) que cuenta con poco más de un centenar de habitantes y un paisaje abrumadoramente hermoso. Allí, unos pocos músicos extraordinarios y el piano de Rosa Torres-Pardo ofrecían cada noche un concierto gratuito, al aire libre, para los vecinos y quien quisiera unirse a ellos. Los mejores intérpretes, los mejores solistas, los mejores cantantes de ópera habían ido pasando por aquel escenario, verdaderamente incomparable, para convertir a la música en la indiscutible estrella del festival. Pero antes o después de los conciertos se celebraban otros actos.

Yo intervine en una velada literaria que tuvo lugar en la iglesia del pueblo. Ya había hablado en público algunas veces en iglesias desconsagradas, pero aquella, un paño blanco sobre el altar, flores frescas, bancos antiguos y bien conservados, no parecía estarlo. El cura me confirmó que, en efecto, diría misa al día siguiente ante la misma superficie en la que aún estaba el micrófono que yo había utilizado, y aquella noticia me impactó tanto como la amabilidad con la que se entretuvo en comentar mis palabras cuando terminó el acto. Todo en aquellos días me pareció extraordinario, hasta el punto de que desde entonces no he dejado de escribir sobre Robles.

En 2012, en esta misma página, conté la emoción que sentí al pasar durante el viaje de vuelta por Páramo del Sil y visitar el centro rural de innovación educativa Ángel González, instalado en la antigua casa de la maestra para recordar que una vez ocupó ese cargo la hermana mayor del poeta, por aquel entonces sólo un adolescente aquejado de tuberculosis que se trasladó a Páramo para curarse, y pasó su convalecencia en ese mismo edificio. Después he escrito mucho más sobre Robles y su entorno, hasta el punto de situar allí los orígenes de uno de los protagonistas de mi última novela publicada. Ese personaje se apellida Arroyo porque siempre le deberé a Eduardo otra emoción, la de conocer la trayectoria y el programa pedagógico del colegio Sierra-Pambley de Hospital de Órbigo, un foco tan inesperado como brillante del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza en una remota comarca minera.

A lo largo de los seis años que han transcurrido desde aquel festival, cada vez que me acuerdo de aquellos días me siento una mujer privilegiada. Ante todo, por haber tenido la oportunidad de conocer a Eduardo Arroyo, que quiso ser escritor antes que pintor y se convirtió en un artista extraordinario, uno de esos pocos elegidos que son capaces de resumir, en su vida y en su obra, el espíritu de la época que les tocó vivir. La pintura de Arroyo elevó la explosión vital del Madrid de los años ochenta a las alturas más sublimes del arte, integrando el color, la velocidad, el ruido, la frenética palpitación callejera de las noches perpetuas, con sus brillos y sus mugres, en una obra personalísima y sorprendente, admirable desde cualquier perspectiva. Su arte siempre me había impresionado. Él me impresionó todavía más. Porque era un hombre profundamente simpático, generoso, divertido, un magnífico conversador y una persona muy dotada para la felicidad. Era también una de las personas más ingeniosas que he conocido, tanto que ni siquiera necesitaba apoyarse en la maldad, como tantos otros, para afilar un espíritu crítico insobornable. No he conocido a muchos artistas como él, que sonreía con toda la cara cuando decía que se alegraba de ver a alguien, porque lo decía de verdad, y charlaba con cualquiera que le cayera bien como si le conociera de toda la vida. Nadie como Arroyo para desmontar la falsedad del imprescindible sufrimiento del artista, la insufrible neurastenia de los seres aparte, la mentira del doloroso carisma. Nadie tan grande fue al mismo tiempo tan amable.

Eduardo Arroyo no merecía morir. Eso fue lo primero que pensé al conocer la noticia de su muerte, que era una de esas personas que habrían merecido la gracia de la vida eterna, más allá de la posteridad de su obra.

Después, y para siempre, sólo puedo darle las gracias. 

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