La vida que me espera

Escribo y no suena el teléfono. Nadie me llama cuando estoy en la playa, quizá porque se sabe que aquí no contesto, pero no me faltan distracciones.

LEVANTARME PRONTO por las mañanas. O no. Si lo consigo, ir al muelle justo después de desayunar, antes de que el despacho de la cooperativa de pescadores del pueblo se llene de gente. En los buenos veranos, sólo con contemplar el mostrador repleto ya me pongo nerviosa, porque me lo compraría todo. Siempre me cuesta elegir. Los lomos de atún me tientan como un lujo escarlata y me divido entre las urtas y las corvinas, los chocos y los calamares, las gambas y los langostinos, sobre todo cuando miro los precios...

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LEVANTARME PRONTO por las mañanas. O no. Si lo consigo, ir al muelle justo después de desayunar, antes de que el despacho de la cooperativa de pescadores del pueblo se llene de gente. En los buenos veranos, sólo con contemplar el mostrador repleto ya me pongo nerviosa, porque me lo compraría todo. Siempre me cuesta elegir. Los lomos de atún me tientan como un lujo escarlata y me divido entre las urtas y las corvinas, los chocos y los calamares, las gambas y los langostinos, sobre todo cuando miro los precios y me acuerdo de lo que pago en Madrid.

Con el pescado en el maletero, vuelvo a casa. O no.

Aquí tengo un huerto pequeño, plantado en dos bancales, que este año va tan retrasado como el mismo verano. Así que todo depende del color de los tomates, del tamaño de los pimientos y las berenjenas. Pero incluso cuando puedo autoabastecerme, hago una parada para comprar lo que no tengo. Ajos, por ejemplo. Maravillosas cabezas feísimas de ajos irregulares, grandes y pequeños, la piel un poco más gris que morada, cultivados a un par de kilómetros de mi casa. Huir de los ajos chinos es una bendición y, además, confieso mi debilidad por las ciruelas amarillas, aunque este año me ha dado por las sandías. Con eso y un mollete para el desayuno del día siguiente, termino la compra de cada mañana.

Después me siento a escribir, a la misma hora en que lo haría si no hubiera madrugado. Tengo un despacho pequeño, con cristaleras que dan al jardín. Escribo y no suena el teléfono. Nadie me llama cuando estoy en la playa, quizá porque ya se sabe que aquí no contesto, pero no me faltan distracciones. Me visitan los mirlos, los jilgueros, y las palomas zurean sobre mi cabeza todo el santo día. Desde la mesa miro mi olivo, que rescaté de la infame condición de bonsái y mide ya más de tres metros. Vigilo el calibre de las aceitunas sin levantarme de la silla, y de vez en cuando me levanto y voy a verlas. Entre párrafo y párrafo, atiendo a los pequeños milagros de cada día. Hasta que miro el reloj, y compruebo que se me ha pasado la mañana sin darme cuenta. Y que el jardín me conviene mucho más que el teléfono, porque entre paseo y paseo suelo escribir más de un folio.

Después de comer me echo la siesta.

Existen pocos placeres comparables a la tierna molicie de las siestas del verano, aunque yo, lo que es dormir, no duermo mucho. Me tiendo sobre la cama a leer y de vez en cuando empiezan a bailar las líneas. Entonces cierro los ojos, dejo el libro abierto sobre mi estómago y no me quito las gafas. Al despejarme, nunca sé si he llegado a dormir o no, pero mi cama se ha convertido en una nube de espuma sonrosada en la que remoloneo unos minutos más antes de levantar el libro para seguir por donde lo he dejado. A veces me pasa una vez, a veces más, pero todas las siestas son igual de deliciosas. No tanto, sin embargo, como para torcer mis planes.Por las tardes voy a la playa.

No tengo hora fija. Depende, como todo, del viento. Si sopla levante, espero hasta las siete para no achicharrarme. Si sopla poniente, salgo mucho antes, a las cinco y media, para que la frescura del aire no me arrebate las ganas de bañarme. Pero, con levante o con poniente, siempre hago lo mismo, caminar por el borde del mar hasta mi playa favorita, cuyo nombre no escribiré, porque ya me han regañado mucho por hacerle tanta publicidad. Mira cómo está de gente este año, por tu culpa, mushasha… Cuando llego a la muralla de piedras que protege de las mareas la que seguimos llamando “casa ilegal” a pesar de la última ley de costas, me doy la vuelta, ando un poco más y me meto en el mar. Cuando la marea está baja, llego hasta la boya. Cuando está alta, a veces me rindo antes, pero siempre avanzo cien brazadas contra la marea y después me dejo arrastrar hasta la orilla.

Al volver a casa como un poco de fruta con un vaso de agua muy fría, y después me arreglo. O no.

Y voy, o no voy, al pueblo, andando o en coche, me tomo unas copas de manzanilla o ceno con agua. Sin reglas, sin plazos, sin más obligaciones que las que yo misma decida imponerme.

Ese es mi verano, la vida que me espera. Ojalá el suyo sea igual de placentero. 

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